PÁGINAS

martes, 3 de marzo de 2020

COMO SOMBRAS SOBRE UN CHARCO

Martes, 25 de febrero de 2020 

Han pasado casi dos meses desde que estuve en Ámsterdam; es demasiado tiempo: es un infinito desértico. Cuando mañana me reencuentre con mis hijas, habrán transcurrido cincuenta y cinco largos días sin verlas, un número cinematográfico que se me ha antojado no una sino dos eternidades, y entre esa fecha y la presente, el 23 de enero, mi pequeña y dulce S*** cumplió años y no pude celebrarlo a su lado. 

Con estos viajes, dolorosos y mortíferos, ataviados de una alta dosis de destrucción, trato como único objetivo estar con Ellas, sentirlas y hacerles ver cuánto las quiero y cuánto las echo de menos, para que sepan que las necesito, que las siento cada minuto del día y que forman parte de cada sueño; estoy haciendo todo lo posible para que el barco no se hunda por completo. 

Se repite de manera soporífera el patrón de mis viajes: comprar los regalos, preparar mi maleta y el viaje en autobús hasta el aeropuerto, y por supuesto la elección previa del libro. Cuando falleció el filosofo Roger Scruton me encontraba releyendo el fabuloso ensayo de Levin Yuval El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, que había leído un año antes. Tras éste me sumergí en las Reflexiones sobre la revolución en Francia, de Burke, así como con Edmund Burke: redescubriendo a un genio, del filósofo y teórico del pensamiento conservador estadounidense Russell Kirk, y todo ello al tiempo que (con mi costumbre de disponer de un libro en la mesita de noche, varios en la sala de estar y uno más en la mochila) hacía lo propio con dos obras fundamentales de Scruton: Cómo ser conservador y Conservadurismo. Poco antes terminé de leer Los pájaros, el arte y la vida, de Kyo Maclear, regalo de Reyes de mi hermana y en el que había depositado una expectativas excesivamente altas, que me gustó, pero menos de lo que esperaba, si bien su estilo y muchas de sus reflexiones hicieron de éste una lectura amena y agradable. Hace unos días releí (estoy llegando a una edad en la que la relectura llega a ser una actividad habitual y hasta necesaria) el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein, una obra tan breve como gigantesca, sorprendente y enigmática, poliédrica y multidimensional, en donde cada dos palabras se requiere de un especial detenimiento para proceder a un minucioso análisis y a la deglución de sus sublimes ideas, que en ocasiones culmina sin un resultado diáfano para el lector. 

Para este viaje ya tenía preparado Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, pero como me suele ocurrir, el domingo comencé la lectura de otro libro que es el que había decidido traerme a Ámsterdam: Misericordia, de Benito Pérez Galdós... de la misma forma que esta misma mañana me decanté por otro. En las páginas de Misericordia hallé en los márgenes algunas anotaciones hechas a lápiz.

Finalmente traigo conmigo a este viaje La edad de oro del boxeo (15 asaltos de leyenda), del poeta y columnista Manuel Alcántara. Al igual que me ocurre con otras disciplinas (como por ejemplo el rugby y alguna otra más), el boxeo me atrae de forma especial aun sin poseer no más que un conocimiento básico del mismo, y es que a finales del siglo pasado y comienzo del presente, el boxeo me interesó de manera particular. Pero no soy un buen aficionado, pues siempre me inclinaba más por los combates de los pesos pesados, supongo que porque se adaptan mejor a mi envergadura (quien me conozca o me haya visto alguna vez sabe que lo digo en sentido irónico, pues yo sólo podría competir en los pesos pluma), y me he quedado anclado en la época de los Mike Tyson, Evander Holyfield (el que más me gustaba), Lennox Lewis y Óscar de la Hoya (este último de superpluma a wélter). En la actualidad los boxeadores de los pesos pesados me parecen zafios, sencillamente vulgares (no hace falta nada más que ver el comportamiento de Tyson Fury en su último combate, por no hablar de su estética pugilística, o mejor dicho la falta de ésta), por lo que prefiero a Floyd Mayweather (ya retirado) y a Manny Pacquiao (que son ágiles como liebres y certeros como la picadura de una avispa), y siento una especial fascinación por el mexicano Saúl «Canelo» Álvarez, un boxeador finísimo y elegante, al que ver boxear resulta todo un acontecimiento, con esa plasticidad que imprime en cada golpe. Como recuerdo: la frustración de aquella pelea emitida en España a altas horas de la madrugada, cuando en 1997 Tyson le arrancó de un mordisco un trozo de oreja a Holyfield y ahí se acabó el enésimo «combate del siglo». Al fin y al cabo, como muchos acontecimientos (en este caso deportivo), éstos se sustentan más del pasado que del presente, más de las leyendas y su inmortalidad que de la actualidad, tan revestida de inmediatez y a su vez de la parte más intrascendente que acarrea lo efímero. Acaso también le ocurra lo mismo a las relaciones humanas que por su impureza (el eje recíproco padres-hijos representan precisamente lo contrario: lo Inmaculado), transitan por las cunetas derruidas de la fugacidad y acaban marcadas por la perniciosa caducidad y esculpidas en la leyenda que cada cual construimos en nuestro particular pasado. En cuanto al libro de Manuel Alcántara: una petite delicatessen construida mediante el estilo directo y a la vez elegante de escribir de un escritor que desciende del linaje casi extinto de los columnistas del siglo pasado (y me viene a la mente el tristemente fallecido David Gistau). En Alcántara se percibe además su oficio de poeta a la hora de elegir palabras, expresiones y giros que otros no tomarían. Una joya, que de paso viene acompañada de un epílogo de mi admirado José Luis Garci. 

Durante mi viaje en autobús escogí la película Amundsen (dirigida por Espen Sandberg) para pasar el tiempo, un biopic simplemente entretenido pero con poca pólvora para la cinefilia. El avión despegó con una hora de retraso, por lo que la llegada no se produjo hasta pasadas las 0:00 h. Durante el vuelo el cielo permaneció despejado hasta penetrar en Bélgica, ya descendiendo y en plena maniobra de aterrizaje. En Ámsterdam llovía ligeramente, y reconocí el olor de Schiphol y la húmeda fragancia emanadora de muerte que desprende la ciudad como si fuese un perfume familiar que me acompaña a diario. A las 1:30 h me eché sobre la cama para intentar dormir, deseoso de que pronto sonase el despertador... 

Miércoles, 26 de febrero [Miércoles de ceniza] 

...que lo hizo sin darme cuenta de que ya habían transcurrido varias horas, a pesar de reinar la noche plena, sin ni tan siquiera adivinarse luz alguna en el exterior.

El cielo estaba despejado. Caminé, cogí un autobús y más tarde el metro. Al llegar a Centraal Station me subí al tranvía, y antes de las 8:00 h ya me encontraba en Ijburg. Diez minutos más tarde vi aparecer a mis hijas como si aquello fuese una revelación: mi personal epifanía. Por fin pude encontrarme con Ellas, y la sensación de volver a verlas, tocarlas, olerlas, besarlas... inundó todo mi ser, por fuera y por dentro. 

Tras dejarlas en la escuela y despedirnos en reiteradas veces (en un adiós que parecía interminable pues una y otra vez N*** requería de mi presencia y yo aprovechaba para abrazar a su vez a S***) seguí con mi rutina de siempre en Ámsterdam, entre libros y DVD: Biblioteca central, De Slegte, Concerto y Scheltema. Regresé a Ijburg antes de las 14 h; llovía. Las recogí del colegio y fuimos a Dok 48, en donde abrieron los regalos, tomamos un aperitivo y estuvimos jugando, hablando y haciéndonos fotos. Al salir comenzó a granizar, pero se detuvo minutos más tarde y pasamos la última media hora en el parque, observando en un charco el reflejo de nuestras sombras. Me despedí de Ellas a las 17 h. 


Miércoles hoy; mañana serán 
ceniza. 
Las oleadas del mar suplican 
una y otra vez lo inconfesable: 
un barco naufragado en el horizonte 
es sólo un punto derretido en la noche, nada más. 
¿Y yo? ¿A cuántos versos de distancia 
estoy hoy del vacío?
[...] 

«Versos de distancia». 
Una habitación de hospital con vistas al mar. Editorial Letras Cascabeleras, 2018

N*** ha cumplido hoy seis años, pero siento un auténtico desgarro al pensar lo rápido que ha pasado el tiempo y el que he perdido y me han hurtado de estar con Ellas. No queda en mí ni un ápice de felicidad.  

Jueves, 27 de febrero 

Volví a levantarme a las 6 h. Seguí la ruta de costumbre, el paso de siempre, el dolor de cada día, el que me persigue aquí y allí. Me hubiese quedado en la escuela con Ellas, si tuviese el don de la invisibilidad. 

Acudí al consulado para solicitar información sobre un asunto y a continuación acudí a Concerto, en donde adquirí varias películas dirigidas por Clint Eastwood (ninguna de ellas de wéstern, pues ya las tengo todas, tanto en las que él hace de director como en aquellas en las que lo dirigen). Eastwood no sólo ha demostrado ser un excelente director (entre los mejores de la actualidad y por supuesto de todos los tiempos), también es un gran actor. Me apasiona tanto el cine europeo de antes (Dreyer, Bergman, Tarkovski, Kieślowski) como el clásico de Hollywood (Lang, Ford, Hitchcock, Curtiz, Walsh, Hawks, Huston), pero en muchas ocasiones necesito a Eastwood o Scorsese para que me cuenten una historia de manera diferente, aunque ambos ya pertenecen al Olimpo de los clásicos. 

Llovía ligeramente pero de manera constante; así ha permanecido durante todo el día, con 3°C de máxima pero con una sensación térmica de −3°C. Entré en Scheltema, y desde allí hasta De Bijenkorf (un gran almacén idéntico a El Corte Inglés) para terminar en la librería Antiquariaat Kok. Observé en un cartel que el prestigioso economista francés Thomas Piketty daba una conferencia en el Stadsschouwburg. Tuve la tentación de acudir, pero sólo fue eso: un simple impulso.

Recogí a N*** del colegio y fuimos caminando hasta la biblioteca de Ijburg, al tiempo que entre los dos nos comimos un racimo de plátanos de pequeño tamaño (que de hecho en el supermercado los venden como kinderbananen: plátanos para niños). En la biblioteca estuvimos haciendo de todo, incluso leyendo (que es lo que se presupone por el lugar), también pintando, pero en especial jugando al escondite: yo hacía como que no la veía y ella disfrutaba creyendo que no podía encontrarla. Como en la escuela N*** se había mojado su chaqueta, le puse mi jersey y me quedé en mangas de camisa; cuando me lo devolvió intenté embriagarme del olor de su cuerpo. 

Triste y malherido apunté en mi libreta invisible otra despedida más. Los días se alargan, directos a la primavera, pero yo sigo en plena era glacial. Con frecuencia tengo ganas y hasta la necesidad de rebelarme contra todo, desde la abyecta y vulgar temporalidad que me rodea, hasta lo más divino. Mas luego me pregunto: pero ¿quién soy yo para sublevarme? ¿No quiso hacer lo mismo Job y fue aplastado como un insignificante mosquito? 

aquí sólo somos 
el insignificante zumbido de un insecto 
que ilusos creemos imprescindible para volar 

«[el insignificante zumbido de un insecto...]». 
Una habitación de hospital con vistas al mar. Editorial Letras Cascabeleras, 2018

Viernes, 28 de febrero 

Volví a levantarme temprano para acompañarlas a la escuela, para diez minutos escasos en los que estoy con Ellas, pero un tiempo necesario para los tres. Amaneció despejado, sin la incómoda presencia de la lluvia, que hizo su habitual escena a las 16 h, con una temperatura a esa hora de 4°C  mas con una sensación térmica de −9°C. 


Cuando salía del colegio, una madre se detuvo para comentarme que el miércoles me vio y se había emocionado hasta tal punto de saltársele las lágrimas, cuando en los pasillos de la escuela N*** repetía una y otra vez «¡ha venido mi papá!», mientras me abrazaba y besaba. Yo también me estremecí al sentir mi herida en un ser ajeno, y me dejé doler. 

Me encaminé nuevamente hasta el consulado, en donde permanecí media hora llevando a cabo unos trámites, y de allí hasta Antiquariaat Kok y Scheltema, librería esta última que he convertido en mi cuartel general. Llego cada día puntual y me acomodo en una gran mesa de madera que hay en la tercera planta. El personal me saluda como quien lo hace con alguien conocido, como el que saluda al jefe de la empresa; exagero: como quien dice «hola» al espectro del escribiente. Saco libreta y bolígrafo, y un libro, y alterno la escritura y la lectura a partes desiguales según el momento. Desde ahí me desplazo a otras tiendas y librerías de la ciudad, a las bibliotecas, Kok, Concerto, De Slegte... y hago tiempo, ansioso, el tiempo y yo, hasta a que se avecina la hora de recogerlas del colegio. 

Tras salir de la escuela acudimos a Action a comprar algunas cosas, y una hora más tarde a la biblioteca de Ijburg, hasta que nos indicaron que era la hora de cerrar. Se puso a llover de manera tempestuosa y violenta, mientras el viento enfurecido no dejaba discernir de dónde procedía la lluvia. S*** agitó la mano dulcemente a modo de despedida, y N*** se puso a llorar y a gritar; aún la escuchaba minutos después de nuestro último beso; y todo se obscureció, en la calle, y dentro de mí. 

Sábado, 29 de febrero 

Me levanté una hora más tarde que los días anteriores; lucía el sol. C*** se empeñó en llevarme hasta mi parada de autobús, y justo al entrar recibí un mensaje de X***, explicándome que las niñas tenían fiebre, todo después de que la escuela confirmase anoche que una madre que estuvo en Milán hace diez días había dado positivo en el test de coronavirus, y que uno de sus hijos (unos años mayor que N***) había arrojado similar resultado en la primera prueba. Si yo no contagiase a nadie y Ellas, tras tantos besos, abrazos y estornudos, y compartir la comida, tuviesen el virus, yo también querría ser contagiado por mis hijas para sentir lo mismo, como un acto del amor más animal. 


La idea planeada era acudir los tres a la biblioteca central y más tarde a comer a algún restaurante, pero todo se desbarató, de nuevo en este último día con Ellas. Llegué a Scheltema, el personal me saludó amablemente: «Goedemorgen, meneer». Luego decidí visitar la sombría Amsterdam-Noord, que seguía estando obscura aunque brillase el sol. En el metro un muchacho leía en una vieja edición de Penguin Classics las Meditaciones de Marco Aurelio; me entusiasmó la anacronía de la escena. En Noord visité un triste mercado, en otro episodio más de este viaje, que como en los anteriores, me hace pasar frío y me llena de cansancio, malcomo en la calle, transito sumido en la falta de sueño que jamás se manifiesta, y un apuñalamiento traicionero y mortal que no cesa. 

A las 13 h llegó una obscuridad como sólo aquí podría amasarse, y comenzó a llover, y el viento agitó todo cuanto hallaba en su camino. Una hora más tarde por fin pude verlas en el vestíbulo del edificio, y el tiempo pasó como ya sabía que habría de extinguirse. Cuando N*** observa mi barba negra salpicada de canas, me dice apenada que eso significa que me voy a morir, pero que cuando tenga que llevar bastón ella me ayudará. 

Tras despedirme (sin escarbar en el dolor, alejándose el sonido del ascensor subiendo y las voces piando como hermosos petirrojos, se cerró la puerta acristalada detrás de mí), hice algunas compras para el viaje de mañana y regresé a Amsterdam-Noord para devolver un artículo que había comprado a primera hora en Action. 

Ya en Amstelveen Westwijk, antes de llegar a la casa, observé a través de los ventanales la calidez de los hogares a esa hora de la comida: las familias (padres e hijos), reunidas en torno a una mesa, disfrutando y felices de estar juntos. Y eso, que parece tan simple, es lo que más envidio en mi vida, porque es de lo que yo carezco. 

Cena cerca del RAI, en concreto a un restaurante que se llama The Roast Room, y cuya especialidad es la carne y el buen vino. 

Domingo, 1 de marzo 

La vuelta, como siempre: madrugón, sueño y desgarro. El protagonista absoluto de los periódicos era el coronavirus.

Me sorprendí al entrar en el avión: un Boeing 737-700, con cuarenta plazas menos que el Boeing 737-800, que es con el que la compañía acostumbra a volar y bastante más pequeño y antiguo que el 800. Espero que finalmente la aerolínea a la que soy fiel no adquiera los problemáticos (y letales) Boeing 737 MAX para renovar su flota y se decante por el Airbus A321neo, pues si no es así no creo que siga volando con ellos. 

Terminé de leer el libro de Alcántara mientras esperaba a que llegase el autobús, allí, en la ciudad natal del periodista, frente al mar. Una última frase brotó como un certero uppercut uniendo el boxeo y la propia existencia: «La vida es un ring». 

Y llegué a mi casa, convertida en cuatro paredes vacía de voces, y llena de ecos de aquel pasado; ni rastro del canto de mis dos petirrojos, y el almanaque varado en la hoja del martes, como si todo hubiese ocurrido el siglo pasado.  

Het Einde.

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