domingo, 29 de diciembre de 2024

NECESITO CONTAR LA VERDAD: UNA CONVERSACIÓN CON EL BOXEADOR ZARAGATA

Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
—Sí, ya sabía. 


Este es un extracto de Los asesinos, el breve relato de apenas siete y ocho páginas que en 1927 escribió Ernest Hemingway para la revista Scribner's Magazine y que en 1946 adaptó para la gran pantalla Robert Siodmak con el título Forajidos, una obra de arte del cine negro que protagonizaron Burt Lancaster, Ava Gardner y Edmond O'Brien en una historia que nos presenta a dos sicarios, Max y Al, que llegan a un pueblo de Nueva Jersey para matar a Pete Lund, un boxeador retirado que responde al sobrenombre de «El Sueco»; pero Lund no intenta huir y es asesinado a tiros en su habitación, y tras esta soberbia introducción el filme nos narra la historia del exboxeador haciendo uso de un largo flashback. En 1964 Don Siegel revisitaría el cuento de Hemingway en Código del hampa, más violenta que la de Siodmak, construyendo el preciso mecanismo de un reloj cinematográfico que tenía como protagonistas principales a Lee Marvin, Angie Dickinson, John Cassavetes y Ronald Reagan. 

El cine nos ha regalado un buen puñado de películas memorables que han tratado desde diferentes puntos de vista el apasionante mundo del boxeo: Lirios rotos (1917), de D.W. Griffith; The Ring (1927), de Alfred Hitchcock; Cuerpo y alma (1947), de Robert Rossen; El hombre tranquilo (1952), de John Ford; Más dura será la caída (1956), de Mark Robson; El tigre de Chamberí (1957), de Pedro Luis Ramírez; Rocco y sus hermanos (1960), de Luchino Visconti; Rocky (1976), de John G. Avildsen; Toro salvaje (1980), de Martin Scorsese; Million Dollar Baby (2004), de Clint Eastwood, y así un largo e interminable etcétera.

Saco a colación esta obra de Hemingway y las posteriores adaptaciones (y entre las anteriormente citadas el cineasta ruso Andrei Tarkovski hizo en 1956 lo propio con un cortometraje cuando era estudiante) porque me he citado con el boxeador Paco Zaragata. Me cuenta que el excelente cronista de boxeo, Fernando Vadillo, escribió para el periódico deportivo Marca sobre él y que le molestó que escribiese que su alias era Zaragata: «Yo no soy un forajido para decir que Zaragata es mi alias, y así se lo dije cuando tras aquella crónica volví a encontrarme con él; soy Zaragata». El director de cine José Luis Garci, gran entendido de boxeo, rindió homenaje al periodista en su magnífica película El crack (1981) cuando Alfredo Landa, que interpreta al investigador privado Germán Areta, le espeta al barbero que le está afeitando: «Déjate de literatura, que para eso ya tenemos a Vadillo en el As».



Paco García Cazorla, Zaragata, nació en 1951 en el popular barrio almeriense de Pescadería y aún recuerda de memoria el nombre de los vecinos de ambos lados de la calle, que me va recitando con minuciosidad y a gran velocidad. Afirma que no tiene ganas de conceder entrevistas a los periódicos, quizá porque tiene mucho que contar, y que aun así necesita decir la verdad: «Necesito contar la verdad, Antonio». Quedamos en un bar, entramos y todos lo conocen, lo saludan por su nombre de guerra y él los conoce a todos y me da detalles de la vida de aquellos que entran y salen de la taberna. Zaragata es una enciclopedia: del boxeo, de la vida, del día a día de Almería, habla como si boxeara, un torrente de palabras, de anécdotas, de datos, una memoria de elefante. «¿Por qué te has hecho boxeador?,» le preguntaron al boxeador irlandés Barry McGuigan, campeón del peso pluma, a lo que él respondió: «No puedo ser poeta; no sé contar historias», y el excéntrico escritor Arthur Cravan (1887-1918), dos metros de altura y cien kilos de peso, sobrino de Oscar Wilde y amante de la poeta Mina Loy, afirmaba: «Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear»; pero Zaragata sí es capaz de boxear y de contar historias, como aquellas de cuando trabajaba en la Central térmica de Carboneras.


El boxeador almeriense fue peso mosca (hasta 51 kg); se sabe todas las categorías de peso al dedillo; ahora es un galimatías de números con tantas asociaciones de boxeo y sus diferentes pesos. Al principio parezco un débil contrincante ante su verborrea, un sparring a punto de ser noqueado: me devoran los detalles que me aporta, su enciclopedia mental, a pesar de yo ser un peso supergallo me está ganando a los puntos. Le nombro a Manny Pacquiao; él asiente con la cabeza; le gustaba. Afirmo que Saúl «Canelo» Álvarez es el mejor boxeador del mundo libra por libra, pero él me rebate: «El mejor es el japonés Naoya Inoue; tienes que verlo, Antonio: ¡es dinamita pura!». Le recuerdo la pelea entre Mike Tyson y Evander Holyfield cuando en 1997 el primero le arrancó al otro varios centímetros de oreja de un mordisco; mi primer recuerdo nítido y consciente de boxeo. Le sigo preguntando sobre boxeadores de finales del siglo pasado y algunos más recientes, de manera anárquica: Julio César Chávez: «Muy bueno, no así su hijo», me replica. Óscar de la Hoya, Floyd Mayweather Jr., Guennadi Golovkin. Tengo la tentación de hablarle de la llamada «pelea del siglo» (parece que ésta fue la segunda) que en 1923 enfrentó al estadounidense Jack Dempsey y al argentino Luis Ángel Firpo: pocos combates han hecho correr tantos ríos de tinta y literatura periodística de la buena como aquella. La siguiente «pelea del siglo» se produjo en 1964, el día de los enamorados, el combate que cambió para siempre el boxeo, o eso dicen: Cassius Clay le arrebató el cinturón de los pesos pesados a Sonny Liston; al día siguiente el nuevo campeón se convirtió al islam y cambió su nombre por el de Muhammad Ali: «Flota como una mariposa, pica como una abeja», y ya me dejo de literatura. 

Nos acomodamos en la silla y pedimos una palomita: anís dulce con una piedra de hielo y un chorrito de limón. Le pregunto si puedo usar mi dispositivo para grabar la conversación: «Sin problema, lo que quieras», y aprieta los puños suavemente: aún le queda esa energía de boxeador, porque el boxeador lo es toda la vida. Desconozco qué puedo sacar de este encuentro. Él no baja la defensa; me explica algún golpe y lanza el puño a cámara lenta y al instante se cubre. «Defenderse en el boxeo, cubrir el golpe del adversario es tan importante como atacar; de lo contrario estás perdido»; y en la vida también, pienso yo. Pienso en el periodista Budd Schulberg y en la calva de Abbott Joseph Liebling, pero el que me gusta es Vadillo y Manuel Alcántara, del que recomiendo el libro La edad de oro del boxeo: 15 asaltos de leyenda. En las memorias de John Watson, el doctor en Medicina apunta sobre Sherlock Holmes: «Experto boxeador y esgrimista de palo y espada». Vuelvo a abandonar mis pensamientos literarios y con mi primera pregunta sale toda la energía que Zaragata lleva dentro, brotando impetuosas sus ganas de hablar: una verborrea infinita y eléctrica, como si estuviese sobre un ring.

ANTONIO CRUZ: ¿Cuénteme cómo fueron sus inicios en el mundo del boxeo? 

ZARAGATA: Mi inicio en el mundo del boxeo se produjo porque mis hermanos, Diego y Juan, montaron el bar Bahía de Palma, en Almería, en concreto el 23 de diciembre de 1963. Posteriormente a esta circunstancia mi hermano Juan se fue a trabajar a un camping y Diego se quedó con el bar. En el camping trabajaba un señor de Madrid, Luis Alcázar, boxeador profesional que había sido campeón de Castilla, y cuando terminó la temporada, a su regreso, mi hermano Juan nos trajo dos pares de guantes de boxeo que le había regalado Alcázar para mí y para mi hermano gemelo: Jesús, que falleció ya hace tiempo. Teníamos sólo 13 años. 

A.C.: ¿Tanta tradición de boxeo había en la ciudad de Almería? 

Z.: En aquel momento entrenaba los hermanos Bisbal: Pepe, Dionisio y Juan. Por aquel entonces lo hacían en donde guardaban los carros de la basura, lo que era la perrera municipal, detrás del Ayuntamiento. Entonces mi hermano y yo nos íbamos por las tardes a entrenar con los hermanos Bisbal, y a partir de ahí sentí en mi interior el gusanillo del boxeo. Posteriormente me fui a entrenar a un gimnasio que montó el padre de Juanito Rodríguez en el barrio de Los Ángeles. Mi debut se produjo en el año 1966 en el Cine Moderno, peleando contra Nieto Aguilera, a quien le gané en el tercer asalto por abandono. 

A.C.: Hablemos de 1972, año en el que se celebraron los Juegos Olímpicos de Múnich. 

Z.: Tengo recuerdos muy bonitos de esa época. Para la preparación de aquellos Juegos seleccionaron a ocho boxeadores, de los que cinco éramos de Almería, junto a dos asturianos, Alfonso Fernández y Rodríguez Cal, y Antonio Rubio, un catalán que había nacido en Bullas (Murcia). Después de que Rodríguez Cal ganase la medalla de bronce en Múnich, peleé en Avilés contra él y lo tiré seis veces contra la lona, pero como era su homenaje le dieron vencedor a los puntos; para él el triunfo y también los palos. En aquella concentración estábamos cinco almerienses, como he dicho anteriormente, y yo que era peso mosca no fui, y no fui porque el minimosca nuestro, García I, también de Almería, peleó en Tenerife un combate contra el venezolano «Morochito» Rodríguez, que había ganado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1968 en México, y García I tuvo la suerte de meterle dos manos y tirar a «Morochito» Rodríguez, por lo que me quitaron a mí y García I fue a las Olimpiadas y yo me quedé en casa. Después perdió contra el mongol Batsüren Nyamdashiin en segunda ronda y él y yo nos quedamos sin medalla y sin nada. Fue una época bonita, donde fui internacional y peleé en Suecia, Escocia, Francia y gané casi todas las peleas internacionales. 



A.C.: ¿Supone entonces una espina el no haber acudido a aquellas Olimpiadas? 

Z.: ¿Espina? Es algo que siempre está ahí, pero el seleccionador decidió llevar a García I porque pensaba que pegaba más fuerte, y yo creo que se lo merecía; no hay mayor problema ni pienso en ello mucho más. 

A.C.: ¿Cuántas peleas hizo Zaragata? 

Z.: He hecho unos 120 o 130 combates, siendo uno de los boxeadores de Almería que más combates ha boxeado. Tengo la suerte de haber caído ocho veces pero nunca por KO, ni por abandono ni inferioridad, siempre a los puntos, y tres nulos, entre amateur e internacional. Estoy contento con mi carrera deportiva. 


Hacemos una pausa. El bullicio del bar es cada vez mayor: conversaciones que fluyen, se mezclan y van in crescendo; el tintineo de los vasos chocando entre sí, la voz de los dueños del bar, Fany y Antonio, que se acercan y también charlan con Zaragata. La primera «pelea del siglo» del boxeo la cubrió el escritor Jack London con el enfrentamiento en 1910 entre James Jeffries y Jack Johnson; el primero, de raza blanca, era el favorito del público, y Johnson, negro, y con mala fama, era el boxeador odiado de aquella época, pero sin embargo fue el que resultó ganador de la pelea por KO. London, el escritor de Colmillo blanco y La llamada de lo salvaje, fue un amante del boxeo y escribió varios relatos sobre el mundo del ring de una belleza exquisita, como Por un bistec, probablemente la mejor de las historias de boxeo jamás escritas y recogida en el volumen Knock Out

Suena una horrible música de reguetón, pero a Zaragata no le importa, a mí sí, demasiado, pero intento concentrarme en apuntar fechas y nombres. Pedimos unos botellines de cerveza y en el intermezzo de nuestra entrevista el boxeador me habla de Pedro Carrasco, de Mando Ramos y de los hermanos Bisbal, de la reciente muerte de algunos amigos del mundo del boxeo, y me explica cómo conoció a José Legrá y su posteriores encuentros. Me muestra una fotografía y me dice: «De aquí ya sólo quedo vivo yo». Jack London hubiese disfrutado de esta charla.    



A.C.: Si antes hablábamos de ese pesar por no haber ido a las Olimpiadas de Múnich, ¿qué otra espina tiene Zaragata, o qué logro no pudo conseguir Zaragata? 

Z.: Tengo una espina clavada, que no sé si debería decirla. (Se detiene unos segundos, y continúa). Pero la voy a decir. Hay muchos señores del mundo del boxeo de Almería que me dicen: «Tú nunca fuiste Campeón de España». Esto es algo que yo quisiera explicar, para que la gente lo sepa, así que me alegro que me hayas hecho esta pregunta, ¡porque quiero que la gente sepa de una puñetera vez la verdad! Yo no fui nunca campeón de España porque a mí Almería nunca me mandó al Campeonato Nacional; mandaron a los hijos de Rodríguez, que eran los favoritos del entrenador, porque era su padre. Entonces resulta que la única vez que me mandaron, en el año 1972, fui subcampeón, y no gané porque me robaron la pelea en la final contra Vicente Rodríguez, a quien luego le gané en la revancha. Rodríguez  era en ese momento subcampeón de Europa, y es curioso que sin haber ido al Campeonato de España le he ganado a todos los campeones: al santanderino Esteban Eguia, a Eduardo Tabares, de Las Palmas, a Manuel Massó, a Ángel  Moreno, a Vicente Rodríguez... les he ganado a todos los campeones y he seguido en la selección, lo que quiere decir que el mejor era yo. En aquel tiempo, los que estábamos en en el equipo nacional, los internacionales no íbamos al Campeonato de España, pero a continuación, los once campeones de los once pesos que existían, tenían que pelear contra los integrantes de la selección española para saber quién era el mejor, y quien ganaba se quedaba en la selección, y en esos combates es donde yo le he ganado a todos los campeones, pero el que quiera entenderlo que lo entienda, y el que no, que no lo entienda; me da igual: soy feliz con lo que hice, estoy orgulloso con lo que conseguí y no voy a cambiar; soy el mismo de siempre: Paco Zaragata. Pero mira, también fui campeón de España en la primera Liga nacional de boxeo, en la que quedé imbatido, y con el trofeo que lo acredita; por lo que sí fui campeón. 



A.C.: ¿Y qué supuso haber llevado el nombre de Almería por todo el mundo? 

Z.: Hace unos días me dijo un señor: «Pero Zaragata: es que tú no sabes lo que es sentir el himno de España en una competición». Y entonces le enseñé una fotografía en la que estoy en París y yo era el abanderado del equipo español: allí estaba en lo alto del ring con la bandera de mi país, ¡en Francia! Si eso no es saber lo que se siente ser español en una competición, que ese señor vaya y se lo pregunte a quien quiera.


Nos despedimos. Me dice que me enviará algunas fotografías de todo cuanto me ha contado y me da la mano con fuerza. Zaragata es un campeón de España sin título, por esas extrañas circunstancias que se dan en el deporte y más aún en el noble arte de las doce cuerdas, un reflejo, al fin y al cabo, de la misma vida. Según reza el diccionario de la RAE, «zaragata» significa gresca, alboroto, tumulto, pero no encuentro en el Zaragata persona ni en el Zaragata boxeador nada de cuanto afirma la RAE, sino todo lo contrario: es cordial y afable, noble y leal, pero no me gustaría haber combatido nunca contra él. Es entonces cuando recuerdo una cita del libro Del boxeo, de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates: «Si no se puede golpear, por lo menos se puede ser golpeado, y saber que todavía se está vivo». Y quedamos en llamarnos, y desaparece difuminado por una extraña luz que irradia desde un boquete del cielo.  

sábado, 26 de octubre de 2024

"OTRA VEZ LA POESÍA": JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES

La poesía siempre es un acontecimiento; siempre la poesía es un milagro, un prodigio, es, en síntesis, la misma Vida, y Otra vez la poesía (Sonámbulos Ediciones, 2024), el último poemario de José Luis López Bretones (Almería, 1966), lo atestigua con vehemencia, un libro que nos emplaza a ser leído con un verso de Luis Cernuda del poema «Lázaro» y que supone toda una declaración de intenciones: «Era otra vez la vida».

(Fotografía: J. L. López Bretones)

Once años permaneció el poeta Julio Martínez Mesanza sin publicar un poemario hasta que en 2016 apareció Gloria; y hasta la fecha pasan ya ocho primaveras desde aquel con el que le fue concedido el Premio Nacional de Poesía un año después; The Cure, la banda británica de rock gótico, ha publicado en estas fechas nuevo trabajo tras dieciséis años de vacío discográfico, porque la creatividad es un ejercicio que no debe ni puede ser sometido a los parámetros acotados y dictatoriales del envilecido tiempo, aunque paradójicamente Otra vez la poesía trate de éste con el propósito de dar con su mismísimo núcleo. En el caso de López Bretones han transcurrido dos décadas desde Ayer & mañana, veinte años («no es nada», cantaba Carlos Gardel) transitando en el Silencio más radical hasta haber visto la Luz su última colección de poemas, porque en palabras del propio poeta no ha existido una urgencia por expresarse, sí, en cambio «la necesidad de averiguarse, de conocerse, de dar respuesta a las preguntas de la vida»: «qué turbulencia, en medio del mar de nuestra vida,/ pretende ahora sumergirnos/ en el extenuado hondón de las palabras?», se lee en la composición que da título al poemario.

Otra vez la poesía queda estructurado en cinco partes que guardan entre sí una perfecta coherencia y unidad en una sucesión de poemas que ensalzan por un lado el paso del tiempo (no tanto otros elementos clásicos en la poesía como la muerte o el amor más o menos visceral), que conecta a modo de díptico lírico con el anterior poemario de López Bretones y su fascinación por el Libro del Eclesiastés, y por otro lado el poder de la palabra a modo de liturgia que parece remitirnos al primer versículo del Evangelio de San Juan: «Verbum caro factum est»: «El verbo se hizo carne», ya que el ímpetu irrefrenable de la palabra queda de manifiesto en cada uno de los poemas, como en el que lleva por título «La lectura»: «De nada sirvió. Sólo eran palabras/ leídas en silencio por alguien que se preguntaba/ en qué gastó, y por qué, su vida». O en este titulado «La mirada y las palabras»: «Antes que las palabras, tan próximas/ al tráfico falaz de los ensueños,/ está extendida la mirada».

La locución latina Tempus fugit se articula como una constante sin fin en Otra vez la poesía, y el paso del tiempo una pieza perseverante casi en cada página del libro, tal y como queda reflejado en «Nada importante»: «Dejar pasar los días y los días/ sin haber realizado otro ejercicio/ de mayor eficacia que el de malvivirlos», y el poeta redunda en un tiempo presente que le hace recordar el pasado: «en todo saboreamos un licor ya consumido» («Lo que nunca he sabido») o al leer el poema «El telar», cuyos versos nos hacen recordar el mito homérico de Penélope o los evidentes ecos del poema de Jaime Gil de Biedma «No volveré a ser joven» que llegan a ser escuchados nítidamente en «Nuestra vida jamás regresará». Pero si hay un poema que condensa el sentido del poemario es el que lleva por título «No nos deteriora el tiempo», pues López Bretones entiende que no es el paso de la vida lo que menoscaba al individuo: «No nos deteriora el tiempo,/ sino el contacto con los otros:/ [...] Ellos, los otros, que están cerca/ o pasan a tu lado/ […] y dejan tras de sí, aunque regresen,/ el frágil aroma de las oportunidades./ [...] la fatigada flor de la experiencia».

La palabra y el lenguaje no sólo son el mecanismo preciso de esta colección de poemas: el lenguaje es el método que López Bretones utiliza para hacerse preguntas sobre el sentido de la existencia, como bien revela en «Recuerda»: «Incluso el escoger unas palabras/ que logren dar sentido/ a alguna voluntad ajena o aplazada/ no alzamos otra cosa que un recuerdo», o poemas que giran en torno al lenguaje: «El solitario mar de música inaudita,/ al final del lenguaje, y al comienzo/ de lo que no consigue ser nombrado». («Nocturno en Tamariu»).

En los poemas que edifican Otra vez la poesía se dan cita de manera manifiesta Dante, San Agustín, Lucrecio, Malaparte o Edmond Jabès, al que José Ángel Valente tradujo, pero también quedan ocultos otros poetas, como Martínez Mesanza con el poema «Der Kessel», de tintes épicos y cuyo significado en alemán es caldero (o caldera) y en cuyos versos López Bretones relata la batalla de Stalingrado en lo que supuso una dura derrota para las tropas alemanas y punto de inflexión en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial y de paso la contienda interna de quien lo escribe.

Se aprecia asimismo en el libro la frustración, un deseo no alcanzado o la imposibilidad de ejecutarlo, como describe en «Tuve un sueño»: «Tuve un sueño y fue verdad un día./ […] buscando recobrar aquel sueño que tuve/ y sólo hallo ceniza, temor, aire vacío». Porque la realidad para el poeta es un engaño: «Hay más verdad en los sueños/ que en cualquier otro tramo de la vida,» («Mecánica del sueño») para preguntarse cuál es el sentido de la existencia y qué lugar ocupa en ésta el ser humano y el propio poeta: «¿Qué hemos venido a hacer aquí?» («Señales»).

La cuarta sección del poemario es, a mi juicio, la más sugerente de las cinco, más aún para quienes identificamos los paisajes que en ésta aparecen: LAS MORADAS, subdividida a su vez en LA CASA y CIUDAD DEL SOL. En esta parte emergen con total transparencia una serie de elementos que remiten a escenarios y lugares cercanos al poeta: una casa, la luz y el sol o la ciudad, entremezclándose, en según qué situaciones, el locus amoenus y el locus eremus. Si T. S. Eliot habla en La tierra baldía de una «Ciudad irreal,/ Bajo la parda niebla de un mediodía de invierno», y en «Los siete viejos» Ch. Baudelaire de «¡Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños,/ Donde el espectro en pleno día atrapa al caminante!», el poeta almeriense experimenta lo contrario en «Vuelve otra vez la lluvia»: «Llueve de pronto en la ciudad vacía/ […] Afuera, con el peso exacto del recuerdo,/ cae la lluvia. Un agua estéril de septiembre/ para la que no hay cobijo alguno». Y este poema hace recordar «Pájaro del olvido» de J. A. Valente, un poeta de trascendental importancia para Almería: «ciudad no mía, pero al fin tan próxima,/ donde el sol de noviembre tiene/ la última dureza/ de lo que ya/ debiera/ morir». La ciudad de la que nos habla López Bretones es «La ciudad» de K. Kavafis, una urbe luminiscente que lo persigue en sus versos y al mismo tiempo se muestra indiferente: «La luz desesperada y repetida/ la luz que se difunde sin estorbos/ […] La luz no los conoce, ni a ellos ni a ningún otro paseante: no sabe nada de nosotros», leemos en «Ciudad del sol».

LAS MORADAS constituye en sí casi la idea teresiana que aparece en El castillo interior de la mística cristiana, porque los poemas de la sección van más allá de una construcción física y tangible hasta alcanzar lo espiritual: «La casa consistía en nuestra alma» («Nuestra casa») o bien en el que lleva por título «La casa vino a mí»: «La casa vino a mí, no entré yo en ella./ […] La casa vino a mí, llegó a mi lado./ Y siempre supe quién vendría a recibirme». El hogar siempre ha sido fuente de inspiración en la cultura, trascendiendo la propia construcción de techo y paredes hasta límites insospechados; «Mi casa», la canción de Los Suaves, también con su sobredosis de malditismo lírico, reza así: «Mi casa es la carretera, es el camino del sol/ Es un hotel de tercera, mi casa es el rock n' roll. [...] Mi casa, un catre en el suelo, es una estación de tren/ Mi casa es un cementerio, a veces es un burdel/ Mi casa es donde regreso casi siempre perdedor/ Pero nunca fracasado, mi casa es el rock n' roll», y por poner un ejemplo más formal, el poeta irlandés W. B. Yeats, en su poema «Mi casa», escribe: «un hogar de piedra gris/ abierto,/ una vela, una hoja manuscrita». El paso del tiempo, la tierra, la luz de la tarde, de nuevo una casa que es el hogar del alma en «El lujo»: «Es un lujo sin nombre/ saberse acogido en una casa/ plantada sobre piedras hace tanto/ que ya nadie recuerda». Pero en esa dualidad hogar-alma el poeta también siente la vulnerabilidad y el miedo tan inherente en el ser humano: «Hace frío en la casa donde vivo,/ tiene paredes delgadas y el techo/ no es de material seguro». («No quise»).


Motril, 5/X/2024: Javier Bozalongo, J. L. López Bretones y Antonio Carvajal.
(Fotografía: Eva M. Gómez)

López Bretones recorre su particular camino en Otra vez la poesía, una senda ya transitada que se torna casi en una suerte de maldición de la que no puede escapar, de los paisajes repetidos, del lugar que vuelve a hacer acto de presencia: «y al que llegamos una vez y otra/ por caminos que creíamos/ que nos iban desviando de él», nos revela «En el camino», como el título de la novela autobiográfica del escritor beat Jack Kerouac; no desea el poeta imitar a nadie, no quiere una imitatio (que sí hizo y escribió Kempis) de hombres de este tiempo como nos confiesa en «Estrellas errantes»: «No he venido a vivir vidas ajenas:/ mi suerte es sólo mía, y no le incumbe/ el rastro de una estrella diferente». Y este poema  que me hace recordar al poeta neerlandés Menno Wigman cuando escribe en «Jeunesse dorée»: «He visto las mejores mentes de mi generación/ desangrarse por una sublevación que no ha llegado», unos versos que imitan los de Allen Ginsberg, otro beat, en «Howl»: «He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, muriendo de hambre, histéricas y desnudas», y que en «Estrellas errantes» López Bretones arroja su propia devotio: «Otros más jóvenes que yo hace tiempo/ que abandonaron de una forma absurda/ esta escenografía banal de luces falsas».

Otra vez la poesía es la resurrección de la lírica y de su poeta que, como el «Lázaro» del poema de Luis Cernuda y más aún el del Nuevo Testamento al que Cristo revivió, ha vuelto a escribir y a caminar con paso firme y como si nunca le hubiese acariciado la Muerte del silencio poético: Otra vez la poesía.

jueves, 17 de octubre de 2024

RUTE (CÓRDOBA): PRESENTACIÓN DEL POEMARIO "FLORES ENFERMAS"

El próximo sábado 19 del presente mes de octubre (D. m.) haré una nueva parada en la presentación de mis Flores enfermas, esta vez en la Biblioteca Municipal de Rute (Córdoba). 






viernes, 19 de abril de 2024

FARO DE MESA ROLDÁN (CARBONERAS): PRESENTACIÓN DEL POEMARIO "FLORES ENFERMAS"



© Eva M. Gómez Gómez

El pasado sábado 13 de abril estuve presentando en el Faro de Mesa Roldán (Carboneras) mi último poemario: Flores enfermas.

Con Miguel Vega (centro) y Mario Sanz (derecha)

Invitado por la Asociación de Amigos del Faro de Mesa Roldán, y bajo la cálida hospitalidad y eficiente coordinación de Mario Sanz, su torrero («el último farero de Mesa Roldán», como él se autodenomina, algo que es absolutamente cierto) y también escritor, disfrutamos de un mediodía de ensueño en un lugar de incomparable belleza, rodeado de algunos conocidos y otros a los que conocí in situ, en un acto que congregó a medio centenar de personas.



Fue el propio Mario quien hizo una breve introducción, y el escritor y amigo Miguel Vega quien realmente hizo la presentación del evento con una certera explicación de mi poesía en general y del poemario en particular, junto a la sombra que en un principio nos regalaba el edificio que alberga el faro mientras la luz del sol iba ascendiendo y el azul del mar parecía fundirse con el horizonte y éste a su vez se confundía en un cielo ausente de nubes. 

Las fotografías fueron tomadas por Eva M. Gómez Gómez. 

© Eva M. Gómez Gómez


© Eva M. Gómez Gómez


© Eva M. Gómez Gómez

jueves, 18 de abril de 2024

"MÁS DE VEINTE PEQUEÑOS SOLES BAILAN SOBRE EL AGUA". PEQUEÑA ANTOLOGÍA POÉTICA DE PIERRE KEMP

Los elementos de los que hace uso el poeta neerlandés Pierre Kemp (1886-1967) para interpretar el mundo y su interior, son los astros, los colores, la luz, la muerte, las plantas, los animales, la noche o el río Mosa. Las palabras de sus poemas ruedan como movidas por los raíles del tren de ida y vuelta al que se subía a diario, reflexionado sobre su propia existencia, pero de manera natural, como el juego más rudimentario de un niño, sin absurdos adornos y casi en silencio para captar los colores de los paisajes que contempla en una zona fronteriza del sur entre los Países Bajos y Flandes.

ANTONIO CRUZ ROMERO


Autor: Pierre Kemp
Traducción: Antonio Cruz Romero
Fotografías de cubierta e interior: Eva Gómez Gómez 
Idioma original: Neerlandés
Editorial: Atonaal, nº 10 (revista) 
Páginas: 32 
Fecha de edición: Abril 2024

jueves, 7 de marzo de 2024

ASÍ SE FUNDÓ EL DAM SOBRE EL AMSTEL (2019)

ASÍ SE FUNDÓ EL DAM SOBRE EL AMSTEL (2019)

Así se fundó Carnaby Street
LEOPOLDO MARÍA PANERO


Entro ex professo en una taberna de viejos lobos de mar, junto a un canal en Chinatown (soy Jake Gittes, detective privado), Quartier Putain, ni un turista: el lugar preciso en el que explosionó la ciudad principal del Inferno. Abro sus puertas batwing con ambas manos: plano detalle de cada una de las miradas ciñéndose contra mi esqueleto: me he dejado crecer un espeso bigote, por lo que pueda acontecer, como el de Wyatt Earp en el tiroteo del O.K. Corral de Tombstone. Los presentes están sentados sobre el big bang amstelodamum y me miran con la curiosidad con la que se observa al extranjero, todos se conocen y les confunde que hable su idioma y mi aspecto sureño. Sus tatuajes arrugados por el sol ―los míos ocultos bajo la ropa―, su acento aguardentoso, del Mokum, sentenciarían los de «El Lugar», cuando me percato de mi inferioridad de canas. Mi entrada al tugurio es como un Cristo versus Arizona, frente a un vulgar coffee shop que en nada se asemeja a los mágicos fumaderos de opio que frecuentaba el sifilítico Baudelaire, el suicida Nerval o Slauerhoff el tísico. Tampoco guardan estos antros relación alguna con aquel escandaloso viaje-huida a Londres de Verlaine y Rimbaud, poseído por el hachís, una temporada en el infierno: poco después, a orillas del Támesis, se transforma en un opiófago vampirizado. Intuyen que también soy marinero, pero de alta montaña, me vengo arriba y hago el gesto de sacar la pipa, pero la tabernera, dos metros de altura bajo el nivel del mar, se acerca amenazante y la dejo quieta en el bolsillo: «Ni se te ocurra tocarla», leo en sus ojos. El local es un sosias dark version del Louis's, el restaurante en el que Michael Corleone mató a Sollozo y al capitán de la policía McClusky, por lo que probablemente también me hayan dejado en la cisterna del aseo una pistola. En un póster junto al water closet aparecen los últimos ganadores del campeonato de bebedores de cerveza, como una suerte de mitología griega abreviada, me tiro un farol: «Podría beber más cerveza que cualquiera de vosotros», cara de póker generalizada, y acto seguido se carcajean histriónicos, les miento a Michiel de Ruyter en Siracusa al servicio de la Corona española y sin pausa contraataco hablando del concepto de sustancia según Spinoza, «ebrio de Dios» cito a Novalis, me adentro en el área con la negación de la dualidad mente-cuerpo en un dedo, pero desde la barra un tipo con bigote blanco (un abrebotellas al cuello) afirma ex cathedra que Messi es Dios, “niet God maar wel een god” («no Dios sino un dios») puntualizo. “Je suis l'étranger”, medito recordando a Camus cuando il menssagero de Amazon entra al garito como Johann S. Bach lo haría por su casa. «En el Sur se muere mejor», proclamo a los cuatro vientos a modo de Profecía antes de pagar arrojando mis últimas monedas sobre la barra de madera encharcada: Bring Me the Head of Alfredo Garcia, y se ponen serios, touché, Van Broncas se me arrima como un Miura ensangrentado, me encomiendo a san Bonifacio en la batalla final al amanecer y acto seguido me acuerdo de Gallito empitonado mortalmente en Talavera de la Reina, ¡Robert Johnson que estás en los cielos, a esta ciudad le quedan cuatro días, lo sé, y la odio con locura enfermiza, eso también lo sé y también lo saben ellos! 

P.S.- Cuando me marcho dejando una estela de espuma a mi paso se abren las encarnadas cortinas de los escaparates de los lupanares, no hay agujas de pinos sino agujas de yonkis en el suelo hundido, y la esclusa del sol se desangra en el horizonte de lo inmortal. Álea iacta est. Amén, amén.

Ámsterdam, verano de 2019




VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (2019)

 VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (2019)

(Louis-Ferdinand Céline)

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente.
LUDWING WITTGENSTEIN 

Día de lluvia cargada de rabia. Me levanté a las 6 h siguiendo mis propias instrucciones para un amanecer: un tranvía, el metro y al fin el autobús. Llevé al colegio a mis hijas, un encuentro de apenas un minuto, dos, a lo sumo. Me despidieron con un húmedo beso que dejó mojada mi mejilla pero pronto la saliva se fundió con el agua de la lluvia: ya sólo somos sombras en un charco.  


Me subo al primer tranvía que encuentro. Llueve como siempre, con extática virulencia, como una suerte de ataque ad hominem, pero no me importa. Llevo los pies chorreando desde que a las 6:30 h salí del hotel y juré en arameo al pisar el primer charco: el resto es Historia. Nunca como aquí he sentido la decadencia humana, me viene a la mente Thomas Kempis: "Contemptus mundi" («menosprecio del mundo»), y retuerzo el título de su mayor obra: "De Imitatione Baudelaire" hasta recordar el verso de Roger Wolfe «El mundo es tan gris como mi asco». Tampoco como en estas calles he sentido tanta ira. En esta ciudad sencillamente malvivo: catorce horas al día fuera del hotel, un flâneur en grado sumo; llevo mucho tiempo siendo un bohemio al filo de la navaja. De día me alimento a base de plátanos, zumo de cebada recién ordeñado y alguna hamburguesa grasienta que saco de los dispensadores automáticos que encuentro por los callejones: dead end; por las noches paladeo con tanto placer la comida (principalmente sushi) como lo haría el ajusticiado horas antes de colocar su cabeza bajo la guillotina. Si no estoy en la Casa del traductor o la habitación del hotel no dispone de microondas y me apetece comer algo diferente, compro pasta ya cocinada y caliento el blíster bajo la ducha caliente, pero siempre queda tibia («Porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca»: APOCALIPSIS); he aprendido las técnicas más superlativas de la supervivencia; he mapeado todos los hediondos urinarios públicos adornados de grafitis junto a los canales donde se drogan los yonkis; me sé de memoria las paradas de cada línea de metro y tranvía como las mismas líneas de la palma de mi mano. He sobrevivido gracias al calor de las librerías, que conozco una a una y también a sus libreros, que me tienen reservado algún libro desde meses antes. Voy a la librería Scheltema en busca de techo y siempre sigo la misma rutina: dejo la mochila sobre la mesa de la 3ª planta, doy los buenos días con acento belga a los empleados, saco mi libro y el cuaderno de notas; me acomodo sin quitarme las gafas de sol: Ray-Ban tendría que haberme hecho un contrato de imagen hace ya 30 años. El personal me saluda, me conoce; me río imaginando quién pensarán que soy, quizá creen que un jefe indio, por mi estricta rutina, por mi movimiento errante, acaso el chamán de una tribu de un solo miembro, no, no, es imposible, todo es imposible, yo soy imposible, pero aun así ayudo a los clientes a buscar el libro que no encuentran, eso sí es factible. 


En esta ciudad es donde más he sentido la locura, donde jamás he pasado tanto frío como bajo este cielo plomizo: he dormido en los aeropuertos, me he desesperado en las paradas sin marquesinas con el rostro cubierto de hielo y he perdido trenes y aviones; la ira es mi pecado capital favorito, pero por supuesto no me pido perdón, porque es combustible, es napalm en vena. Aquí me ha salvado el olor del papel de las librerías de segunda mano y los epitafios labrados en las lápidas de los camposantos; las obscuras tabernas de Chinatown, leer a los poetas malditos, la última voluntad de los suicidas y escribir esquelas de personajes imaginarios; acudir a las iglesias ha sido mi mayor auxilio: sería obligatoria su apertura 24 horas al día, o al menos que siempre existiese de guardia una; no necesito confesor. Ayer fui a escuchar misa a la basílica de san Nicolás bajo una nube de gaviotas, y atravesar su portón me hace sentir paz, no sólo conmigo mismo, sino con la condición humana, de la que por desgracia también soy parte: la insoportable levedad del ser. Cuanto más amenazado me siento, más crece mi fe. 


En un bolsillo del abrigo llevo el Evangelio de San Juan («Verbum caro factum est») y en el otro un librito en miniatura de las Flores del mal de Baudelaire en inglés completamente subrayado: «No busquéis más mi corazón, las bestias lo han devorado» (si no fuese tan voluminoso portaría igualmente el Museo de Cera de J. M. Álvarez, y a Poe, y los sonetos de Shakespeare, los sermones de John Donne, los poemas más hirientes de Roger Wolfe, a Keats, Tumbas de Nooteboom, el Eclesiastés... una biblioteca andante). El filósofo pesimista E. Cioran (hijo de un pope rumano) y asiduo en mis lecturas («Sin una pizca de locura el lirismo es imposible») vivió en condiciones precarias en una diminuta buhardilla de París casi toda su vida, como Samuel Becket, me encomiendo a ellos y me recreo imaginando en qué estado estarán ahora todos esos cuerpos bajo tierra, sólo despojos envueltos en coágulos de barro, raíces y gusanos, el de Menno Wigman (lo visitaré mañana) enterrado junto al Amstel ya podrido, las cenizas de Slauerhoff, el corazón de Shelley, la pierna cojeante de Byron, Keats y el mechón de su amada con el que fue inhumado o el cuerpo decapitado de Paul Snoek tras chocar con su vehículo. 

Desde siempre me ha gustado la noche, pero no dormir porque lo considero una pérdida de tiempo y, para colmo, sufro constantes pesadillas; Raúl Zurita afirma en un poema que «la noche es el manicomio de las plantas», no le falta razón, pero a mí me produce placer deambular en plena obscuridad y mientras tanto recitar unos versos, que me sé de memoria, del poeta expresionista austríaco Georg Trakl (que terminó suicidándose con una sobredosis de cocaína): «Sobre negra nube/ cruzas ebrio de opio/ el estanque nocturno». Soy un vampiro, y la noche me revela, soy el tormento y el éxtasis, según me dicte mi cabeza. Me apasiona regresar lentamente al hotel por los callejones más turbios, salvajes y siniestros, sentir el gusanillo del peligro en este Pandæmonium (sinopsis de Las Vegas) mientras alterno en mi dispositivo las cantatas de Bach ("Ich habe genug./ Mein Trost ist nur allein,/ Dass Jesus mein und ich sein eigen möchte sein"), los saxos sublimes de Charlie Parker y Ben Webster, la música dark romantic de Depeche Mode, algunas partes del Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria y las guitarras estridentes de Guns N' Roses, repito una y otra vez "One of These Days" de Pink Floyd y desintegro el "Sympathy For The Devil" de Sus Satánicas Majestades; mi eclecticismo es una tabla de salvación. Me acompaña una bandada de petirrojos, varias urracas y un mirlo; un cuervo se posa en mi hombro, me habla ("Nameless here for evermore"), echo de comer a los gatos que salen a mi paso (algún día vivirá conmigo uno y lo llamaré Pluto y estará tuerto), me envuelvo en el olor del hachís que emana de los fumaderos, contemplo los escaparates de carne enmarcados en luces de neón, los vendedores de paraísos artificiales (los mercaderes ofrecen sustancias adictivas bajo el nombre del filósofo Karl Popper), el olor a comida basura; es maravilloso degustar la violencia humana, la venta de almas como hizo Fausto con la suya; "It's a Sin City", me digo. Me escribe Roger Wolfe; le cuento mi deambular por esta ciudad: podríamos escribir alguna pieza à quatre mains


Desde que abandoné el hotel tenía los pies congelados por la lluvia y ya no los sentía, por lo que a mi regreso pasé por la Biblioteca Central, y como un vagabundo me despojé en el aseo de los calcetines y los sequé bajo un secador de manos. No me vio nadie, pero no hubiese sentido vergüenza si alguien me hubiese observado: lo que me produce bochorno es ser miembro numerario de un mundo podrido y pertenecer a esta sociedad prostituida. A los pocos minutos volví a padecer el helor de las botas mojadas, así que decidí pisar todos los charcos que encontraba a mi paso para que los pies quedasen definitivamente anestesiados. Retrospectiva en el Eye Film Museum del cineasta y disidente ruso Andrei Tarkovski (1932-1986), que en una entrada de su diario del 9 de abril de 1982 escribe: «¿Cómo puede vivir el hombre sin Dios? Sólo si se convierte en Dios; pero no puede convertirse en él...». He visionado toda su filmografía en varias ocasiones: cada fotograma es un verso y sus películas hermosísimos poemas.



Odiar esta ciudad es una labor fácil que para colmo trabajo a diario con ahínco; hablo el idioma de los autóctonos para que no se crean más que yo: los españoles somos un pueblo orgulloso, y eso es una seña de identidad que jamás debe perderse, como aquí hicieron noblemente los Tercios en las peores condiciones, y llegan a mi mente la vida de esos soldados, algunos de ellos mercenarios, sus densos bigotes congelados, escondidos junto a los ríos para entrar en acción, entumecidos por el frío... pensar en sus escaramuzas me sube la moral; sé que piso las cenizas de aquellos que cayeron noblemente en combate, pero yo aún sigo en pie. Desde entonces a los niños de estas hundidas tierras, para asustarlos, les advierten que si salen solos se los llevará el Duque de Alba, el hombre del saco de los herejes. Cuando el rey Felipe II envío al general a estos húmedos páramos y sus habitantes se quejaban, les respondía sin titubear: «Si os disgusta mi religión marcharos a otra tierra»: Deo patrum nostrorum.

Sólo pienso en regresar a la Luz del Sur, pero cuando me marcho siento remordimiento por la ansiosa necesidad de dicho deseo, por ellas y su incomprensión, pero me encomiendo a la redención ajena porque no existe nada por lo que yo tenga que pedir perdón y nadie me podrá imputar nunca nada: si mis hijas sabrán entender y valorar en el futuro este esfuerzo lo desconozco. Rendirme no aparece en mi diccionario bilingüe body & soul.

Y así cierro otro día, observando por la ventana la lluvia centelleante contra el lienzo de obscuridad de la noche y el sonido del tic tac de mi reloj de bolsillo... hasta que dejo caer la cabeza sobre una montaña de libros. En esta ciudad mi insomnio no diagnosticado se acentúa, pero soy mitad monje y mitad soldado. Escucho tronar los reactores de un avión horadando las nubes ensangrentadas del cercano aeropuerto: creo que puede tratarse de un Boeing 737-800; es el mismo que me trae y me lleva sobre sus alas de luz eléctrica.

hay una luz en algún lugar
puede que no sea mucha luz pero
vence a la obscuridad
CH. BUKOWSKI 

Día de los Muertos. Ámsterdam, 2019.


jueves, 25 de enero de 2024

PRESENTACIÓN DEL POEMARIO "FLORES ENFERMAS"

 PRESENTACIÓN DE FLORES ENFERMAS 

(18/I/2024)


DIEGO MARTÍNEZ. 22 Enero, 2024 - 21:11h

El pasado jueves se presentó en la Librería Picasso de Almería el nuevo poemario de Antonio Cruz Romero titulado Flores Enfermas, publicado por la editorial cántabra Libros del Aire, dirigida por el poeta Carlos Alcorta, en un acto que estuvo presentado por el también poeta José Luis López Bretones y que contó con la presencia de un numeroso público.

Flores enfermas es el quinto poemario de Cruz Romero (María, 1978), que es a su vez narrador, neerlandista y traductor, terreno en el que ha vertido a nuestro idioma a medio centenar de poetas flamencos y neerlandeses y está considerado el traductor más activo e importante de poesía neerlandesa contemporánea en lengua española, no en vano Antonio Cruz es miembro de la sección de poesía de la Dutch Foundation for Literature y ha sido becado en varias ocasiones como "Translator in residence" en la Casa del traductor de Ámsterdam.

Cruz Romero es, en palabras de López Bretones y en relación a su poemario “un mitómano, un adorador de mitos cinematográficos, musicales, literarios y fantásticos, y en el libro aparecen el vampiro, el licántropo, la misantropía romántica, las escenografías góticas o los amores eternos que viajan por los océanos del tiempo hasta encontrarse”, un poemario articulado por elementos redundantes como el amor, la muerte, las derrotas y la victoria, las leyendas, las aves, los vampiros y los cementerios, que como bien apunta López Bretones, “son mitos culturales asentados a lo largo de los siglos por una tradición extensa y fecunda, mitos de la tradición occidental que surge de tres ejes nucleares: Atenas, Roma y Jerusalén; y a su vez hablamos de dos mitos fundacionales: la culpa y la redención, y todo ello forman parte de este libro”.

López Bretones señaló que “Antonio Cruz se muestra más partidario del mythos frente al logos, es decir: más partidario de lo simbólico, de lo irracional, de lo dionisíaco que de la razón positiva que sistematiza y que da luz a las sombras. Antonio Cruz es un poeta del Romanticismo mucho más que de la Ilustración, y a pesar de sus querencias tomistas se inclina más por Tertuliano, a quien cita en el libro, y que afirmaba “Creo porque es absurdo”, pues el carácter del personaje poético de Antonio Cruz es un personaje apasionado, un personaje arrebatado, un personaje atormentado, como lo eran los románticos ingleses, como lo era Menno Wigman y como lo es también dentro de la poesía contemporánea española Roger Wolfe, que es uno de sus referentes literarios y además amigo personal de un Antonio Cruz que no es partidario de arrojar luz sobre las sombras sino de las sombras y de toda la iconografía que acompaña a las sombras: las brumas, los cementerios, las lápidas, los cuervos, con Edgar Allan Poe al fondo y, en general, todo lo que indique decadencia e incluso putrefacción, y con toda esta iconografía sin duda está haciendo referencia a esta nuestra sociedad que se deshace ante nosotros a pasos agigantados y que muestra por todas partes signos de acabamiento y de fermentación cadavérica”, dijo López Bretones.

La estética y poética del poemario se mueve entre el culturalismo y el romanticismo inglés con su amor por la naturaleza y los pájaros, y por otro lado claramente influido por la cultura pop, el cine y en especial por el malditismo de los poetas del siglo XIX en donde se perciben ecos de Poe, Wordsworth, Keats o Baudelaire, pues no en vano Flores enfermas es una suerte de homenaje a éste último, en el que el poeta de este poemario, un ser radicalmente misántropo, destapa la decadencia y miseria del mundo y sólo se refugia en aquello que le es fiel, auténtico y le ofrece protección.

A modo de conclusión, López Bretones terminó su intervención afirmando que Flores enfermas es “un libro casi blasfemo (como fue considerado en su día Las flores del mal de Baudelaire), un libro salvaje, un libro duro, cortante como un filo, un libro aquejado de la enfermedad de la poesía y cuyas flores contienen un sigiloso veneno que hay que tomar a pequeñas dosis o morir; o morir de romanticismo”.

Diario de Almería (23/I/2024)

FOTOGRAFÍAS: Eva M. Gómez Gómez