Ámsterdam, julio de 2025
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Me encomiendo a Eneas: capítulo I de La Eneida: La tormenta y la llegada a Cartago. El éxito o el fracaso dependen de meras intervenciones humanas, y en ocasiones la mala praxis de la parte contraria resulta definitoria. ¿La Fortuna? Eso es otro cantar, al capricho de los dioses (que no de Dios).
Lluvia. 18 °C. Suelos mojados reflejando un cielo trémulo. En la tarde tardía nubes y sol alternándose en una lucha intestina en favor de las primeras. Viento y frío al anochecer. Ámsterdam en su eterno verano otoñal.
«Almanaque», poema de Javier Velaza (Castejón, Navarra, 1963). Lo leí a los pocos minutos de que despegase el avión, mientras el paisaje aún era montañoso, resquebrajado y del imposible color ocre del Sur. Su final me inquietó, haciendo mío el sentido del mismo como una argamasa con mis propias sensaciones. En ocasiones me invade la superstición, como esta mañana: no puede tocar el morro del avión antes de acceder a éste, como suelo hacer siempre, puesto que me obligaron a entrar por la parte trasera. Mi intuición se convirtió en otro verso más del poema.
Haber leído a Homero y Virgilio no siempre sirve para lo cotidiano.
Ámsterdam huele como el resto de ciudades del centro y norte de Europa: Londres, Berlín, Dublín, en Roma no tanto, en Atenas menos, acaso Lisboa aún siga manteniendo su esencia y en muchas ciudades de España también empieza a oler igual, a esa comida común sin identidad propia. Europa hace tiempo que ya no es Europa, que ha muerto, como anunciaron hace décadas Ilegales.
Una peluquería; el cliente lee The New York Times.
«Cuídate / de los días como estos, porque matan.» JAVIER VELAZA (El campamento de los aqueos, 2022), es una sinopsis perfecta de la jornada.
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Sol.
Zeeburg. Me siento en un banco a esperar lo inesperable, lo imposible. Siento la madera aún helada y abro el poemario que traigo en la mochila y leo unos versos premonitorios. Un cuervo me mira y comienza a graznar: quizá quiera decirme algo, que no lea, que me marche, que aquí ya no tengo nada que hacer. Y llega un mirlo, que trata de acercarse a mis pies, tímidamente, y cerca observo una pareja de urracas saltando entre las flores: me han nombrado el Señor de las aves. El cielo se cubre de pronto de nubes y suena el sonido espeluznante de una sirena de ambulancia. El tranvía rueda en su viaje de ida y vuelta, como parte de un rito ancestral, y yo espero, lo que nadie, ni el cuervo, ya espera: un ritual.
Un bocadillo hecho anteayer, reseco, de pan al borde del enmohecimiento, de carne purulenta que ya no se comen las aves de mi alrededor, ni tampoco las alimañas. Me vienen a la mente, otra vez, los versos de Baudelaire: «No busques más mi corazón; las bestias lo han devorado».
El escritor Jacob Israel de Haan vivió en este mismo barrio, en De Pijp, en el número 29 de la calle Willibrordusstraat, a apenas dos minutos caminado de mi hotel. Me acerco a ver la que fuera su casa por un tiempo. He recordado algún pasaje de su entonces escandalosa novela Pijpelijntjes (1904), escrito de manera casi dialectal y que tantas veces me he sentido tentado de traducirla.
Un supermercado en De Pijp: higos verdes, hermosos, de fragancia sureña e inolvidable que anuncian que proceden de España (demasiado prematuros), y he recordado aquel verso de Arquíloco, el poeta griego, que decía: «Olvida Paros, aquellos higos y aquel vivir del mar».
Hotel en el que los nuevos arcades se reúnen en salas del siglo pasado, matando marcianitos, transitando endiablados laberintos de comecocos o explotando pompas de colores, ecco il mio hotel, mi habitación descansa bajo la última letra del enorme letrero vertical, ARCADE, con sus luces de neón amarillas brillando como la última noche de Chet Baker en esta ciudad, sombrías como un poema de Bukowski escrito en una habitación regada con whisky y cigarrillos y el calor entrando por las ventanas abiertas, Arcade, no es aquella Arcadia, buscarla y no encontrarla, la obsesión de medir el tiempo, de voltear, o no, el reloj de arena, de estrellarlo contra el espacio: el mundo es como una vieja máquina recreativa, y se te acaban las monedas.
Momentos tan lejanos que ya casi han desaparecido, figuras borrosas, rostros difuminados. Un vacío absoluto relleno de un dolor que escuece sobre una charca seca, de tierra cuarteada.
La Arcadia nunca existió, bajo ninguna forma, ni tan siquiera en la imaginación, en una Hélade mitológica.
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Cielo estrictamente holandés, como un lienzo que pintase un pintor hace tres siglos. 24 °C
9 h. Un hombre aparca su bicicleta. Lleva ropa de deporte: aspecto de ejecutivo en fin de semana. Mira a un lado, después al otro, y entra disimuladamente al casino, a jugarse las primeras horas de la mañana. A su familia le dice que va a practicar bicicleta, que es la mejor hora, y ellos aún lo creen, pero no por mucho tiempo.
En el metro suena un concierto para piano de Tchaikovski, martilleando notas sobre un pentagrama de raíles contra las teclas blancas y más aún contra las negras.
Flâneur. Comisaría de policía. Librerías (Swift, Jan Wolkers, Joyce). Canales. Cerveza en un bruin café en el Jordaan (la camarera deja espuma de jabón en los vasos), poemas de poemarios de allí, de aquí, de más allá.
Escucho en la lejanía, gritar: «¡papá, papá!». Pero no soy yo.
Si me quedasen más días agotaría todo el jabón de Ámsterdam.
Retrospectiva de Akira Kurosawa en el Eye Filmmuseum. En el pequeño Cinema Rialto (cine independiente en versión subtitulada), que está en la misma acera de mi hotel, ofrece postales de algunas de sus películas.
«El verano puede serte robado. / Las ventanas se abren al manicomio / del mundo. El chirrido del grabado / de la palabra escrita. Una uña araña / el mármol hasta convertirlo en polvo blanco. El becerro de oro / se ahoga en el calostro espumoso del profeta». (JAN WOLKERS)
Si el intento de locura fuese una ciudad; si sus canales desbordados de agua, si su cielo te arrastrase a ello; si esta lluvia, si las nubes de minutos después, si el olor, si la locura fuese cuerda; una ciudad. Locura. Vade Retro. Una ciudad que se me ahoga en tristeza, a pesar de ser una de las urbes más agitadas, intensas y de una enorme vida cultural.
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Tres grados más que ayer; sol, y cielo calimoso con intenciones de bochorno, pero yo sigo con mi estricta política de ropa invernal (del Sur) y mortuoria. Los resfriados aquí pueden alcanzar niveles míticos, y yo puedo dar fe de ello.
La librería a la que acudo asiduamente divide el mundo en dos con sendas flechas contrapuestas: la entrada a su instalaciones, llena de libros, y el resto: BOEKEN / GEEN BOEKEN. El Universo no es caprichoso: es una librería, o una biblioteca.
Asesino el tiempo para que éste no me mate a mí. Me subo a un tranvía, luego a otro, y me detengo en paradas inusuales, inspecciono el lugar, me detengo a contemplar alguna flor, el vuelo de los pájaros, su parsimonia ante la vida, los antiguos almacenes del otrora puerto reconvertidos en bistrós. Desde muy pequeño quise ser tuve alma de flâneur, y hace mucho que ya lo soy. Es un trabajo laborioso, que requiere precisión y finura y un alto poder de observación, de sorprenderse de aquello en lo que nadie repara. Pero la curiosidad también mató al gato.
«Imagine the Future», reza un cartel de colores psicodélicoa. Imagínalo, puede ser negro, gris o blanco, y todo a la vez. El futuro es vivir, y el presente una trampa para ratones para que no exista porvenir.
A Noé le vas a hablar de un chaparrón, o a Ulises de una odisea, me digo mientras batallo sin cantos de sirenas en un mar lejano.
Me siento a esperar frente a la zona oriental del puerto de Het Ij, bajo la sombra de un frondoso castaño de Indias (como el que Anne Frank describía en su diario) y vuelvo al poemario de Velaza. Una mujer latinoamericana, que cuida a dos niñas que chapotean en el agua, escucha rancheras y temas de Sinaloa («El amor más bonito que tengo/ por el que me mantengo»); yo preferiría que fuesen narcocorridos, con sus pistolas humeantes y sus eléctricos AK-47 y esos excelentes regueros de sangre y cadáveres abandonados en las cunetas. Pero todo no se puede tener.
He invertido 5 euros en ir al aseo a lo largo del día (costumbre local de cobrarte en innumerables lugares públicos y no tan mala idea para la legión de incontinentes urinarios, entre los que me encuentro); un dinero bien invertido, digno de cotizar en bolsa.
Librerías. Esperar. Esperar. Leer. Esperar. Observar. Leer. Esperar. Catedral de San Nicolás. Esperar. Chet Baker, que estás en el cielo. Esperar, y yo ya no sé qué espero.
«La embriagada trompeta de Chet Baker / resuelve polinomios esta noche / en tu cerebro opaco.» JAVIER VELAZA (El campamento de los aqueos, 2022).
Una enorme nube de humo henchido de marihuana amortaja la ciudad.
Mi anillo es una enorme calavera. Verte reflejado en él es lo que te hace mantenerte con los pies en el suelo y la mente en la tierra. Memento Mori.
Ciudad de cabezas flotantes, como hormigas: «¡Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños, / Donde el espectro en pleno día atrapa al caminante! / El misterio fluye como una savia / Por los canales estrechos del coloso pujante», de Ch. Baudelaire, y del que T. S. Eliot toma para su Tierra baldía: «Ciudad Irreal / bajo la parda niebla de un mediodía de invierno». Barrio Rosa: ignominiosa venta de carne humana, ofrecimiento de sustancias alucinógenas, carteristas, navajeros, potenciales asesinos, urinarios callejeros desbordados de orina espumosa, olor a riñones en su primer lavado: Leopold Bloom desayunando el 16 de junio de 1904 en el número 7 de Eccles Street. La atrayente sordidez del Inframundo, que no lo es menos que el mundo superficial en el que nos obligan a sobrevivir.
Dam: Una especie de profeta en pleno Pandemonium: una mujer de baja estatura, tatuada hasta el tuétano, predica su interpretación del evangelio con un altavoz, ante un público inerte, sentado, mirando el teléfono móvil, hablando entre sí, devorando comida y sin prestarle el más mínimo caso.
Al dar comienzo el atardecer el cielo se ha encapotado por completo, unas nubes entre amarillas y rojizas, hasta que se ha puesto a llover, primero ligeramente, y más tarde con un buen chaparrón a modo de dádiva. Me marché; nadie me había dado vela en ese entierro.
Largo paseo por Sarphatipark bajo la intensa lluvia antes de que se extinga la última luz, al abrigo de las copas de los altos árboles y deleitándome con las aves que daban saltitos santificando la lluvia: mirlos, zorzales, la amplia familia de los córvidos... Con el crujido de mis pies sobre la arena, el penúltimo rastro que dejo, por esta vez, aquí.
Poder vivir en este pequeño cuarto es una opción.
Desde la cama se escucha salpicar la lluvia de la calle, agua pura, la campana del tranvía, los timbres de las bicicletas, voces y ecos, una obra maestra de la cacofonía.
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Amanezco antes del propio amanecer. La luz ya ha subido su telón a las 5 h. Niebla (Londres está en frente). Lluvia. Como si no hubiese habido día y noche, un continuum, el Tiempo ha absorbido su propio reloj, su mecanismo cruel, y me marcho en el mismo día en el que llegué.
Es la primera vez que vengo aquí (incluso en cualquier otra ciudad europea) que no visito un cementerio, pero... Schiphol, aeropuerto, 5 m bajo el nivel del mar, un antiguo terreno pantanoso de incierto origen etimológico: «Sciphol». Mi diccionario de neerlandés medieval especifica que «scip» (o «skip») significa «barco», aunque bien podría ser un vocablo de origen gótico, y en tal caso su significado sería el de «madera para cortar». Por otro lado «holl» (o bien «hal») viene a ser «tierra baja», si bien otros historiadores y lingüistas apuntan a que también podría hacer referencia a una «tumba», por lo que también pudo ser un antiguo cementerio de barcos. La sensación aquí es la de ser el zombi de algún marinero que naufragó hace siglos.
Será difícil que olvide la poesía de Javier Velaza, unida para siempre a Ámsterdam y a esta nueva y a la vez vieja odisea.
Llegas a tu origen, deshaces la maleta y con ello se descompone el viaje, como si estos días pasados no hubiesen existido, como un sueño lejano corrompido por la amnesia que se abisma al fondo del cajón de la Nada.
Y Ulises, el hijo de Laertes y Anticlea regresa a Ítaca, y Penélope no ha dejado de destejer un hilo de los pensamientos. Una odisea repleta de monstruos y brujería. Mis hijas han quedado lastradas en otros mares, al otro lado, en el Confín del mundo, y llegas a puerto con las secuelas del soldado de una nueva Vietnam: completamente vacío y con el demonio de la derrota enroscado en los huesos.
PS.- NOTA A PIE DE AVIÓN: El único motivo y objetivo por el que acudí a la ciudad no he podido llevarlo a cabo (por causas ajenas a mi empresa), pero escribir sobre ello, y sólo sobre este viaje, daría para una enciclopedia. George R. R. Martin temblaría. El Tiempo y la Verdad darán su última palabra, porque el Verbo ya se hizo Carne, y es lo que sostiene el Universo: es el Alfa y Omega.
«Amicus Plato, sed magis amica veritas», escribió Aristóteles, y Cervantes puso en boca de Don Quijote en conversación con Sancho: «Platón es amigo, pero es más amiga la verdad».
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