miércoles, 17 de enero de 2018

DIBUJANDO LA EXÉGESIS DE UNA PENA. (C. S. LEWIS Y OTROS ESCRITORES CATÓLICOS)

 «Si Dios fuera un simple sustituto del amor,
habríamos perdido todo interés por Él».
C. S. LEWIS

Hemos tenido la suerte de que la literatura británica nos haya deleitado con un póker único e irrepetible de escritores que al mismo tiempo (como una casualidad que no es tal), poseen una característica común y esencial: el ser católicos y hacer proselitismo de esa condición tanto en su vida como en su obra. Me estoy refieriendo a T. S. Eliot, J. R. R. Tolkien, G. K. Chesterton y C. S. Lewis, circunscritos al mismo tiempo por una sugerente suerte de iniciales que no puedo dejar pasar por alto.

Gilbert Keith Chesterton
Los cuatro fueron virtuosos y refinados en una literatura que hoy en día sigue latente, desde la poesía de Eliot, considerado ya en vida un clásico y heredero de los Dante, Milton y Blake hasta alguna de las novelas de Chesterton (que también trabajó de manera minuciosa el ensayo) cuyo protagonista es el Padre Brown, en apariencia una persona inofensiva, y que significó el alumbramiento de un personaje genial. A Tolkien por desgracia hoy lo conoce hasta el que no lee nunca, desgracia porque considero que las películas que han hecho de sus novelas han banalizado de manera alarmante su trabajo. Su obra maestra, El Señor de los Anillos, es mucho más que la primera gran novela de la literatura fantástica: es el lugar en donde se da cita el choque atemporal e inmortal entre el Bien y el Mal y en cuyas páginas subyacen innumerables elementos propios de la teología católica. Y el cuarto de estos escritores católicos es C. S. Lewis, íntimo amigo de Tolkien, y que sin olvidar sus obras de fantasía, destaca de manera brillante en la apologética.

Lewis / Tolkien
Dos de ellos pasaron del agnosticismo más puro (e incluso del ateísmo) al catolicismo, como es el caso de Chesterton y el propio C. S. Lewis. T. S. Eliot, nacido en EE.UU. y cuyos antepasados eran de origen inglés, se naturalizó ciudadano británico en 1927, habiéndose convertido poco antes al anglo-catolicismo; años más tarde pronunció aquella contundente frase que constituye en sí una razón de ser y un credo: «Soy clásico en literatura, conservador en política y anglocatólico en religión». Y Tolkien, nacido en el seno de una familia baptista, fue convertido por su madre al catolicismo a la edad de ocho años, una conversión reforzada por el sacerdote católico Francis Xavier Morgan, de padre galés pero oriundo de Cádiz, que ejerció como tutor de Tolkien y supuso una notable influencia intelectual y teológica en su obra.

Mi primer acercamiento a Lewis fue a través de Tolkien, y en estos días, dos amigos de esos que llegan cuando uno se siente ahogado y prácticamente derrotado, me han prestado un par de libros de Lewis, entre ellos Una pena en observación, llevada al cine de manera magistral por Richard Attenborough con el título Tierras de penumbra y protagonizada de manera no menos sobresaliente por Anthony Hopkins y Debra Winger. Es un libro corto que aparenta por ello ser simple, pero resulta todo lo contrario, y es como un trozo de carne que hay que masticar una y otra vez hasta que por fin percibes que puede ser ingerido, y afirmo esto no de forma peyorativa, sino todo lo contrario: la brevedad de una obra que te deja la sensación de estar frente a la autopsia de una pena que el autor va desgranando ayudado de unas convicciones y una fe inquebrantables que estremecen a propios y extraños.


El librito expone de manera descarnada la pérdida de un ser querido, en este caso la esposa de Lewis, Helen Joy Davidson Gresham, con la que el escritor había contraído matrimonio en 1956 y terminó con la muerte de ésta en 1960. «Dios dónde se ha metido», se pregunta Lewis una y otra vez en las primeras páginas, casi parafraseando la frase de Cristo en la cruz (tomada del Salmo 21): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», aunque su actitud nada tiene que ver con la postura desafiante que tiene Job con Dios, pues a pesar del duro trance por el que está pasando Lewis, ya en esos primeros momentos del libro deja bien claro que sigue creyendo y confiando en Dios y establece un paralelismo entre el matrimonio y la religión católica que tiene como nexo el amor.

Sigue relatando el escritor su pena, introduciéndose en ella, escarbando, ahogándose, y manifiesta, tras afirmar que no siempre tiene a Helen en mente, que «los ratos en que no estoy pensando en ella puede que sean los peores», y habla de las agonías y los momentos de locura que le sobrevienen en la noche, y sigue regalando frases impactantes, como cuando dice que «mi amor por H. y mi fe en Dios eran de una calidad muy parecida», o cuando justifica en cierto modo toda su desgracia y asume con estoicismo el dolor que le desgarra la vida: «Si existe un Dios bienintencionado, será que esas torturas son necesarias».

C. S. Lewis aplica una exhaustiva observación a su pena, la pérdida de su esposa, pero su práctica puede administrarse con el mismo fundamento a la muerte de los padres, o de un hermano, o más aún ante la pérdida o incluso ausencia de unos hijos. Merece la pena asombrarse con esta lectura y participar de ella.