sábado, 4 de septiembre de 2021

COMBATES Y TRINCHERAS EN LA POESÍA ÉPICA DE JULIO MARTÍNEZ MESANZA

La poesía de Julio Martínez Mesanza (Madrid, 1955) me hace evocar el concepto de viaje en su acepción más fundamental y auténtica, remitiéndome a su vez al poema de K. Kavafis «La ciudad». Pocas cosas me entusiasman más de los viajes que su preparación, en ocasiones más que el viaje en sí mismo, pues carecería de sentido sin una serie de extraños prolegómenos y ritos casi sagrados con los que da comienzo, y cuanto más especial es la travesía, más me esmero en ello. 

Julio Martínez Mesanza (fotografía El Cultural)
Julio Martínez Mesanza (fotografía: El Cultural)

Una parte esencial del preámbulo a ese viaje que me ha llevado a mi ciudad de destino, para mimetizarme en sus calles y rincones, se ha centrado en la elección de un libro, y en esta última estancia en la Casa del traductor de Ámsterdam fue la poesía de Martínez Mesanza la que me acompañó en el regreso a la que desde hace tiempo se ha transformado en una ciudad-infierno, un viaje que dio comienzo el primer día de agosto tras casi seis meses sin poder ver a mis hijas; el casus belli de mi larga ausencia fue una peste tan virulenta como la que Tucídides describe en su Historia de la guerra del Peloponeso. En aquella primera parte de mi estadía en la capital neerlandesa se tornó fundamental el poema de Martínez Mesanza «La eterna caballería», y en mi odisea, que comenzó de madrugada, me adueñé de la citada composición hasta erigirme en su protagonista; los versos con los que culmina los repetía en aquel entonces a modo de letanía: La noche es larga, y hombres en la noche, / que nunca han combatido, inventan armas.

Nada nuevo aporto al afirmar que Martínez Mesanza es uno de los poetas más importantes del panorama poético en nuestro idioma, con una dilatada carrera, si bien su obra lírica resulta breve pero certera, además de coherente con su forma de pensar. Martínez Mesanza pertenece a la llamada Generación de los ochenta, según el crítico y poeta José Luis García Martín, o si atendemos a Luis Antonio de Villena a los Postnovísimos (Vicente Gallego, Esperanza López Parada, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Blanca Andreu, Luis García Montero...), un Martínez Mesanza que, bajo mi punto de vista, es el más sobresaliente y singular de toda esa generación. 

La editorial Ars Poética publicó hace unos meses Jinetes de luz en la hora oscura, antología poética de Martínez Mesanza editada bajo el cuidado del escritor Alfredo Rodríguez, que hace un exhaustivo recorrido por toda su obra y en donde encontramos sus poemas más emblemáticos y la temática que cohesiona y da sentido a un estilo y una poética de gran singularidad, un escritor que se siente deudor de la historia de España y sus personajes y a quien le «gustaría haber participado en la carga de Cajamarca junto a aquellos jinetes que firmaban con una cruz», toda una declaración de intenciones que tiene su fiel reflejo en todos y cada uno de sus poemas.

Para Julio Martínez Mesanza Europa es el indiscutible epicentro de una cultura que insufla vida a su poesía y cuyo origen se remonta a Grecia y Roma, sin olvidar la esencia judía que posteriormente desembocaría en el cristianismo, presente en sus poemas de manera constante, y no sólo como hecho religioso, sino como cimiento cultural y formativo que a su vez se halla circunscrito en un inherente arraigo católico. Y con esta base de tan rocosa solidez el poeta madrileño ha construido una poética que tiene como base la Historia y las batallas, con especial hincapié en la Primera Guerra Mundial, al tiempo que sus poemas, a los que imprime una especial importancia en el aspecto formal mediante endecasílabos (aunque ausentes de rima), se ven limpios y pulidos de la parte más cruel del militarismo para dar paso a la épica, o bien habría que decir que gracias a ésta queda atenuado el belicismo pero siempre sin caer en la demagogia, dejando claro que en las guerras hay vencedores, vencidos e innumerables víctimas.

En sus poemas hallamos una serie de elementos recurrentes que determinan sus composiciones, como por ejemplo las torres («Una torre que guarda los despojos / de solares y eternas dinastías.» [p. 41], «Han caído las torres, y el desierto / es ahora tan grande como el alma: / esas torres que alcé y ese desierto / que quise mantener lejos del alma» [p. 114]), innumerables ruinas («No deja de llover sobre las ruinas / que rodea mi casa, vieja y pobre» [p. 84]), las trincheras («Sólo quiero volver a las trincheras, / a las trincheras donde nunca estuve», [p. 131], «La nieve que sepulta las trincheras / en el centro de Europa y en el centro / de un siglo despiadado y reflexivo / es el que cae en mi alma y la deprime» [p. 137]), el combate («Tus ojos, los que veo en el combate, / los que miran cuando me ensangriento» [p. 63], «Iré al combate sólo si tú vienes; / sólo si me acompañas al combate» [p. 151]), los páramos («Vagando por el páramo sombrío, / vagando por el páramo de cien años» [p. 128], «Sobre el páramo inmenso en el que vives, / un cielo lento y negro, un cielo bajo / que roza los fangales y se ensucia» [p. 129]), o las noches («Entre el muro y el foso, largas noches. / Negras noches de guardia junto a nadie» [p. 122], «Los cortos días y las largas noches / me llevarán despacio hacia tu nunca» [p. 132]).

Por su importancia rescato esta entrevista que Martínez Mesanza concedió a El Cultural el 23 de febrero de 2018 poco después de que se le concediese el Premio Nacional de Poesía por su poemario Gloria, en la que contestaba a una pregunta del entrevistador de esta guisa: «[....] yo nunca me he planteado ser rebelde. Soy demasiado conservador para eso. Otra cosa es que, en los tiempos que corren, el conservadurismo sea considerado una forma de disidencia», respuesta que queda perfectamente engarzada con un estilo de construir poemas que bebe de la esencia filosófica y cultural de los Chesterton, C.S. Lewis, Tolkien o Eliot, dando forma a un concepto que va más allá de lo literario y fija un mandamiento no escrito del conservadurismo intelectual, en peligro desde su nacimiento con Burke, y más aún en el tiempo convulso que nos está tocando vivir.

Si tienen pensado viajar, y la travesía es especialmente tortuosa y plagada de peligros, les recomiendo que les acompañen los poemas de Julio Martínez Mesanza; a mí me sirvieron de ayuda. Y si acuden a una batalla, en la que está en peligro nuestra esencia cultural, al menos encontrarán esperanza en sus poemas y compañía en la soledad de la trinchera.

«Me han arrancado el alma: ya no es mía. / Y, desde que no es mía, mi alma vive». («ME HAN ARRANCADO EL ALMA»)  


Jinetes de luz en la hora oscura [Antología], de JULIO MARTÍNEZ MESANZA. Edición de Alfredo Rodríguez. (Editorial Ars Poética)

sábado, 27 de marzo de 2021

CIUDAD MORI Y EL AUTOEXILIO DE SERGIO MAYOR

He postergado una y otra vez la redacción de esta reseña (o más bien insignificante apunte) acerca del libro de Sergio Mayor Ciudad Mori (Karima Editora, con magnífica fotografía de cubierta de J. L. López Bretones). Primero demorada, y más tarde abandonada, y no por desidia, no por falta de interés, sino derrotado de impotencia. Isaac Luria, el místico y cabalista judío del siglo XVI, explicaba cómo Dios creó el Universo y, puesto que éste ocupaba todo el Espacio, se contrajo y se exilió de sí mismo, se autoexilió, para ser precisos, con el fin de poder crear, y a aquella «contracción» la denominó Tsimtsum. 

Nunca he leído nada similar a lo que escribe Sergio Mayor, ni probablemente haya nadie con quien compararlo. No sé qué es lo que escribe, no podría definirlo: ¿meditaciones?, ¿profecías?, ¿microrrelatos?, ¿ensayo? o ¿sermones como los de John Donne?; ¿una imposible summa theologiae?; dejémoslo «simplemente» en composiciones literarias. Me he referido a Luria porque mientras leía su libro daba la sensación de que Mayor se encontraba en un sublime acto de contracción para una vez autoexiliado dejar que el torrente de palabras crease el texto por sí solo; y por eso yo me encontraba ante el vacío del folio, incapaz de escribir nada, contra el blanco cegador, como el segundo antes de la muerte de un alpinista en la soledad de la infinita montaña. 

© Ideal

Tres meses después de terminar el libro de Ciudad Mori aún no soy capaz de hablar de él ni expresar lo que he sentido con su lectura, porque me ha dejado seco de palabras. No me ha sorprendido, porque aún sigo estupefacto; no me he sentido sobrecogido al llegar a su última página, porque todavía me hallaba paralizado cuando hace años comencé a leer sus textos en las redes sociales. Poco después le sugerí que sus escritos podían ser perfectos para inaugurar la revista Atonaal; Sergio Mayor encontró extraña mi petición, casi insultante, se negó, se resistió, pero accedió, como un favor, y así fue la génesis de ese primer número monográfico que bauticé como «Escritos sacros en la era de la peste digital {AñO <0}». Edité con ansiedad y asombro la revista y sus textos, e incluí en portada un enigmático grabado que aparece en el libro del poeta romántico neerlandés Willem Bilderdijk De ondergang de eerste wareld [La decadencia del primer mundo], mientras su lectura era el hermoso viaje hacia ninguna parte. Como en Ciudad Mori también el epicentro de esas visiones remitían a Granada a lomos de sugerentes alucinaciones y él su personaje principal de la mano de un reconocible doppelgänger; disecciona la urbe y deambula por sus calles, le practica una necropsia para luego hacerla revivir, si bien la resucita en el pasado, aunque hable del presente, elucubrada en sueños y revelaciones. 

Pero tampoco sé quién es realmente Sergio Mayor: un anacoreta, un místico o un profeta; un hombre que vive en el Sur en una cueva, un personaje salido de los relatos de Poe o Lovecraft, el amigo de los perros y las sierras, un señor que espía a las estrellas o el que se deja acariciar por el viento; no lo sé, pero sí sé que es un escritor inconmensurable, y que faltan adjetivos pues éstos no han sido inventados. No puedo decir nada más sobre su libro, pues una palabra más, o más alta una que otra tratando de justificar este texto bastaría para corromper su creación y romper el delicado equilibro que haría precipitarse todo al vacío... y yo entonces sería un farsante; pero podría escribir, para seguir dejando inconcluso este insignificante apunte, que nunca nadie ha leído nada igual a Ciudad Mori, ergo: Ciudad Mori y Sergio Mayor no existen; tampoco quienes lo han leído; sólo permanecen los que no lo leerán jamás; mi consejo es que no lo lean.