Hace unos días estábamos en la terraza de un bar desayunando media tostada de tortilla patria frente a una playa paradisíaca, completamente vacía, cuando observo que no nos quita el ojo de encima un tipo larguirucho, rasgos orientales y de larguísimo pelo lacio. Al poco de estar sentados se dirige a nosotros:
—Pero ¿es que no me conocéis? No me lo puedo creer. ¿De verdad que no? —preguntó sonriendo.
Y yo, que tengo fama de buen fisonomista, pensé en todas las tiendas de chinos a las que acudo a comprar incienso, en el japonés donde el sushi y en el disidente norcoreano enemigo de Kim Jong-un que vende piezas de segunda mano de KIA (marca de automóviles de Corea del Sur), pero nada.
—¡Sí, claro! —disimulé, pero el otro, curtido en mil noches y resacas ibicencas, se dio cuenta al instante de mi engañifa y que no tenía ni la más mínima idea de quién era y se puso a hacer eléctricos gestos con ambas manos sobre los platos que había sobre su mesa.
—Steve Aoki, coño, ¡soy el mismísimo DJ Steve Aoki! —dijo con entusiasmo abriendo los brazos y sin mostrar ningún atisbo de decepción por nuestro grave desconocimiento. Raudo busqué su nombre en internet, por si en realidad fuese algún personaje del programa Humor Amarillo, pero efectivamente era quien nos aseguraba ser.
Y a pesar de ser asimismo un acreditado melómano, no conocía nada de su música, pero tampoco quise confesarle abiertamente que no me gustaban los pinchadiscos, por lo que seguí haciendo mi papel al tiempo que silbaba lo primero que se me vino a la cabeza cargando la melodía de ritmo discotequero chunga-chunga y ayudándome de los cubiertos y el plato para generar aún más ruido y confusión. El diyey se puso entonces a hablar con el camarero, señaló nuestra mesa, y a los diez minutos éste le trajo una enorme tortilla de patatas hecha con al menos una docena de huevos de gallinas camperas.
—Pues para desayunar son aún mejor los callos muy muy picantes; no te marches sin probarlos, Steve —ya lleno de confianza me hice el interesante pensando de paso en el poema de Fernando Pessoa—, «tripes», «corns» —le aconsejé recordando las palabras correctas en inglés mientras Aoki abría los ojos como platos occidentales.
—Oh, thank you very much, thanks, my friend; it will be the next thing I order to eat —contestó agradecido por la recomendación—. Me habéis caído bien incluso sin que me conozcáis, que os he pillado, 'joputas —dijo guiñando un ojo al tiempo que esbozaba una sonrisa y aparecían unos perfectos dientes de virginal blancor—. Esta noche pincho en el Dreambeach Festival; aquí os lo apunto—, y nos escribe su número de teléfono en una servilleta de típico bar español, de esas que absorber y limpiar poco, pero que tampoco esperes encontrártelas fuera de la península—. ¡Llamadme y entráis conmigo al recinto y así me escucháis darle estopa a los artilugios! —exclamó con un buen trozo de tortilla en la boca y repitiendo los mismos gestos que hizo con las manos cuando se nos presentó.
Esa misma tarde, antes de la cena, comencé a padecer una fiebre muy alta que durante la noche me sumergió en esa surrealista colección de delirios y pesadillas que suelo sufrir en estos casos, presenciando una legión de guerreros chinos de terracota a mi alrededor saltando enloquecidos sobre la cama, arrancando mi almohada y llevándome en volandas por toda la casa como si estuviese muerto y corpore insepulto mientras escuchaba nítidamente el retumbar diabólico de la música de Steve Aoki a 20 km de distancia.
Al día siguiente de la actuación de Aoki las crónicas periodísticas explicaban que durante el concierto el disyóquey no paraba de repetir los callos: «los callos, los callos», decía entre canción y canción.
(8/VIII/2025. Sueño delirante de una noche de verano bajo de los efectos de la fiebre.)
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