lunes, 25 de agosto de 2025

ALCALÁ NORTE: ¿LA MEJOR BANDA DE EUROPA?

Asylums with doors open wide 
Where people had paid to see inside 
For entertainment they watch his body twist 
Behind his eyes he says, "I still exist"

«Atrocity Exhibition», IAN CURTIS/JOY DIVISION

ALCALÁ NORTE será (o quizá ya lo sea) el mejor grupo de post-punk/hard rock/underground, etc. (añadan aquí lo que les plazca) de Europa (sí, de toda Europa), sacudiéndose esa etiqueta empalagosa y para algunos grupos lastrante que responde al auto-ungido sacronombre de indie, que parece que todo lo abarca (o tendría que hacerlo por algún dogma cuasi religioso). 

Escribo esta crónica inesperada a merced de la falta de sueño, de la espuma de cerveza y la calima de este lunes radical, porque tuvimos que esperar hasta el último momento, tres largas noches (en jornadas con alguna luz y otras tantas sombras, como en todo evento musical de este tipo), para poder disfrutar en directo de ALCALÁ NORTE, y lo hicimos bajo una ráfaga de lluvia sin apenas agua y con tintes apocalípticos, entre el rojo polvo desértico que arrastraba el viento y con el telón a punto de caer. ALCALÁ NORTE ha sido, con una diferencia tan insultante que roza el uppercut y posterior KO, el mejor grupo que ha pasado por esta edición del Cooltural Fest de Almería; pero también es el mejor grupo que pasará por cualquier festival de música, piensen en el que piensen, por ello resulta incomprensible que la organización los relegase al último día y al tramo final de conciertos.  


No es fácil, no; no es nada sencillo anclarse en este universo polisaturado de todo (y a la vez henchido de pura mediocridad y de nada) como banda de rock, y más hacerlo con letras versales y en negrita. Los ingredientes nos los sabemos de memoria, desde el melómano y el más sublime crítico hasta el aficionado con un mínimo de discoteca en su sala de estar o en el teléfono móvil (pero no por saber sus ingredientes y la receta a cualquiera le sale perfecta la paella o el cocido madrileño, ¿verdad?). 

Cómo será la dimensión de ALCALÁ NORTE, que su tema más conocido hasta hace unos meses, el pegadizo «La vida cañón», se traduce en algo ligeramente comercial si se compara con el universo creador del grupo, una composición que sirvió como buen reclamo para apuntalar su imparable proyección y que personalmente ya es el que menos me sublima de todos los cortes del disco que vio la luz el año pasado, hasta el punto de que alguno podría pensar que es prescindible, pero aquí nace la verdadera paradoja: sólo con una canción como «La vida cañón» podrían sobrevivir la inmensa mayoría de grupos durante toda su existencia musical. 

Efectivamente: la clave radica en la letra y en la música («me gusta la música, pero no la letra», escuchamos en las barras de los bares, en la sala de espera del médico, en la puerta del tanatorio), y ambos elementos deben articularse como el mecanismo de un preciso reloj, pues de ese equilibrio depende no caer al vacío de la intrascendencia y de la Nada, el horror vacui, la insoportable levedad de no ser, subordinados a ese contrapeso y armonía, pero también a algo más, a mucho más, acaso de eso que los flamencos llaman «duende» o mejor de la urgente necesidad de las musas del sifilítico Baudelaire, y ALCALÁ NORTE ha destapado la lámpara del Genio y nos topamos con letras que no caen jamás en el vórtice de la rima facilona ni en los vomitivos ripios, perpetradas (a boca armada) con una sorprendente profundidad cultural, histórica y filosófica (aunque no esté completamente de acuerdo con la semántica discursiva), y por supuesto con una música que se construye con un sonido salvaje y visceral que se amplifica en sus directos, ritmos marcadísimos que rozan lo marcial y obscuras atmósferas que se empapan de todo lo antiguo que ha dado la buena música en este último medio siglo, en trincheras sin fondo de técnica y estética musical en las que se palpan ecos de Parálisis Permanente, Joy Division (escuchen con deleite su disco póstumo Closer para saber de lo que hablo), el humor, la acidez y crítica social de Siniestro Total o Ilegales, a los que superan, se nos aparece por momentos The Cure, el industrial metal de Rammstein y su puesta en escena, la parte dura de Barón Rojo, The Smiths (pero a través de la voz y presencia de Germán Coppini), Los Planetas (y su disco Super 8) y hasta unas dosis (pequeñas) de britpop.


Hay momentos en la vida, muy escasos, en los que toca creérselo, o como dijo Sam Spade en El halcón maltés: «Somos de la materia de la que están hechos los sueños, y nuestra pequeña vida está rodeada de un sueño». No es por el exceso de cerveza de estos días ni por mi insomnio, ni por esta insufrible humedad, ni tampoco por estas partículas de tierra en suspensión que dificultan la visión; no: ALCALÁ NORTE, con mayúsculas (y en negrita), es la mejor banda de (lo que ellos quieran ser) de Europa.

domingo, 10 de agosto de 2025

EL DÍA QUE CONOCIMOS A STEVE AOKI Y PROBÓ UNOS CALLOS PICANTES

Hace unos días estábamos en la terraza de un bar desayunando media tostada de tortilla patria frente a una playa paradisíaca, completamente vacía, cuando observo que no nos quita el ojo de encima un tipo larguirucho, rasgos orientales y de larguísimo pelo lacio. Al poco de estar sentados se dirige a nosotros:

—Pero ¿es que no me conocéis? No me lo puedo creer. ¿De verdad que no? —preguntó sonriendo.  

Y yo, que tengo fama de buen fisonomista, pensé en todas las tiendas de chinos a las que acudo a comprar incienso, en el japonés donde el sushi y en el disidente norcoreano enemigo de Kim Jong-un que vende piezas de segunda mano de KIA (marca de automóviles de Corea del Sur), pero nada. 

—¡Sí, claro! —disimulé, pero el otro, curtido en mil noches y resacas ibicencas, se dio cuenta al instante de mi engañifa y que no tenía ni la más mínima idea de quién era y se puso a hacer eléctricos gestos con ambas manos sobre los platos que había sobre su mesa. 
—Steve Aoki, coño, ¡soy el mismísimo DJ Steve Aoki! —dijo con entusiasmo abriendo los brazos y sin mostrar ningún atisbo de decepción por nuestro grave desconocimiento. Raudo busqué su nombre en internet, por si en realidad fuese algún personaje del programa Humor Amarillo, pero efectivamente era quien nos aseguraba ser. 

Y a pesar de ser asimismo un acreditado melómano, no conocía nada de su música, pero tampoco quise confesarle abiertamente que no me gustaban los pinchadiscos, por lo que seguí haciendo mi papel al tiempo que silbaba lo primero que se me vino a la cabeza cargando la melodía de ritmo discotequero chunga-chunga y ayudándome de los cubiertos y el plato para generar aún más ruido y confusión. El diyey se puso entonces a hablar con el camarero, señaló nuestra mesa, y a los diez minutos éste le trajo una enorme tortilla de patatas hecha con al menos una docena de huevos de gallinas camperas. 


—Pues para desayunar son aún mejor los callos muy muy picantes; no te marches sin probarlos, Steve —ya lleno de confianza me hice el interesante pensando de paso en el poema de Fernando Pessoa—, «tripes», «corns» —le aconsejé recordando las palabras correctas en inglés mientras Aoki abría los ojos como platos occidentales.
Oh, thank you very much, thanks, my friend; it will be the next thing I order to eat —contestó agradecido por la recomendación—. Me habéis caído bien incluso sin que me conozcáis, que os he pillado, 'joputas —dijo guiñando un ojo al tiempo que esbozaba una sonrisa y aparecían unos perfectos dientes de virginal blancor—. Esta noche pincho en el Dreambeach Festival; aquí os lo apunto—, y nos escribe su número de teléfono en una servilleta de típico bar español, de esas que absorber y limpiar poco, pero que tampoco esperes encontrártelas fuera de la península—. ¡Llamadme y entráis conmigo al recinto y así me escucháis darle estopa a los artilugios! —exclamó con un buen trozo de tortilla en la boca y repitiendo los mismos gestos que hizo con las manos cuando se nos presentó. 

Esa misma tarde, antes de la cena, comencé a padecer una fiebre muy alta que durante la noche me sumergió en esa surrealista colección de delirios y pesadillas que suelo sufrir en estos casos, presenciando una legión de guerreros chinos de terracota a mi alrededor saltando enloquecidos sobre la cama, arrancando mi almohada y llevándome en volandas por toda la casa como si estuviese muerto y corpore insepulto mientras escuchaba nítidamente el retumbar diabólico de la música de Steve Aoki a 20 km de distancia. 

Al día siguiente de la actuación de Aoki las crónicas periodísticas explicaban que durante el concierto el disyóquey no paraba de repetir los callos: «los callos, los callos», decía entre canción y canción. 


(8/VIII/2025. Sueño delirante de una noche de verano bajo de los efectos de la fiebre.)

jueves, 7 de agosto de 2025

EL VERANO Y TENNESSEE WILLIAMS


«LAWRENCE.—La cama es un sarcófago. Cuando me acuesto no sé si me voy a levantar.»
Me alcé en llamas, gritó el Ave Fénix, T. WILLIAMS


Detesto los veranos del Sur, salvo por el largo tiempo de asueto que me permite leer un libro tras otro, varios libros a la vez, abandonarlos, coger otro y a mi antojo volver a los anteriores. Una película de cine negro de madrugada, la música de Chet Baker, Billie Holiday o Samuel Barber, Satie y Charlie Parker, Bach, Ben Webster, Antonio Carlos Jobim. Lo repito: me sienta mal el verano en el Sur (el Sur como territorio indefinible, sin adscripción a ningún país pero que pertenece a éste en el que habito: El sur es un sitio grande, escribió Roger Wolfe), la enfermiza supuración de personas por doquier que ansían el contacto social que aborrezco, conversaciones banales y  tediosas, las tribus invasoras, acentuación de mis aversiones y misantropía en grado sumo, las rarezas y manías en carne viva, el deseo de soledad mínimamente compartida y la compañía controlada que me aporte algo interesante, aunque sea una palabra, una sola palabra.

Un bloody mary con un libro entre las manos sintiendo clarividente el anochecer, leer la sección de necrológicas en el ABC, un concierto inspirador y sanador al mismo tiempo, el sonido constante del repiqueteo de la máquina de escribir de Faulkner; prefiero la melancolía de los breves días del otoño y la lluvia del invierno, escasa también en el Sur, y aun así necesito la luz del Sur (en contraposición a la obscuridad del Norte que tanto he sufrido, ¡pero en cambio allí existen los veranos que me gustan): radical paradoja. El médico ya me advirtió: evitar las playas, infestadas de sombrillas como hongos alucinógenos, los niños con sus balones y raquetas, los padres consentidores y negligentes, la pegajosa arena entre los dedos: el mar sigue existiendo todo el año, la vida entera, porque es eterno, y resulta más hermoso en los meses sin calor: ¡¿qué necesidad tiene uno de visitarlo ahora?! (y aun así nunca estarás a salvo de todo ello, me avisó también la doctora). Mi resistencia a echarme en brazos de Morfeo gracias a mi natural hiperactividad, y el insomnio, son un verdadero regalo: el sueño y la cama se erigen como un problema de debilidad humana que estrangula la creatividad, un trauma que se repite día a día como un tajo a todas luces inoportuno. Nunca podré entender a quienes se van a dormir pronto y se levantan tarde, ni a quienes se acuestan tarde y tarde ponen los pies en el suelo simplemente por holgazanería, aburrimiento; en resumen: por insensata ociosidad.

Queda claro entonces con la presente diatriba que odio el verano de este Sur, pero no es lo que quería decir y al final me he visto obligado a escribir: el verano también me hace pensar en otro sur, en Nueva Orleans, Jackson, San Luis o Memphis, en Luisiana y en Misisipi, y me sobreviene una irrefrenable inclinación a releer alguna de las obras de teatro de Tennessee Williams, soberbio y exultante como el mismísimo sol de todo Sur.


Decir algo novedoso sobre Tennessee Williams (1911-1983), uno de los dramaturgos más importantes e influyentes del siglo XX, sería como ponerme a hablar ahora del movimiento de traslación​​ de la Tierra; todo está dicho y bien explicado. Sí que podría apuntar que bajo mi punto de vista existen dos momentos cruciales (o al menos como célula generatriz) en la vida de Williams que se reflejarían posteriormente en su obra: por un lado que a los cinco años de edad contrajese la difteria y su madre le leyese a Shakespeare y a Dickens, y por otro que Williams fuese hijo de un padre violento y alcohólico que se ausentaba  constantemente del hogar por motivos laborales. Sobre el primer aspecto hallaremos puntos comunes con los escritores anteriormente citados en los libros del dramaturgo norteamericano: la profundidad psicológica de los personajes y ese realismo crudo que tan bien plasmó en sus páginas, sin olvidar cierto desarraigo y hasta orfandad por la continua ausencia paterna y el infeliz matrimonio de sus padres.  


En la obra de Tennessee Williams nos encontramos con un amplio abanico de conflictos en lo que respecta a las relaciones humanas, en especial las sentimentales, pero superando la manida dualidad hombre-mujer y enmarcados en el rico entorno sureño que tan bien conocía el escritor, y todo ello sin olvidar las luchas raciales de una época que le tocó vivir en primera persona. El sentimiento de fracaso y culpa por el daño causado al prójimo es un leitmotiv primario en sus obras, impregnado a su vez por cada uno de los siete pecados capitales y la inigualable descripción que hace de sus personajes, la decadencia, el deseo y los más bajos instintos, el perdedor, abocado de manera irremediable al abismo, sin poder escapar de un destino que ya está escrito y resulta inamovible; el descenso a los infiernos del ser humano, la femme fatale o simplemente una pobre mujer poco amada que de manera directa o indirecta conduce al hombre a la tragedia sin que en ello exista ningún atisbo de misoginia, no, no como una concepción actual, sino más bien como un mito de Orfeo y su desgracia que se repite una y otra vez.


¿Quién no recuerda las legendarias versiones que de sus libros nos ofreció el cine? La rosa tatuadaUn tranvía llamado DeseoBaby DollPiel de serpiente (La caída de Orfeo como obra dramática y Batalla de ángeles en su primera versión en prosa), Dulce pájaro de juventud, y hasta una adaptación en España de El caso de las petunias pisoteadas, y así hasta superar la treintena. Nada se presta mejor al Séptimo arte como una obra de Tennessee Williams, y sin que a pesar del paso de los años pierda vigencia o frescura. Creo que es importante destacar que muchas de las obras dramáticas de Williams fueron en su origen relatos cortos, como por ejemplo El zoo de cristal, La gata sobre el tejado de zinc caliente o La noche de la iguana (todo ellas igualmente adaptadas a la gran pantalla), como una especie de fogueo estilístico, y el verano, ¡ay, el verano!, tanto por aparecer en los títulos como por el contexto lo encontramos en reiteradas ocasiones: Verano y humo, Verano en el lagoEl desfile o acercándose al final del veranoDe repente, el último verano, o Clothes for a Summer Hotel.  


Muchos de ustedes, fanáticos cofrades del soporífero verano, desconocen que los escritos de Tennessee Williams huelen al mismísimo calor de estos meses, una obra pergeñada de un lenguaje exuberante y sensual y cargado de una fascinación y magia primitiva que traspasa las (en apariencia) acotaciones propias de la dramaturgia. Pero Tennessee Williams, que acarreaba problemas con el alcohol, no murió en verano, para regocijo mío, sino cuando el invierno casi tocaba a su fin, sin que haya quedado totalmente dilucidado si fue por asfixia, aunque sí parece claro que en su deceso influyó de forma determinante el secobarbital, un barbitúrico al que era asiduo consumidor y que asimismo hace acto de presencia en muchos de sus libros. Aparte de sus insuperables escritos, me sigue encandilando ese estilo sureño suyo de una elegancia tan antigua que ya no existe, su perfecto bigote, una forma de hablar propia del sur estadounidense, sus camisas y las largas boquillas que usaba para fumar tabaco frente a su inseparable máquina de escribir.


Dicho esto no esperen que componga una sinfonía con violines y tubas en honor al verano (acaso una saeta con carracas al ritmo de botafumeiro en Fu menor), y mucho menos que escriba un panegírico con la Underwood Typewriter, pero llegado a este punto tampoco un libelo, y no lo haré por amor y respeto a la obra de Tennessee Williams, porque el verano que aparece en sus libros es lo único que sirve para redimirnos en esta época. Pueden, si les place, arrojarme a una jauría de perros famélicos; puede cancelarme quien lo desee por lo que afirmo: piscineros, domingueros, playeros y bañistas de toda índole, amantes de las barbacoas caniculares ataviados con pantalón corto y en chancletas, adoradores incorregibles de las terrazas y de sus moscas pertinaces, del bronceado y del cloro en garrafón, de aquellos que dejan fenecer el tiempo bajo una sombrilla, los del sestear indolente y el aire acondicionado y el ventilador de pie o su variante cenital, ¡que sepan ya de una maldita vez que no, que las bicicletas tampoco son para el verano! Por ello que nadie me hable de veranos; quedan advertidos, salvo que sea para ensalzar al escritor nacido en el mítico y viejo sur de la otra orilla.