Mostrando entradas con la etiqueta Quevedo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Quevedo. Mostrar todas las entradas

miércoles, 11 de junio de 2014

LA VIGENCIA LITERARIA Y SOCIAL DE QUEVEDO



Los clásicos jamás pasan de moda, una expresión manida, excesívamente usada, prácticamente gastada, pero una realidad. Al final siempre se acaba recurriendo a los clásicos, porque están ahí, no se han ido y no se olvidan. Cuando la actualidad se vuelve previsible y aburrida, ahí están esos autores, desde hace mucho –o desde siempre– intemporales. Algunos modernos ya alcanzan el estatus de clásico, o casi, o pronto lo harán; en cambio, otros de estos modernos son producto de las modas, y se desvanecen, o en breve así sucederá, como vaho o efímero humo.

Habrá pocos escolares o bachilleres que no conozcan si no de memoria sí que reconozcan el primer cuarteto de un archifamoso soneto que el insigne Quevedo le dedicaba a su enemigo íntimo, Góngora:

Érase un hombre a una nariz pegado, 
érase una nariz superlativa, 
érase una alquitara medio viva, 
érase un peje espada mal barbado; 

Sello emitido en el que se pone de manifiesto la relación entre Quevedo y Góngora.
Que a su vez tenía otra versión puede que más conocida y popular, que comenzaba así:

Érase un hombre a una nariz pegado, 
érase una nariz superlativa; 
érase una nariz sayón y escriba; 
érase un pez espada muy barbado;

Retrato de Quevedo, atribuido a Velázquez (o a Van der Hamen) 
Fue Quevedo ese escritor de existencia turbulenta, de vida intrigante, polémico y pendenciero, un tahúr en el sentido más amplio de la palabra y en otras ocasiones un caballero de modales refinados. Un poeta al que la libertad le fue arrebatada en varias ocasiones, que conoció la gloria y la miseria, que usó la lengua –el idioma y el órgano situado en la boca– con una precisión de cirujano, haciendo uso del lenguaje más florido... pera también el de los bajos fondos, la lengua de los maleantes, la jerigonza, que es de lo que tratan estas líneas.

En un libro inconfundible con su colorido verde-limón fosforescente, la editorial Visor acaba de publicar una serie de exquisitos y nada delicados poemas de Don Francisco de Quevedo: Poesías Picarescas: Poesías satíricas inéditas; toda una suerte de versos cargados de insultos e irreverencias, de cinismo y de sátiras que brotan de la lengua de un Quevedo mordaz y educadamente grosero. 

El libro, como catálogo de grotescos insultos, una suerte de versos escatológicos, azotador de putas –de las que ejercen la profesión y de las que no, según él– y de bujarrones, de culos y pedos, de cornamentas humanas y de suegras, en ocasiones misógino irreverente. Se abre cualquier página al azar y acude la sorpresa de versos hilarantes y escatológicos:

Pues en el tribunal de sus greguescos,
con aflojar y comprimir las arcas,
cualquier culo lo hace con dos cuescos.

O este otro:

Mostraba aquel personaje
por melena de alemán,
de zurriagazos de pijas,
desportillado el mear.   

Y este otro tampoco tiene desperdicio:

Que tiene ojo de culo es evidente,
y manojo de llaves, tu sol rojo,
y que tiene por niña en aquel ojo
atezado mojón duro y caliente.

Groseros, aunque perdonado debe ser por las ordinarieces, que merece la pena exponerlo:

Ningún coño le vio jamás arrecho.   

Misóginos sin remedio:

Sabed, vecinas,
que mujeres y gallinas
todas ponemos:
unas cuernos y otras huevos.

Sobre la ruptura matrimonial y su curiosa visión del mismo:

Dichoso es cualquier casado
que una vez queda soltero;
mas de una mujer dos veces,
es ya de la dicha extremo.

Y la figura de las suegras, a la que le suelta algunas puyas: 

Las culebras mucho saben;
mas una suegra infernal
más sabe que las culebras:
ansí lo dice el refrán.

De estos poemas mordaces resulta complejo sacar a la luz una pincelada debido a la abundancia y a la altísima calidad de los mismos. Son de esos versos que uno no puede sacar a relucir salvo frente a  amistades de la mayor cercanía e intimidad, cuartetos y tercetos a tener bajo control, y sonetos que pueden recitarse sólo cuando el dios Baco está presente y la situación se presta a ello. Queda claro que escuchando a los personajes públicos que nos toca sufrir, a políticos, a extraños seres televisivos o a los pseudopolíticos y agitadores que son aún peor que los propios políticos, con sus improperios y burdos insultos, comparándolos, nunca se ha insultado tan bien y con tanta solemnidad como en el Siglo de Oro, y Quevedo fue uno de los de lengua más afilada.

sábado, 18 de enero de 2014

BORRACHERAS LITERARIAS Y RESACAS DE MUERTE

El académico Muñoz Molina ha publicado en El País un interesantísmo artículo sobre alcohol y literatura a raíz de la obra de The Trip to Echo Spring: On Writers and Drinking, de Olivia Laing, y que me he tomado la licencia de glosar en este post.

Afirma Molina con razón y rotundidad académica que a Laing le agrada revisar las tortuosas vidas de aquellos cuyos senderos se descarriaron hasta un fin fatal, si bien sus vidas y sus muertes se nos representan exquisitas y lo vigente resulta anodino, lo normal intranscendete, y el malditismo brota como un elemento atrayente y perturbador, como una hemorragia difícil de frenar.

Pocos encarnan tan excepcionalmente al escritor alcohólico como Edgar Allan Poe, el paradigma del sufridor y del delirium tremens que para desgracia suya no fue una pose ni una leyenda urbana sino una cruda realidad, si bien dentro de las sustancias adictivas al escritor norteamericano se le asocia a más de una, mas el alcohol se considera "su sustancia", la que le llevó a una muerte trágica, aunque a dicho ocaso se le considere tremendamente romántico, poético y literario, o todos aquellos adjetivos que se les ocurran... y no lo fuese tanto ni mucho menos.

Tan bien ha representado Poe la figura de escritor esclavizado por el alcohol, que hace unos años llegó a salir en EE.UU. una bellísima edición filatélica (de la que soy poseedor), sello, sobre e ilustración incluida en la que se le asociaba sin tapujos a su dependencia.


No resulta muy difícil citar una docena de escritores esclavizados al menos por el alcohol:
Dylan Thomas («He bebido 18 vasos de whisky, creo que es todo un record», dijo antes de morir), Malcon Lowry (soberbia y enigmática su novela Bajo el volcán, enjalbegada con sus excelsas descripciones y el mezcal), Hemingway (al hispanista Brenan le abrumaba su aplastante y etílica personalidad), Thomas de Quincey (adicto al opio con un precioso tratado sobre éste), Bukowski y Kerouac (ambos de la Generación Beat y consumidores de varias sustancias), Alejandro Dumas (excelente gourmet y bebedor nato que acompañaba su delicado paladar de exquisitos manjares), los malditos politoxicómanos Verlaine, Corbière o Rimbaud, y otros como Baudelaire, Li Po, Capote e incluso Catulo, o nuestros compatriotas Quevedo y Lope de Vega, muy amigos de las tabernas y oscuros tugurios de vino peleón. Dicen algunos estudiosos de la literatura que tanto el interbellum como tras el fin de la II Guerra Mundial fue el periodo en el que proliferaron el mayor número de literatos alcohólicos... y es probable, aunque han existido siempre.

Remata Muñoz Molina al final de su artículo a modo de rotunda moraleja: A nadie se le ocurre hacer romanticismo del cáncer y de la literatura, pero todavía queda por ahí quien asocia la bebida con el talento literario o artístico. Pero al único sitio a donde lleva el viaje del alcohol es al sufrimiento, el deterioro y la ruina.

En 1875, los restos de Poe fueron trasladados a Baltimore, donde descansan junto a los de su esposa Virginia 
Y al final, dijo Poe:  «¡Que Dios ayude a mi pobre alma!».