Hace apenas un mes un Boeing 737 MAX 8 se estrelló minutos después de despegar. Era el segundo accidente del mismo y flamante modelo en menos de cinco meses. Parece que el software del piloto automático tuvo la culpa de que el modelo de mayor inteligencia artificial construido hasta la fecha se estrellase, además de poner en tela de juicio a la Agencia estadounidense de aviación. Reconozco que en las horas previas a mi vuelo me sentí ligeramente inquieto, tras las excesivas lecturas sobre el asunto durante el pasado mes e incluso hasta ayer mismo. Al que no se dedica a ese mundo ni es experto, como es mi caso, le pasa igual que con el de la medicina y las enfermedades, que cuanto más se lee más miedo produce. Como todo el mundo sabe el despegue es el momento más crítico de un vuelo, y cualquier cosa, por mínima que sea, resulta fatal, desde que se introduzca un ave en la turbina, un problema con un neumático, olvidarse de desplegar los flaps, no alcanzar la velocidad suficiente o que en la pista se cruce algo más grande que un pájaro... con el avión cargado de combustible es harto difícil maniobrar o volver a aterrizar; el tren de aterrizaje se partiría... es mejor no pensarlo.
Detesto los coches y las motos y todo ese tipo de artilugios, me aburren, aunque sí me gustan las bicicletas antiguas de estilo nórdico, y también me fascinan los aviones, y lo de leer artículos sobre accidentes de avión es una de esas aficiones que conservo desde hace varias décadas, por cierto junto al asunto de los asesinos en serie. Sigo leyendo las noticias que sobre aviones y sus siniestros aparecen en los periódicos, pero ya no las recorto y colecciono como sí hacía antes. Recuerdo sobre todo la foto de portada del diario alemán
Bild (me encontraba en la Selva Negra) cuando ocurrió el accidente del Concorde, y que según la investigación posterior fue a causa de una pieza que un DC-10 perdió en la misma pista del aeropuerto. Sobre mis asesinos en serie favoritos quizá hable en otra ocasión.
Fuera de eso la preparación del viaje en las semanas previas la centré casi en exclusiva en la elección del libro que habría de acompañarme en mi nueva expedición. Durante el mes de marzo leí uno sobre la guerra civil americana, a continuación un excelente ensayo de Yuval Levin titulado
El gran debate: Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, en donde su autor explora y detalla el inicio concreto de la división entre ambas ideologías, y acto seguido un libro de geopolítica de Aleksandr Dugin. Entre el final del mes y el inicio del nuevo terminé
Días cruciales en América, de Walt Whitman. La última novela de Houellebecq parecía la elegida tras descartarla en el último momento de mi anterior viaje en febrero, pero también en el instante final he sentido la necesidad de buscar algo totalmente diferente, ameno pero intenso, y he escogido
La sed, de Jo Nesbø. He leído casi 100 páginas durante el viaje, y no me he equivocado con la elección y lo que pretendía conseguir.
No hace mucho estos mismos aviones y compañía disponían de una emisora de música clásica. Hace ya bastantes años recuerdo cómo coincidió el aterrizaje nocturno en Ámsterdam con el «Intermezzo» de la
Cavalleria rusticana de Mascagni. Subí el volumen al máximo y el avión se movía descendiendo y bailando como un ave mitológica al ritmo del delicado sonido de los violines. Nunca he sentido otro aterrizaje igual. La ciudad bajo la oscuridad y empantanada de agua, con el recuerdo de la tercera parte de
El padrino.
Por lo demás: nuevamente Ámsterdam, y como si nunca me hubiese ido. Hace tiempo que no me he marchado de aquí, y he vuelto a encontrarme conmigo mismo. Frío intenso.
Sábado, 13 de abril de 2019
El frío de anoche ha continuado con similar intensidad esta mañana, no tanto por la temperatura sino por el viento gélido y la sensación térmica.
He tenido que aprenderme un nuevo itinerario por la supresión de la línea 51 de metro que circulaba desde Amstelveen hasta Centraal Station: 22 minutos a pie, 27 con autobús hasta Station Zuid, 11 minutos en metro y 18 más en tranvía hasta llegar a Ijburg. A veces yo mismo me sorprendo de cómo he interiorizado esta ciudad, asumiendo todos sus resortes de manera automática, sin ni tan siquiera pensar en ello. Ámsterdam es una antología de mi vida, y últimamente venir aquí ha cobrado un nuevo significado. A pesar de lo que la amo no soy capaz de tomar la decisión final de venirme a vivir a ella, también porque hay demasiados gramos de rencor que he ido alimentando hacia ésta, sin que tenga mucha culpa. A las ciudades que uno ama es mejor no ir a vivir en ellas, porque a la postre esos gramos de odio oculto acabarán convirtiéndose en toneladas.
He estado con N*** y S***. Volver a verlas resulta casi tan desgarrador como el tiempo que no estamos juntos, porque el pensamiento constante de saber que de nuevo tendré que separarme me devora las entrañas.
Por la noche voy a cenar con A*** y C*** al Sumo de Leidseplein, probablemente uno de los mejores restaurantes japoneses de la ciudad, y quizá el más bonito.
Domingo, 14 de abril de 2019
Hace menos frío que ayer. La temperatura ha subido un par de grados y apenas hace viento. S*** está bastante resfriada, por lo tanto N*** y yo vamos solos al centro y posteriormente a la biblioteca central, un alarde de diseño nórdico y maravillosa en cuanto al uso de diferentes materiales y el aprovechamiento de la luz. La sala infantil hace las delicias de niños y de adultos.
Aunque el día tiende a alargarse y la ausencia de lluvias ayuda, siempre tengo la sensación de que la noche llega pronto, transformándose en una inquietud y decaimiento que va apoderándose poco a poco de mí.
En casa de C*** y A*** la comida caliente que en los Países Bajos da comienzo sobre las 6 de la tarde, se transforma en una cena en horario español, y en la que por cierto esta noche entre C*** y yo nos hemos bebido una botella de rioja, crianza de 2009. No celebrábamos nada; sería por eso.
Lunes, 15 de abril de 2019
Me levanto a las 6:30. Ya hay luz. Nada más salir de la casa contemplo dos bellísimos carboneros, pero primero me
viene a la mente su nombre en neerlandés:
koolmees. Los movimientos de los pájaros tienen
para mí nombre holandés.
Acudo a la biblioteca central y hago tiempo visitando una exposición de documentos y objetos personales del escritor Gerard Reve. Las bibliotecas me han salvado la vida, e incluso hoy en día siguen haciéndolo, aunque sea de otra forma: me libran de volverme loco. Hubo una época en la que pasaba horas y horas en sus pasillos buscando libros; éstas han sido mi verdadera universidad, y no en la que luego me obligué a ir. A media tarde acudo con N*** a la biblioteca de Ijburg.
El sábado ya compré el primer libro, aunque lo había reservado en marzo desde un avión, en concreto la madrugada en la que regresaba a España de mi último viaje a esta ciudad que he adoptado y quizá ésta acabe por adoptarme. El libro me gustó pero no lo compré. Luego llegó el remordimiento, en estas lides un proceso típico en mí. Lo pedí inmediatamente a la librería anticuario Kok para que me lo reservaran: un Nuevo Testamento protestante en lengua neerlandesa editado en 1875 que incluye un cancionero con las partituras de los salmos, de pequeño tamaño (10 x 15 cm) y encuadernado en cuero y con un cierre. El precio era ridículo, pues inmediatamente busqué en otras librerías y su precio era cinco veces más caro, así que la obsesión por tenerlo aumentaba a cada segundo. Me parece precioso, y sobre todo pensar qué manos los sostuvieron y qué ojos lo leyeron.

Para la cena damos buena cuenta de un burdeos de Saint-Emilion. Por la noche vuelve el aire frío, la obscuridad, la tristeza y las sombras, que hace demasiado tiempo que no se han alejado de mí.
Martes, 16 de abril de 2019
Llego a media mañana a la Casa del traductor. Si este verano tomé el relevo del traductor Julio Grande, esta vez lo he tomado de Isabel-Clara Lorda, la traductora de entre otros de Cees Nooteboom y Harry Mulisch, exdirectora del los Institutos Cervantes de Utrecht, Londres y Nápoles. Estudió aquí en Ámsterdam hasta los 18 años, y es prácticamente bilingüe. Su padre, Felip M. Lorda i Alaiz, junto a su cuñado Francisco Carrasquer, fueron los pioneros de la neerlandística en España. Con este último mantuve correspondencia durante los últimos años de su vida. Mi habitación es la número 4; el verano pasado fue la 5, ambas en la tercera y última planta de la Casa, pero con diferentes vistas.

Me he encontrado otra vez con Stefan Wieczorek, el traductor alemán al que conocí aquí mismo el verano pasado, y he sentido una enorme alegría de verlo, y él parece que también. Inmediatamente me ha ofrecido una copa de vino, y hemos estado charlando durante una hora. Dice que apenas ha visto al resto de compañeros. Creo que como en una especie de novela de Agatha Christie, en esta ocasión nos han reunido aquí a un buen puñado de raros en donde será fácil camuflarse. Poco después de comer conozco al otro traductor alemán: Rainer Kersten, de Berlín. Los alemanes en la Casa son casi siempre mayoría.
Pasadas las 10 de la noche subo las empinadas escaleras hasta llegar a mi habitación. Sobre la mesa he dejado los últimos libros que he comprado entre hoy y ayer: el
Hollywood del genial Willem Frederik Hermans y otro sobre los lugares de Ámsterdam en los que vivió y paseó Gerard Reve, un libro que llevaba viendo varios años en la librería Kok y que parece que estaba destinado a que yo lo comprase, algo en lo que creo verdaderamente. Precisamente haciendo uso de una frase de Reve titulé el diario amsterdamés que me publicó el otoño pasado Cuadernos de Humo, la editorial neoyorquina del magnífico poeta, traductor y excelente diarista Hilario Barrero. Y en el último instante he adquirido en Scheltema una selección recién editada de la correspondencia inglesa de Johan de Witt, político, jurista y matemático: una auténtica joya en cuanto a contenido y también por su edición. Cuando pienso en los hermanos De Witt me viene a la mente el cuadro del Rijksmuseum, en donde ambos aparecen colgados boca abajo, abiertos en canal, eviscerados y despedazados tras la conspiración y posterior linchamiento orangista. La escena aparece en la película que se hizo sobre el almirante Michiel de Ruyter.

Junto a los libros, sobre el escritorio, descansan mis pastillas favoritas: hepatoprotectores, antihistamínicos y un protector de estómago, ibuprofeno, paracetamol y codeína (por si me atacase la tos). En la maleta he dejado las pastillas de vitamina B, la melatonina para inducir el sueño y la anaranjada cápsula mensual de vitamina D; en el monedero llevo siempre 0,50 mg de benzodiazepina.
Me acuesto relativamente temprano, con el sonido de los gritos y fuegos artificiales por la victoria del Ajax sobre la Juventus en la actual Copa de Europa, que se prologan hasta una hora imprecisa e incluso llegan a penetrar mis sueños.
Miércoles, 17 de abril de 2019
Salgo de la Casa a las 7:15. La temperatura es agradable, sin la presencia del desapacible viento helado de estos días, aunque amenaza con presentarse en cualquier momento. Al sol le cuesta trabajo traspasar las nubes.
Esta mañana me he acordado de Adam Bžoch, el filósofo y traductor eslovaco con el que coincidí en la Casa el verano pasado, siempre vestido de negro. Sentía una profunda animadversión por las redes sociales, por lo que la única forma de contactar con él es mediante un mensaje al correo electrónico de la universidad en la que imparte docencia. Recuerdo que me recomendó una tienda de música y cine que desconocía, así que hoy he hecho una visita a Concerto Recordstore, en la Utrechtsestraat y próxima a Rembrandtplein. No le faltaba razón a Adam en aquella conversación sobre nuestro admirado
Nosferatu (la versión antigua y la más reciente) y Popol Vuh, el grupo que Herzog escogió para la banda sonora de la película: la tienda es impresionante, conservando el sabor añejo de esos lugares que ya han dejado de existir. La triste alegría ha sido cuando al salir del establecimiento lo he hecho con las manos vacías, tras ir dejando una por una todas las películas que pensaba comprar. Tengo que escribirle a Adam para decirle que he visitado Concerto.
A mediodía ha desaparecido la luz. Las gaviotas se enmarcaban furiosas sobre el amenazante cielo, y han caído algunas gotas de lluvia, casi imperceptibles. Sentía una imperiosa necesidad de visitar alguna iglesia, pero todas estaban cerradas. Entonces he peregrinado de librería en librería, y ya por la tarde he podido entrar a la basílica de San Nicolás, en donde bautizamos a N***. Luego me he precipitado por los callejones más turbios de la ciudad, arrastrado bajo el negror del cielo y la incipiente noche; las luces de rojo neón iluminaban mi rostro; el humo de la marihuana impregnó mi ropa.
Mientras regresaba a la Casa he recordado la frase que corona la parte superior de la Bolsa de Ámsterdam, y por la que pase esta misma tarde:
Beidt uw tijd, en neerlandés antiguo y que viene a significar algo así como «espera hasta el momento correcto», es decir: sé paciente, y al tiempo que proseguía con la lectura de la novela de Nesbø, a bordo del tranvía, me iba repitiendo la frase a modo de mantra:
Beidt uw tijd, beidt uw tijd, beidt uw tijd...
Mientras ceno hablo con Stefan, al que le tengo un enorme aprecio; es una persona profundamente sensible y generosa. Y por fin he conocido a Per Holmer, el traductor sueco, una auténtica leyenda y con un neerlandés perfecto. Por la noche me duermo con el sonido de las campanadas de la iglesia que se encuentra a escasos metros de aquí. Pienso en ellas dos.
Jueves, 18 de abril de 2019
Escucho a los pájaros cantar desde mi cama. Ha salido el sol, pero no sé qué ave será la que cada mañana me despierta, pero por el escándalo de su canto creo que eran urracas, y no creo que fuese un estornino, pues en esta parte de la ciudad apenas los veo, todo lo contrario que en Ijburg. Salgo de la Casa a las 8:30. Anuncian para hoy una considerable subida de temperaturas, y parece que así será, pero una brisa fresca aún recorre las calles a esas horas. Es Jueves Santo, pero nada indica que lo sea, un día que aquí llaman
Witte Donderdag (literalmente Jueves Blanco) y mañana
Goede Vrijdag (el Buen Viernes), pero las calles seguirán igual, y las tiendas abrirán y yo las visitaré, una a una.
Giro hacia la izquierda, cruzo la hermosa avenida Overtoom, lugar en el que nació W. F. Hermans hasta encontrar la Kinkerstraat, atestada de tiendas de todo tipo (de ropa, pescaderías, droguerías, carnicerías, pequeños tiendas de comida...) y atravesada por calles con nombres de escritores; es un lugar que me trae buenos recuerdos, de tiempos no heridos, de navidades y veranos de exultante felicidad, pero aquello ya pasó. Observando la calle siento que ésta tampoco es la de antes, como yo tampoco lo soy.
Regreso a Concerto Recordstore, la tienda de música y cine en la que estuve ayer y no compré nada, y esta vez sí adquiero todas las películas que dejé el día anterior y algunas más, cuatro de ellas basadas en novelas de autores neerlandeses (tres de ellas clásicos) y la citada película biografíca sobre Michiel de Ruyter. También compro tres películas del cineasta Theo van Gogh, asesinado en Ámsterdam por un islamista en el año 2004, un cortometraje del director Boris Paval Conen, cuya estética de la carátula me ha recordado a los filmes expresionistas de los años 30 (Lang, Murnau...), y
El resplandor, de Kubrick.
Tenía marcada en mi agenda este día, pues N*** se vendría conmigo a pasar la noche en la Casa, así que me sentía casi tan emocionado como ella. N*** quería comer pizza, así que la he llevado a un lugar que también me traía buenos recuerdos, la pizzería Rimini, situada en el entramado de callejuelas de Leidseplein. Ha sido una tarde agradable, de cielo despejado, y la ciudad estaba tan hermosa como cuando la cubren las nubes más negras. Yo también me sentía considerablemente alegre. Luego he pensado en cuánto amo esta ciudad, pero a continuación también he percibido el rencor que ésta me suscita.
Viernes, 19 de abril de 2019
Ya ha pasado una semana desde que llegué a Ámsterdam, y no quiero que el tiempo siga transcurriendo. Recuerdo el título de aquel poemario de Charles Bukowski:
The Days Run Away Like Wild Horses Over the Hills, que en una época prematura de mi vida hice mi lema personal sin descifrar realmente su sentido ni consecuencias, algo que ahora sí noto en mis propias carnes. Gil de Biedma lo resume perfectamente en su famoso poema.
El día resulta tan claro y caluroso como el de ayer. N*** duerme hasta las 8:30; a mí los pájaros que se posan diariamente frente al árbol de mi ventana me volvieron a despertar a las 7. Ya penetraba la luz por entre las cortinas, y no tenía ganas de seguir acostado, pero tampoco quería despertarla sino seguir sintiendo su cuerpo y su respiración.
Paseamos por la ciudad, por la Plaza de los museos, entre gigantescos maceteros de indescriptibles tulipanes de vivos colores. Un hombre pedaleando su bicicleta entonaba en voz alta un canto gregoriano. ¡¿En qué lugar se puede uno deleitar con una escena similar?! Recuerdo que un invierno de hace ya muchos años, en la zona de los canales, vi cómo un hombre se afeitaba frente a un espejo, y a otro ensayar con su violín con la ventana abierta.
Hoy he conocido a Gioia-Ana Ulrich Knežević, la traductora de Zagreb, así como a su madre, que también hablaba neerlandés pues la madre de ésta era neerlandesa. Todos los traductores de la Casa se dedican en exclusividad a la traducción, y reconozco que siento admiración y algo de envidia por el modo de vida que llevan. Y como ya constaté anteriormente, el idioma alemán ha jugado un papel fundamental en su formación académica o vida personal de casi todos los traductores que vienen a esta Casa, al fin y al cabo el alemán y el neerlandés son tan similares. Yo soy un caso casi único en la forma como he llegado a esta lengua y su literatura, ¡y me queda tanto por aprenderlo y manejarlo!
Me acuesto pensando en S***, en su delicada cara y suave piel, con esos ojos tan grandes como lunas... y en que hoy dormía y no he podido abrazarla. Siento algo dentro de mí que parece que va a abrir mi carne. Me duele todo. Me duelen ellas. Ha pasado el Viernes Santo.
Elí, Elí, lemá sabactani?
Sábado, 20 de abril de 2019
A pesar del cansancio, los pensamientos que anoche me rondaban por la cabeza (muchos y el menos importante de todos pedir un libro, que finalmente terminé por hacerlo) me fue imposible quedarme dormido antes de las 2 de la madrugada. Me he despertado a las 8, y N*** media hora más tarde. Mientras escribo estas líneas ella está sobre la cama, riéndose; eso es todo cuanto necesito: su indescriptible risa, y los abrazos y besos que me pide que le dé. Más tarde hablo y veo a S*** por videollamada: ¡Qué bonita es y cuánto la necesito! Ambas me obsesionan. N*** y yo pasamos más tiempo juntos y nuestra relación es bastante especial, y eso que somos completamente diferentes: ella es extrovertida, espontánea y sociable, y también en lo físico somos dos mundos opuestos. Y S*** es como yo: retraída, introvertida, tímida e incluso en algunos momentos huraña (y eso que yo me he esforzado en cambiar y algo he conseguido), y en lo físico también nos parecemos como dos gotas de agua (que diría la versión cinematográfica de Fons Rademakers de la novela de Hermans
El cuarto oscuro de Damocles): delgados y poca cosa. Me duele no poder intimar más con ella, pero además de ser aún muy pequeña, todo tiene una explicación lógica.
Últimamente pienso que si se mantuviesen mis actuales condiciones económicas para poder pagar mis malditas deudas contraídas en España, podría sobrevivir esta vida durante varios años, en una simple y vieja habitación como esta, aquí mismo, o en una pensión, en la zona de Oud-Zuid, por ejemplo, o en el Jordaan o a lo largo de la Haarlemmerstraat, o quizá en el Reguliersgracht, o en De Pijp o quizá en Plantage, en cualquier lugar salvo cerca del Dam. Vuelvo a recordar a Joseph Roth, viviendo de ciudad en ciudad y de hotel en hotel, acuciado por la necesidad.
Yo lo que necesito es un mecenas que me pague por vagar por estas calles, por traducir poemas de escritores neerlandeses que pocos leerán en España y visitar iglesias, cementerios y librerías, ir al cine y ver películas, y subirme una y otra vez en metros y tranvías para anotar mis penas en una libretita que compré hace años en la papelería Bruna. Y cenar cada noche
erwtensoep (sopa de guisantes) de lata, plato típico de este país, arenques crudos y beber leche fresca para despertarme cuando me hablen los pájaros. Y acudir al Concertgebouw a deleitarme con
La Pasión según San Mateo, y con los mejores intérpretes de Jan Sweelinck y Bach, que en su mayoría son neerlandeses, como los clavecinistas y organistas Ton Koopman, Bob van Asperen o Menno van Delft.
Finalmente N*** no ha venido a dormir conmigo. Siento su ausencia. Decido regresar en metro. Me bajo en la parada del Albert Cuypmarkt y recorro el mercado, cuyos puestos ya estaban siendo recogidos. Llego a la Casa y percibo la Soledad, que se ha vuelto inseparable compañera. No es agradable, ni quizá bueno, pero parece que se ha posado sobre mí como un cuervo en una noche sin luna. Rainer escucha ópera; a mí hoy ni siquiera me apetece escuchar al viejo Bach, así que hago que suene muy bajito el «No Surprises» de Radiohead y «Where Is My Mind?» de los Pixies, y aprovecho para bajar al sótano de la Casa y poner una lavadora. Su olor es muy particular, característico de los sótanos de esta ciudad. Es un lugar oscuro, húmedo y a varios metros bajo el nivel del suelo (ya de por sí un par de metros bajo el nivel del mar), y cuando el verano pasado bajé por sus crujientes escaleras de madera pensé que era el lugar idóneo para aparecer muerto, asesinado por otro traductor: un asesino en serie que fuese dejando sobre los cadáveres papel autoadhesivo con un poema de algún poeta flamenco o neerlandés.
Tras hacer unas compras vuelvo a salir. Me subo al tranvía número 5, y tras apearme en Leidseplein camino ansioso por los canales hasta pasar por las iglesias Westerkerk y poco más tarde Noorderkerk, adentrándome por las callejuelas del Jordaan, huyendo de los turistas y buscando cobijo en un
bruin café, hasta que doy con Nieuwe Lelie. Sólo había holandeses viendo entusiasmados un partido de fútbol del Ajax. El camarero se ha sorprendido de que con mis aspecto le hablase en neerlandés: le he pedido una cerveza turbia y me he sentado en la parte de arriba. Luego he pedido cuatro más, y a excepción de un cuarto de hora en el que he leído en
De Telegraaf que cientos de abejas que habitaban Notre-Dame han sobrevivido al incendio que el pasado lunes destrozó la catedral parisina, el resto del tiempo he hecho lo que tantas veces he admirado en otros: dejar que transcurriesen las horas, saborear la cerveza, observar a la gente y escuchar la música; sonaba Charles Aznavour. Me gustan los bares y el ambiente que se respira en ellos. El cineasta Luis Buñuel afirmaba en su autobiografía
Mi último suspiro, que «el bar es para mí un lugar de meditación y recogimiento, sin el cual la vida es inconcebible». Es una acertada definición.
Al final he salido de allí a las 11 y nuevamente he percibido la belleza de la ciudad, desnuda bajo la noche y empañada entre mis gafas de sol aún puestas y el efecto de las luces contra el agua, y los tranvías transitando por sus perfectos raíles y yo tan imperfecto por sus callejuelas. Poco antes de llegar a Koningsplein he pasado por la iglesia de De Krijtberg, desde la que salía un intenso olor a incienso. He entrado en ella. Desde sus paredes nacían retumbando palabras en latín. En ella no cabían más cuerpos, pero aceptaban almas. Cuando tenía unos doce años leí en libro una frase que decía que el filósofo era aquella persona capaz de sorprenderse. No tengo nada de filósofo ni aspiro a ello, pero tras más de 20 años esta ciudad no cesa de sorprenderme y de enamorarme.
Al llegar me encuentro mi escritorio sembrado de las singulares pertenencias de N***: un anillo con una ballena como Moby Dick y su collar de piedrecitas de ojo de tigre, tizas, chucherías, su libreta en cuya portada aparece un perro y sus dibujos... Antes de acostarme traduzco varios poemas del libro póstumo de Menno Wigman, pues de nuevo estoy aquí por él. Se me hacen las 4 de la madrugada.
Domingo, 21 de abril de 2019
Pero no me ha hecho falta que sonase el despertador. A las 7 en punto los pájaros, la Luz y yo mismo hemos vuelto a la vida; será porque me acuesto deseando que llegue pronto el día para no desperdiciar mis horas. Abro las ventanas, penetra la brisa del amanecer y afuera reina el silencio. Antes de salir traduzco un poema de Wigman sobre alguien que se ahogó junto al Prins Hendrikkade, mientras escucho el canto de los pájaros y algunas obras para clavecín compuestas por Sweelinck: «Ick Voer Al Over Rhijn» y «Mein Junges Leben Hat Ein Endt».
Los amsterdameses han sacado ya la ropa de verano, creo que prematuramente, y se sientan en las terrazas de los restaurantes para que el sol les acaricie su blanquecina piel. Desde lejos observo las copas llenas de vino sobre las mesas de la elegante brasserie Keyzer, frente a uno de los laterales del Concertgebouw
. Me gusta observar a esas parejas de holandeses, con sus distinguidos trajes y modales de antaño, estilosos y joviales a pesar de rondar los ochenta años y bebiendo vino blanco muy frío, la bebida por excelencia de la ciudad cuando suben las temperaturas. Probablemente votarán a los democristianos de la CDA o a los liberales conservadores del VVD, o quién sabe si a ese nuevo partido de Forum voor Democratie.
Las calles huelen a humo, o como si se estuviese quemando la ciudad y con ella el mundo. Me encaminaba hacia la parada del metro del Albert Cuypmarkt (irreconocible la calle que lo alberga por estar cerrado el mercado los domingos), cuando al pasar por la Ruysdaelstraat, en la acera de la Antigua iglesia católica (Oud-Katholieke kerk), una mujer mayor me ha invitado amablemente a pasar a su interior. Acto seguido me ha puesto en las manos un grueso cancionero de tapas verdes y el programa con el servicio de la misa, oficiado por una mujer y acompañado por un magnífico coro y organista. El olor a incienso resultaba extasiante y la música celestial, mientras penetraba una hermosa luz por entre los grandes ventanales de la iglesia, que como suele suceder aquí resultan generosos para luchar contra la oscuridad de los largos días de tinieblas. La misa ha terminado con «U zij de glorie», basado en una parte del oratorio de Händel
Judas Macabeo, y con el «Aleluya» del mismo compositor. La sacerdote se ha despedido uno a uno con tres besos y un abrazo.
Me siento agotado. Me duele la cabeza y estoy bajo de ánimo, como desde hace tiempo. N*** tampoco ha venido hoy a pasar la noche conmigo. A*** y C*** me llaman para invitarme a comer a su casa, pero esta noche me siento muy cansado. Les agradezco profundamente su incesante interés y ayuda. Llego a la Casa más temprano que de costumbre. Me encuentro con Rainer y hablamos sobre diversos temas, en especial acerca de traductores, escritores y neerlandística. Me comenta que ha leído que escribo poesía. También que está en época de ayuno y sigue una dieta especial en la que sólo ingiere zumo. Yo ceno (en horario español y el último de la Casa) una sopa de tomate y una caballa ahumada, especialidad de estas bajas tierras. Escribo el día de hoy en el diario, traduzco a Wigman y bebo varias tazas de té mientras poco a poco va oscureciéndose mi habitación, y yo sólo soy otra sombra más en medio de la noche; mi propia noche. El silencio lo envuelve todo, incluyéndome a mí. Yo también soy silencio.
Stilte.
Lunes, 22 de abril de 2019
Por fin he podido dormir y descansar más de lo que lo he hecho estos últimos días, a pesar de acostarme (y leer aún algunas páginas de la correspondencia de De Witt) pasadas las 12 de la noche, pero sigo padeciendo un ligero dolor de cabeza. Desde la cama observo la forma del blanco techo: parece una bóveda, o el camarote de un barco. Esta Casa en realidad son dos casas estrechísimas provista una de ellas de empinadas escaleras que el Ministerio de Cultura adquirió hace ya bastante tiempo en sustitución de la anterior Casa del traductor, situada en el no menos hermoso y elegante barrio de Apolo (Apollobuurt), en pleno Oud-Zuid y más concretamente en Anthonie van Dijckstraat. Precisamente Menno Wigman tenía un estudio-buhardilla relativamente cerca de ahí.
La ciudad se ha vaciado considerablemente de turistas, algo que es de agradecer, aunque sigue habiendo demasiados. Hoy es el segundo día de Pascua. Es día festivo y muchos establecimientos cierran, si bien en el centro abren la inmensa mayoría. Resulta curioso que en este país celebren una fiesta de tanto calado religioso, al igual que hacen en Pentecostés (
Pinksteren), en donde ese domingo y el lunes son festivos, y hasta el Día de la Ascensión (
Hemelvaartsdag). Mi padre me envía un mensaje: «Noem mij Ishmael. Enkele jaren geleden...» Está en una librería de segunda mano y ha encontrado un libro; me pregunta si es holandés. Le respondo que sí, y también era sencillo adivinar que se trataba de la frase que abre la novela
Moby Dick, una de mis favoritas y aventura que tanto me gustaría vivir. Me dice que no aparece el año y que está editado por el Nederlandse Boekenclub, el Club neerlandés del libro. Me lo ha comprado, lo ha limpiado y también plastificado.
Tras otro día caminando sin descanso por la ciudad, llego a la Casa a las 8 de la tarde. ¡Cómo me gustaría poder guardar de alguna forma la brisa y el olor que recorrían durante toda la jornada las calles de Ámsterdam! La última luz del día, mortecina, lamía los canales, y he recordado, otra vez, a Camus y su novela corta
La caída. Un sentimiento de tristeza me invade cada vez que llega la hora de volver a mi habitación. No deseo nunca que llegue el momento de regresar, para estar siempre echado en las calles de la ciudad, o acaso por lo que decía la letra de aquella canción de The Smiths: «There Is a Light That Never Goes Out».
La soledad y yo nos hemos hecho inseparables en los últimos tiempos, nos tuteamos y hasta nos hemos acostumbrado a convivir; ni ella ni yo nos quejamos ya el uno del otro. Precisamente acabo de leer que la soledad es tan perjudicial como el tabaco y el alcohol. Probablemente sea así, y yo esté pasando por una situación compleja, en la que haga lo que haga e incluso si no hago nada saldrá mal y marcará parte de mi vida, quizá porque cualquier decisión que tome es irrealizable y estoy en un callejón sin salida: me debato entre la desaparición y la inexistencia; entre la desesperación y el desasosiego más desgarrador; entre la nada y el vacío. ¿Cómo sobrevivir a esto? Parece imposible.
Antes de irme a la cama escucho el
Concierto para violonchelo en mi menor, de Edward Elgar. Colecciono versiones de esta obra, especialmente en las que el solista es una mujer: Beatrice Harrison, varias de Jacqueline du Pré, Alisa Weilerstein... Sólo el silencio iguala a una composición de tanta intensidad y perfección. Silencio.
Martes, 23 de abril de 2019
Salgo de la Casa a las 9 de la mañana. Tras los 26° de ayer, hoy la temperatura ha descendido de golpe cinco grados, y sobre el cielo se han alternado nubes y claros, pero el viento era frío y desapacible, especialmente en Ijburg, rodeado de agua y sin nada que frene las continuas arremetidas del viento. Me temo que los amsterdameses volverán a sacar la manga larga.
Visito un par de librerías, caminando de un lado al otro y sintiendo la tranquilidad de esas primeras horas del día. Son innumerables los plátanos que como al día, cada dos o tres horas uno, y o bien los llevo ya en mi mochila al salir de la Casa o los voy comprando en alguna frutería que encuentro a mi paso. Mi dieta aquí se resume en eso: plátanos, leche fresca,
erwtensoep y cerveza. También bacalao, caballa (principalmente ahumada) y arenques crudos. Y caminar, caminar, y subirme a cada metro y a cada tranvía que encuentro y me apetece conocer mejor su recorrido.
La ciudad empieza a prepararse para la celebración del
Koningsdag
(Día del Rey) de este sábado, y tanto los grandes establecimientos como las pequeñas
tiendas ya venden todo tipo de elementos de color naranja: camisas,
pantalones, pelucas, gafas, zapatos... El transporte público del centro quedará
suprimido y la ciudad entera será una marea de color naranja, inundada
de puestos en un enorme mercadillo en el que particulares, desde adultos a niños, saldrán a vender curiosos e inútiles objetos que ya no usan, y también libros y películas en formato DVD y VHS, e incluso galletas caseras.
N*** y yo cenamos con Stefan, que le ha comprado huevos y conejos de Pascua de chocolate. Hablamos durante dos horas, ahondando en esta ocasión en temas más personales y N*** haciendo de anárquica moderadora.
Antes de acostarnos hago que suene en el ordenador el tema principal de la banda sonora de
La misión; una misteriosa paz se adueña de la habitación. Tras éste surge el «Jill's Theme» de
Hasta que llegó su hora y me viene a la mente el personaje interpretado por Claudia Cardinale llegando en tren a Flagstone, poco después la cámara asciende y se ve a una ciudad en ciernes; la obertura de la película es prodigiosa. Pero a la que observo es a N***, que con la música se me antoja como la perfección más absoluta, y también sin ésta, y al instante me hundo en los ojos ausentes de S***.
Miércoles, 24 de abril de 2019
Sorprendentemente ha hecho mejor día que el de ayer, sin apenas viento y sí con la agradable brisa de los días anteriores, además de una subida de las temperaturas de dos grados más. N*** y yo hemos hecho un largo paseo de varias horas, visitando librerías y bibiliotecas, el Albert Cuypmarkt y el Prinsengracht por completo, deteniéndonos en Reguliersgracht, un diminuto espacio ausente de tiempo que se articula como un principado dentro de la ciudad y del que uno cae rendidamente enamorado.
Sé que muchos traductores que vienen aquí ahorran algo de la beca que la Nederlands letterenfonds (Fundación para las letras neerlandesas) nos concede, pero a mí siempre me falta dinero, e incluso me faltaría si ésta fuese tres veces mayor. Pero no puedo ni quiero quejarme; todo lo considero un generoso regalo.
Poco antes de llegar a la Casa, el cielo que llevaba horas amenazante con sus nubes negras, ha hecho descargar su lluvia diez minutos después de cerrar la puerta. Al abrir la ventana ha penetrado en la habitación un olor a tierra húmeda y árboles mojados: el silencio era imposible de describir con una sola palabra, ni casi con una página, pero puedo afirmar que era imposiblemente hermoso. La lluvia se está convirtiendo en algo extraño en la ciudad, y no sólo por las últimas semanas, especialmente en los dos últimos años, uno de los periodos más secos que se recuerdan en el país.
Mientras escuchaba la respiración de N*** comenzó a llover nuevamente, y gotas de intensa lluvia chocaban contra las ventanas con un relajante ritmo. No me resistí a abrir una de ellas y contemplar la calle brillante bajo las farolas supurando agua y constreñida por una densa capa de impenetrable obscuridad. Sonaron las campanas de la Obrechtkerk, la vecina iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Ese olor, el sonido de la lluvia golpeando suelo y cristales y la vaporosa oscuridad, ¡retenerlo todo por siempre en una sola captación! Y al regresar a la cama he vuelto a encontrarme la respiración, su aliento, e inmediatamente mi pensamiento ha sido para S***, y el consiguiente dolor de no poder estar más con ella.
Jueves, 25 de abril de 2019
Salimos a la calle a las 8:45. El termómetro marcaba 10° y el cielo era una oscura balsa de mercurio derretido homogéneamente sobre nuestras cabezas. Todo olía a tierra húmeda; el suelo mojado; frío; y el conjunto formaban mi referencia primitiva en cuanto a olores que poseo de la ciudad; y he recordado mi primera vez aquí: Navidad de 1998. En una de las tranquilas calles encuentro sobre las combadas baldas de una vieja estantería, y junto a otros libros que pretenden desechar, una novela de Hermans, que he cogido para dejar en la biblioteca de la Casa.
Llevé a desayunar a N*** a un café inglés junto al que pasamos diariamente y en el que sirven batidos, magdalenas y tartas, por lo que hemos empezado la mañana cargándonos de innecesarias calorías. Esperamos a S*** junto al Concertgebouw, y tras más de dos horas de espera y una larga cola, accedemos a su gran sala para presenciar media hora del ensayo de la Orquesta Real del Concertgebouw, en esta ocasión bajo la batuta del director ruso Dima Slobodeniouk. Escuchamos varios fragmentos de la
Quinta Sinfonía en mi menor de Tchaikovsky, que el sábado, Día del Rey, interpretarán. Aunque la espera ha sido un calvario para las niñas, entiendo que ha merecido la pena que presenciasen y se embriagasen de esa media hora de ensayo y bella música en una lugar mágico y que tanta emoción despierta. Antes de nacer ellas, cuando venía a Ámsterdam intentaba no perderme los ensayos y pequeños conciertos que a mediodía hacían diversas formaciones clásicas. Eran otros tiempos. Tampoco pensé entonces que fuese a estar viviendo a escasos metros del Concertgebouw, en un barrio tan singular y elegante y junto a este templo de la música, probablemente y según los expertos con la mejor acústica del mundo.
Siempre he sentido aversión hacia el excesivo encorsetamiento de los estudios académicos, me aburren y yo siempre he tenido demasiadas inquietudes, así que me siento más cómodo como autodidacta (con sus ventajas e inconvenientes), como me ha ocurrido con la neerlandística, que en cambio sí me gustaría haber cursado, si bien en España es imposible por su inexistencia. Mis grandes pasiones han girado en torno a la música, la literatura y el cine. Mucho antes de acabar la escuela ya había visto la filmografía completa de entre otros de Alfred Hitchcock, y posteriormente seguí fielmente la emisión de aquel maravilloso programa dirigido por el fantástico José Luis Garci, que se llamaba
¡Qué grande es el cine!, que era para mí (y para toda la familia) un auténtico acontecimiento, con su música de cabecera, con colaboradores como Torres-Dulce, J. M. de Prada, Giménez-Rico, Juan Miguel Lamet, Luis Alberto de Cuenca o Miguel Marías, elegantemente trajeados y muchos de ellos fumando alegremente en plena emisión, cigarros o en pipa, y el posterior cinefórum, y cuya primera emisión, si no recuerdo mal, fue
El buscavidas. A José Luis Garci, gran director y excelente guionista, le profeso un especial cariño, por ese programa en sí y por cuanto me hizo disfrutar y aprender, con esa voz hipnótica, por su forma de entender el cine, y la vida, así como por muchos de sus filmes. Mis padres también organizaban en casa ciclos de cine, y veíamos películas del propio Hitchcock, John Ford, Dreyer, Lang (
Metrópolis,
Furia,
La mujer del cuadro o
M, el vampiro de Düsseldorf y la inolvidable secuencia del rostro desencajado de Peter Lorre), cine negro o western, o bien de actores como Bogart, Paul Newman o James Stewart. Más tarde me introduje en el cine europeo, el clásico y el actual, encandilándome Tarkovski y el sonido de las películas en lengua sueca y danesa: Bergman, Dreyer... De mis aficiones, sólo la música ha coincidido con el apartado académico, ya que finalicé estudios de música en el conservatorio, aunque igualmente me aburría hasta asfixiarme su academicismo. Posteriormente seguí varios cursos y clases de jazz y toqué el saxo barítono en una big band durante cinco años, que abandoné al nacer N***. Pero lo que de verdad me hubiese gustado ser es director de cine, e imagino cómo sería una de mis películas: imitaría a Dreyer y a Bergman, introduciría algún elemento onírico y surrealista de Lynch, el suspense retorcido de Hitchcock y algo del cine negro de Wilder, aunque creo que nunca haría comedias, si bien las de éste último me parecen sublimes, pero lo mío es el melodrama y la tragedia. Tampoco podría faltar la visión intimista de la vida según Tarkovski ni la violencia a lo Sergio Leone, y por supuesto haría varios wésterns entre John Ford, Eastwood y Jarmusch. Lo basaría todo en el guión de un buen escritor, en una banda sonora entre original y de otros compositores, y una fotografía quizá en blanco y negro, y nunca haría uso de decorados, pero sí abusaría de los primeros planos; dudo si mis películas tendrían algún éxito.
Tras despedirnos de S***, y a pesar de presentir que las negras nubes traían lluvia, N*** y yo nos arriesgamos como dos insensatos (yo peor que ella, por supuesto) a llegar a pie hasta Leidseplein y cruzar posteriormente los cuatro grandes canales, y para colmo sin billetes de tranvía, pues ella quería comprar algo en una tienda de Rembrandtplein y yo por supuesto no me iba a negar. Media hora más tarde dio comienzo una sinfonía de lluvia y viento golpeando contra el suelo que se alargó durante una hora, por lo que tuvimos que ir haciendo paradas en diversos establecimientos para refugiarnos del chaparrón. Llegamos a la Casa calados hasta los huesos, pero tan felices que todo lo demás no importaba. Bajamos a la cocina a comer y allí estaba Stefan, que aunque ya había comido, nos acompañó educadamente.

El cielo y los últimos rayos de luz, reflejándose en comunión con las nubes y los diferentes gabletes de las casas, nos regalan otra puesta de sol que observamos desde la habitación y que resulta digna de enmarcar, aunque la fotografía que hago esté tan lejos de la bella realidad. Bebo varias tazas de té durante la noche. Leo mientras N*** ve una película de dibujos animados. Esta vez parece que me iré sin usar la bicicleta.
Viernes, 26 de abril de 2019
Me levanté de las cama a las 9, aunque estaba despierto desde bastante antes; N*** aún dormía, y estuve un tiempo contemplándola, inmóvil, así como sus movimientos de brazos y piernas poco antes de despertarse por completo. Anoche nos acostamos muy tarde, y yo, como me sucede a menudo, acabé desvelándome y con el monótono pensamiento de los últimos tiempos asediándome. También trataba de tener plena consciencia de la presencia física de N*** junto a mí, y no dejar que pasase mi tiempo hundido en la inconsciencia del sueño. Recordé sobre la cama los versos iniciales de «Insomnia», el soneto de J. C. Bloem:
Denkend aan de dood kan ik niet slapen, /
En niet slapend denk ik aan de dood... [
Pensando en la muerte no puedo dormir, /
Y no dormido pienso en la muerte...], sólo que en esta ocasión el objeto de mis pensamientos no era la muerte.
El día ha sido similar al de ayer, salvo que conforme se acercaba la tarde el cielo se ha despejado casi por completo y no ha llovido. Vuelve a sentirse el bullicio renovado de esta ciudad que no descansa nunca, y parece que se está preparando para una auténtica batalla. El personal hace acopio de cerveza, e incluso comienzan a vestirse de naranja y ya se lleva anunciando desde hace días que el transporte público quedará cancelado en la zona centro: queda un día para el
Koningsdag, y atrae a gente de otras ciudades del país y de las tribus vecinas, principalmente teutones. Algunos ya llegan a Centraal Station con una lata de cerveza en la mano y felizmente ebrios, y me recuerda a las fiestas de los pueblos en España, en las que el alcohol comienza a correr uno o dos días antes del inicio oficial de la misma. Y los propios amsterdameses tampoco se quedan atrás. ¡Ah, si Tácito tuviera que escribir hoy esa deliciosa obrita que lleva por nombre
Germania! Para evitar cualquier tipo de problema con todo tipo de tribus germanas N*** no ha venido a pasar la noche conmigo. Yo mañana buscaré la forma de ir a verlas, supongo que con el metro hasta llegar a Centraal Station y de ahí sin problema a Ijburg.
A la vuelta compré en Scheltema mi enésimo diccionario de neerlandés; otro Van Dale. Me justifico diciéndome que este tiene algo que los otros no tenían. Y quizá sea así. Nada más llegar puse una lavadora y me entretuve buscando algunos libros en la biblioteca de la Casa. Más tarde acudí un momento al supermercado a comprar arenques (crudos) y pepinillos agridulces para la cena. Los estantes con las cervezas nacionales se hallaban casi vacíos. Regresé y me encontré en la puerta a Stefan y a Per, que iba a tomarse una cerveza, pero a mí no me apetecía salir.
Me siento tan vacío como de costumbre, esta noche que no tengo a N*** conmigo y echo tanto de menos a S***; siento que me quedan ya tan pocos días para volver a España... y no quiero regresar. Mi habitación parece una cámara mortuoria; yo soy el cadáver. Traduzco el último poema que me faltaba del libro de Wigman, y tras terminar la última estrofa, que me dio más de un problema, leí un poco de la correspondencia de De Witt. No podía dormir, así que recordé nuevamente a Tácito y busqué en la red la obra antes citada. Ni una coma tiene desperdicio. La volveré a leer a mi regreso, preferiblemente en esa edición de bolsillo editada por Aguilar en su colección Crisol y en la traducción de Carlos Coloma:
«[...] Hacen una bebida de cebada y trigo, que quiere parecerse en algo al vino. Los que habitan cerca de la ribera del Rin compran éste. Sus comidas son simples: manzanas salvajes, venado fresco y leche cuajada. Sin más aparato, curiosidad ni regalos matan el hambre; pero no usan de la misma templanza contra la sed. Y si se les diese a beber cuanto ellos querían, no sería menos fácil vencerlos con el vino que con las armas. [...] Los batavos son los más valerosos de estas naciones. No tienen mucha tierra en la ribera del Rin, pero ocupan una isla de él. Antiguamente fue pueblo de los catos, y por las disensiones que hubo entre ellos, pasó a estas tierras, para hacerse en ellas parte del imperio romano. Quédales la honra y el testimonio de la compañía antigua, porque no los tratan con menosprecio como a vencidos con la carga de los tributos, ni los cogedores los molestan y maltratan. Viven libres de cargas y de imposiciones, y solamente apartados de los demás para el uso de las batallas, se guardan y reservan como armas para las guerras. [...]».
Sábado, 27 de abril de 2019
Al salir me encontré el suelo mojado a causa de la lluvia que había caído en la madrugada, pero entre las nubes que rondaban el cielo brillaba el sol; la temperatura era de 10°, mas la sensación térmica era de 3°. Me puse un polo
oranje con la bandera de los Países Bajos y el león en azul bordado sobre éste; yo también me siento parte de este país y quería celebrar el Día del Rey:
Lang leve de Koning!
Mientras caminaba tuve la sensación de que había menos tráfico de lo normal, ni tantas bicicletas ni tantos coches como de costumbre, pero a cada paso que daba y que me acercaba a la parada de metro de De Pijp me encontraba con más gente y las calles se teñían más y más de naranja, a pesar de que difícilmente podría haberse dado un día tan poco agradable para una celebración tan señalada, pero aun así las calles han ido llenándose conforme pasaban los minutos. Según leía esta mañana en el periódico
Het Parool, el año pasado varias zonas de la ciudad se quedaron sin abastecimiento de cerveza, pero este año Heineken ha prometido que no sucederá, y si Heineken lo dice es que será así. El interior del metro se hallaba fantasmalmente vacío a primera hora.
Antes de llegar a Ijburg me detuve en la zona de Zeeburg más inmediata a Centraal Station para dejar un libro en el buzón de una conocida de mi buena amiga Alejandra Szir, ya que finalmente no podremos encontrarnos en esta ocasión. Le debo una visita en su casa de Delft, precisamente uno de los lugares en donde Werner Herzog rodó parte de
Nosferatu y en donde ya estuve en una ocasión hace ya más de 15 años. Ya en Ijburg recorrimos los diversos mercadillos, y cuando comenzó a llover nos metimos en una cafetería. Luego N*** quiso venirse conmigo a pasar la noche en la Casa, y de regreso pasamos a lo largo del Damrak, Rokin, y más tarde Rembrandtplein. De los cafés y restaurantes nacía la música de grupos y cantantes que iba reconociendo: Guus Meeuwis, Marco Borsato, André Hazes o Het Goede Doel.
Por lo demás una auténtica locura: música por todo lo alto, gente feliz y mucho alcohol, comas etílicos, ambulancias, policía a pie, montada a caballo y en bicicleta, los antidisturbios y helicópteros sobrevolando las cabezas; un gran despliegue policial, el cual siempre es de agradecer. Llovía, en ocasiones con bastante fuerza. Entramos en Het Bierfabriek y nos comemos su famoso pollo ecológico y yo además bebo de su exquisita cerveza artesanal. Al salir nos recibió el sol, pero poco después ha vuelto la lluvia y el aire. Cogemos el metro en Rokin, y en de De Pijp nos encontramos con más gente feliz bailando al son de los diferentes grupos de música que tocaban en directo. Al llegar a la Casa veo las llaves de Per en su taquilla número dos. Al parecer se tenía que marchar esta tarde, y he vuelto a sentir la tristeza al verme reflejado en esas llaves abandonadas. Aviso a Stefan que no podré ir con él al Cafe Welling a celebrar el
Koningsdag; no existe mejor motivo que porque N*** se ha venido a pasar la noche conmigo.
N*** y yo salimos con la intención de ir a comprar al supermercado que hay frente al Concertgebouw, pero lo encontramos cerrado. Caminamos hasta Overtoom, pero tampoco hay ninguno abierto, y sin darnos cuentas llegamos hasta Kinkerstraat. El olor de los locales que venden comida es el mismo de siempre, tan característico de Ámsterdam, el mismo de aquellos buenos tiempos que no quedan tan lejos y de cuando recorría la ciudad de norte a sur sobre una bicicleta. Finalmente encontramos un supermercado abierto. Llegamos a la Casa a las 9 de la noche, bajo un telón de nubes negras e hiriente viento. Antes de la medianoche un vendaval de agua y aire azota árboles y ventanas. No hay mejor forma de dormirse que junto a N***, aunque me falta S***. Le agradezco que siempre tenga ganas de pasar la noche conmigo. Ninguna de las dos sabe realmente cuánto las necesito.
Domingo, 28 de abril de 2019
Nos despertamos tarde. Como siempre en este barrio, y a pesar de estar a escasos metros de Museumplein, reina el más absoluto silencio. Podría parecer que uno se encuentra en algún retiro espiritual, que en definitiva es como me siento aquí. Toda la noche he estado sumido en una constante pesadilla en la que de nuevo no estaba con mis hijas. Me he despertado con la almohada empapada.
La ciudad ha amanecido resacosa, en calma y bajo nubes de tinieblas. Sus calles estaban limpias, pero aún podían contemplarse los restos del largo día de ayer. La lluvia de las últimas horas ha hecho que se active el olor de las flores, en especial una especie de lilas que nos hemos encontrado en De Pijp y en la zona de los canales, en cuyas ramas jugueteaban tranquilos dos preciosos carboneros. Visitamos nuevamente Concerto, en donde adquiero otro DVD. En esta ocasión el número de películas que me llevo a España supera al de libros, algo que, aunque es inusual, ha ocurrido en algunas ocasiones más. Al entrar sonaba «Transmission», de Joy Division. De Ian Curtis compré el año pasado un libro con todas las letras de sus canciones así como la biografía cinematográfica que firmó el cineasta neerlandés Anton Corbijn, rodada en un purísimo blanco y negro y con una fotografía primorosa. Como me sucede con Bach, acudo con frecuencia a la misteriosa e inquietante música de Joy Division (que toma el nombre de los burdeles instaurados por los nazis que para más repugnancia se servían de muchachas judías) y a la letra dolorosa de sus canciones. ¡Quién podría imaginar que Bach y Ian Curtis pudieran estar unidos de alguna forma! «Atmosphere» podría ser la
Tocata y fuga en re menor, «The eternal» una de las
Variaciones Goldberg y por ejemplo «Twenty Four Hours» una pieza de
El clave bien temperado.
Vamos a Ijburg. Allí el frío es siempre mayor que en los céntricos barrios de la ciudad, y al aire aún más afilado. N*** había decidido no quedarse a dormir conmigo esta noche, pero en el último momento ha pensado lo contrario, y a mí me ha hecho (momentáneamente) feliz. A la vuelta me hace jugar a subirnos una y otra vez en las larguísimas escaleras mecánicas de la línea del metro que une el norte y el sur de la ciudad. Entramos a la librería Scheltema y echamos lo que queda de tarde en la planta de literatura infantil. Contemplábamos desde dentro un cielo amenazante, negro, en un triste atardecer más propio del otoño. Mientras nos acercábamos a la Casa podía olerse el humo las chimeneas encendidas.

Comemos a las 19:30h., más una cena en horario español que una comida holandesa, que suele ser antes de las 18h. Hoy unas hamburguesas vegetales, sushi y ensalada. Salvo el pollo de ayer y las albóndigas de los primeros días no he comido carne en todo este tiempo, al igual que hago en España.
Lunes, 29 de abril de 2019
Aparentaba el día ser sensiblemente más acogedor que el de ayer, pero a pesar de reinar el sol seguía soplando un aire tan desapacible y cortante como el hielo. Sentía curiosidad por saber hasta
dónde llegaba exactamente la línea 5 del tranvía (Westergasfabriek) tras la modificación que sufrió el
verano pasado, así que N*** y yo nos hemos subido en uno de ellos y en un cuarto de hora estábamos en su destino final, comprendiendo entonces por qué se demora con
tanta frecuencia, y es que estuvimos parados cinco minutos frente a un puente elevado aguardando a que pasase el tráfico
fluvial. El destino final era Westerpark, y creo que nunca había estado en ese punto, un lugar tan multiétnico como
otros muchos barrios de Ámsterdam, tranquilo, sin turistas y con aspecto de pueblo. A la vuelta, cerca del Café Americain, he visto a Thierry Baudet, el líder del controvertido partido político Forum voor Democratie.
Pasamos por Leidseplein y poco más tarde transitamos por la Kerkstraat, bohemia y apacible especialmente en su segundo tramo, hasta ver esa iglesia de aspecto ortodoxo cuyo nombre es De Duif (La paloma). Tras una larga caminata y coger el tranvía llegamos a Ijburg. Vamos a un parque y estamos con S***, siempre tan simpática y con ese rostro y ojos tan perfectos. El día se iba nublando poco a poco, y el aire frío golpeaba con más fuerza.
De regreso le dije a N*** que me sentía muy triste porque pronto tendría que marcharme y no podríamos estar juntos en un tiempo. Ella por el contrario me contestó que se sentía muy contenta, porque ahora sí estábamos juntos. Su inteligencia en favor de la propia supervivencia es mayor que la mía, y no entiende los conceptos de espacio y tiempo. A mí ambos me encasillan y estoy atrapado en ellos sin remedio. Ella es capaz de aprovechar el momento sin pensar en el futuro.
Quedamos con Stefan en el Café Welling, cerca de la Casa y punto de encuentro de los moradores del barrio y también de los traductores, así como de los músicos que actúan en el vecino Concertgebouw. No lo recordaba bien de la primera y única vez en la que estuve, precisamente en mi estancia del verano pasado, pero al entrar te das cuenta que es un lugar mágico, único, con un ambiente en el que imaginaba que bien podría haberse desarrollado una versión amsterdamesa de mi novela El banquete. Stefan nos esperaba en un rincón. En un principio había una sola mesa ocupada por tres personas, pero más tarde ha empezado a llegar gente, hombres y mujeres de aspecto pintoresco, algunos ataviados con una vestimenta bohemia, aire artístico, todas ellas personas mayores que superaban con creces los ochenta años, y hombres y mujeres por igual se han puesto a beber enormes pintas de cerveza y jenever (ginebra holandesa) en sus típicos vasos. Uno de ellos no se quitó el sombrero en todo ese tiempo; otros vestían chaquetas cruzadas, y otro de ellos era idéntico a Ezra Pound en sus últimos años, con una americana a rayas verticales de todos los colores posibles. Se podía sentir la magia del ambiente; penetraba decadente la última luz del día, y un gato con el que N*** jugaba se paseaba señorial mientras los pasos de alguna persona hacían crujir el suelo de madera, sin música de ningún tipo que enturbiase la conversación de los presentes. Allí podrían haberse reunido los Inklings como hacían en Eagle and Child; o bien W. F. Hermans, Reve y Mulisch, los tres grandes de la literatura en los Países Bajos. Poco antes de venirnos el gato ha arañado a N*** bajo el ojo.
Cenamos junto a Rainer y Stefan, que por cierto me ha regalado y dedicado su traducción al alemán en edición bilingüe del poeta flamenco Max Temmerman. La conversación ha sido agradable, he escuchado y callado, pero también he practicado mi neerlandés. Rainer es un reputado y premiado traductor, de entre otros del escritor (novelista, poeta y dramaturgo) Ilja Leonard Pfeijffer, afincado en Génova y autor de una última novela que está dando mucho que hablar, y que también traducirá al alemán: Grand Hotel Europa. Pronto llega la noche y raudo llega el odioso momento del sueño, pero me inoculo el insomnio para que no llegue el día, y poder sentir con plena consciencia la respiración y la piel de N***.
Martes, 30 de abril de 2019
Intentas mover los brazos para no hundirte, porque crees que puedes conseguirlo,
pero al final llega el cansancio, te dejas llevar por la corriente y
terminas dejándote ahogar. Casi ha llegado el día de marcharme, y me duele todo, pues es imposible luchar por detener el tiempo; nunca he podido y nunca estuvo en mis manos.
Esta noche tampoco he dormido, y lo poco que he podido descansar ha sido entre inquietos sueños. Antes de las 6 de la mañana me ha despertado el canto de un pájaro, al cual también escuchaba entre sueños. Creo que era un ruiseñor, o puede que un mirlo, y por suerte no una urraca, y he recordado el poemario de Roger Wolfe:
Afuera canta un mirlo. Stefan viene a despedirse a nuestra habitación. Él se marcha en tren hasta Aachen, en Alemania, a unas tres hora de camino. Luego nos despedimos de Rainer, y anoche hicimos lo propio con Gioia, con quien coincidimos en el Café Welling.
De camino a la estación de metro nos cruzamos con personas de las que trato de imaginar cómo será su vida en la ciudad, qué harán cuando oscurezca y llegue la hora de la comida y regresen a su casa; qué leerán; que película verán, o qué tipo de música ocupará sus estantes. Y siempre me las imagino en el crudo invierno de la ciudad, y siempre como seres solitarios, bajo una tenue luz.
No ha sido un día especialmente frío, pero no hemos superado los 12º, expuestos a un cielo cubierto por nubes grises y sin rastro de sol durante todo el día. Antes de ir a Ijburg N*** y yo vamos a la librería Scheltema. Ella pinta; yo contemplo cómo lo hace.
Llegan las despedidas y llega el dolor, el dolor más puro de los posibles. No hay palabras que existan para describirlo. Al regreso he pasado por cada uno de los sitios en los que estuve con ellas, especialmente con N***, pero no he querido mirarlos. Regreso a la Casa para coger mi maleta y me pongo en camino a Amstelveen: tranvía, metro, autobús. Por la noche hablo con ellas; N*** gritaba y lloraba que quería estar conmigo; S*** no entendía mucho, salvo que su hermana lloraba y estaba triste y la abrazaba para consolarla. De nuevo es de noche: como en un cenicero, como cenizas, sólo queda el dolor.
Miércoles, 1 de mayo de 2019
Pronto se ha hecho la hora de partir al aeropuerto. A las 4 de la madrugada la oscuridad era similar a la mía. Olía a como huele Ámsterdam en las despedidas, y un reflejo sobre el agua envolvía las sombras de los árboles y las casas. C*** me lleva en coche, y el resto no es más que un avión penetrando la niebla hasta salir a flote como una ballena y encontrarse la luz del sol de cara, para lamer con gula las algodonosas nubes.
Aunque siempre que regreso de Ámsterdam compro en el aeropuerto el
NRC Handelsblad, hoy he optado por el periódico
Trouw, ya que diariamente recibo las noticias más importantes del
NRC. En los tres periódicos serios y de calidad que se editan en los Países Bajos (además del local
Het Parool, del que también recibo las noticias más destacadas), coinciden las tres tendencias ideológicas que han marcado la política y el gobierno del país en el último siglo:
De Volkskrant (socialdemocracia clásica, de origen católico),
NRC Handelsblad (liberalismo de centro) y
Trouw (confesional [protestante]). Pero no he tenido muchas ganas de leer; me sentía triste, y he optado por intentar dormir, aunque sin mucho éxito. El hombre mayor que había sentado a mi lado ha intentado mantener una conversación conmigo. Se sentía feliz de ir en busca del sol.
Agotamiento, físico y mental. Me esperaban mis padres, lo cual ha sido un reconfortante alivio, y me he sentido muy feliz de volver a verlos. He deshecho mi maleta; la ropa olía al detergente de la lavadora que usaba en la Casa, así como los libros que llevaba dentro. He sacado una treintena de dibujos coloreados y trazados por la mano de N***, en donde también aparece escrito el nombre de S***; los he contemplado uno a uno tratando de descifrar algún mensaje: la palabra «papá» aparece en gran parte de ellos. Al cerrar la maleta, ya por completo vacía, han desaparecido de golpe las tres últimas semanas.
Jueves, 2 de mayo de 2019
Esta mañana, al despertarme, mi cama era otra muy diferente a la de las últimas semanas; no sonaba igual con mis movimientos. Una luz procedente del pasillo me alertaba de que ya había llegado el día, pero esa luz tampoco era la de las jornadas anteriores: la luminosidad era otra, y también su oscuridad, y sus sombras. Me han envuelto otros olores, y no he tenido más remedio que volver a recordar, por enésima vez, a Herman Mussert, el personaje de
La historia siguiente, porque Nooteboom no sabía que al que describía era a mi yo futuro, y a otros muchísimos más parecidos a mí. Tampoco estaba la iglesia que ha repicado con sus campanas mis horas en mis últimas semanas. No me ha despertado el cantar desgarrador de un cuervo, ni el escandaloso de una urraca, ni el quejumbroso de una
gaviota, ni el bello canto del mirlo de algunos amaneceres; tampoco he visto la hermosa vestimenta de un estornino, ni siquiera a
uno muerto, ni el grácil movimiento de un carbonero. He tratado de descifrar los sonidos que venían de la calle. Mientras me vestía aturdido he escuchado el primer movimiento de la
Serenata para cuerdas en do mayor de Tchaikovsky, pero todo era diferente.
Al salir a la calle y comenzar a caminar he sentido que era innecesario asegurarme si venía alguna bicicleta, ni las calles estaban brillantes por la lluvia, ni olía a hierba mojada, ni a lilas, ni al humo de las chimeneas encendidas. Hacía calor, pero piaban los gorriones tratando de hacerse oír entre el ruido del tráfico, y en el cielo gritaban volando las golondrinas, y esa escena me ha reconfortado por un momento. He visto la tarjeta que usaba para el metro y el tranvía, credencial del ciudadano amante de aquella ciudad de la que ayer me despedí, pero no he visto raíles, ni he escuchado su siseante sonido ni he visto de lejos su librea azul. Tampoco he tenido que descender a las catacumbas y pasar por las tripas de hierro y cristal para llegar a mi parada de metro. Ámsterdam con su sonido de metros y tranvías, y sus campanazos alertando a bicicletas y transeúntes. Hoy no.
Esta mañana ellas dos, N*** y mi pequeña S***, no entenderán por qué no hemos dormido juntos, ni por qué no he ido a recogerlas; no entenderán nada, y tendremos que conformarnos con vernos por una pantallita por la que no sentirán la humedad salada de las lágrimas. Ellas me darán una lección de estoicismo, y de la filosofía más pura de la supervivencia. Hoy. No. No.