viernes, 23 de octubre de 2020

PUERTAS DE ORO. LA ANTOLOGÍA POÉTICA DEFINITVA DE JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

 «Hay personas que tienen la memoria muy llena, pero el juicio muy vacío y hueco». 

MICHEL DE MONTAIGNE 

A ojos de un profano podría deducirse que resulta sencillo componer una antología poética: se escogen unos poemas, otros se dejan, aquellos de este apartado se ponen en cuarentena, este otro gusta pero los de las últimas páginas no tanto... pero no, no es así: en la labor del antologador debe conjugarse su propia visión personal y preferencias, con aquellas que se presuponen tendrán sus potenciales lectores, los que ya conozcan la obra pero también quienes habrían de conocerla, escogiendo con cuidado unos poemas y dejando otros, e incluso en detrimento del gusto personal de quien la lleva a buen puerto. Y si preparar una antología no es empresa fácil aunque lo aparente, escarbar y extraer los poemas más significativos de la obra de José María Álvarez (Cartagena, 1942) todavía resulta una labor de mayor complejidad, dada la excelencia y vastedad de sus composiciones. 

De José María Álvarez han aparecido diversas antologías poéticas en los últimos años, firmadas curiosamente por los mismos antologadores: Noelia Illán Conesa y Aldredo Rodríguez, dos consumados especialistas en su obra y amigos personales del escritor cartagenero. Haciendo un escueto repaso como simple enumeración, se ha publicado una antología basándose en sus ciudades predilectas, otra más teniendo como temática el amor más carnal y sensual, sello inconfundible en la poética de Álvarez (ambas en edición de Illán Conesa), y una antología más sobre su particular Venecia a cargo de Alfredo Rodríguez, que es quien se encarga de la más reciente, editada en Ars Poética bajo el título Puertas de oro

La importancia de la antología que ha preparado el poeta Alfredo Rodríguez radica en primer término en aquello expuesto al comienzo de esta reseña, y en segundo lugar en ser capaz de hacer una selección de su magno Museo de cera y resto de poemarios que forman el corpus poético de Álvarez y hacerlo con éxito. Como ya hace años que escribí sobre Museo de cera en este mismo espacio, no quiero ni caer en los mismos argumentos ni siquiera repasar lo que escribí antaño, aunque muy probablemente coincidan ambos textos. Hogaño, leyendo de nuevo los poemas que conforman esta antología, uno tiene la sensación de estar ante algo nuevo y electrizante, pero a la vez viviendo y respirando en un mundo antiguo, esplendoroso y por desgracia irrecuperable. El propio poeta considera que es autor de un sólo poemario que alcanzará en el futuro las dos mil páginas, pues los libros de poemas que van apareciendo están abocados, como un río a morir en el mar, a terminar formando parte de esa obra que simula ser su única composición y se articula de manera casi bíblica: una obra inconmensurable edificada de infinitos libros, como el engranaje que forma parte de la perfección innata de un reloj.


Puertas de oro es fiel reflejo de una obra que se mira en los Cantos de Pound cuando en su poesía aparece de improviso el fantasma del poeta de Idaho, aunque en otras ocasiones sus versos se travistan en los de La tierra baldía de Eliot, ambos poetas tan bien conocidos por Álvarez; pero su Museo de cera actual y el venidero es como Hojas de hierba de Walt Whitman, al que se le van adosando más y más libros como un leviatán desbocado e imantado. Álvarez es autor de un solo libro y de un solo poema dentro de otros, lubricado de borboteantes referencias; uno podría detenerse a leer sólo sus citas y dedicatorias a ilustres personajes y estar leyendo poesía. Los poemas que componen esta antología, perfectamente seleccionados por Rodríguez, en donde se mezclan odas a otros poetas, músicos y artistas, al amado Burke, por ejemplo, a la carne y el placer, a la Belleza, a la noche, el opio, el jazz... están perfectamente delimitados en un índice como ayuda para el neófito, que como amuse-gueule a esta antología acompaña un soberbio estudio preliminar de cuarentas páginas en el que Rodríguez analiza la obra poética de José María Álvarez  teniendo como epicentro sísmico su Museo de cera, en una edición impecable, total y definitiva en cuanto a antologías se refiere, y un mapa con claras instrucciones para adentrarse en otro universo. 

miércoles, 12 de febrero de 2020

EN LA MUERTE DE ROGER SCRUTON: UN PENSADOR IRREPETIBLE HEREDERO DE EDMUND BURKE


«Un conservador típico es alguien que mira a su alrededor y encuentra cosas que ama, 
y piensa que esas cosas están amenazadas, son vulnerables y tengo que protegerlas.» 

R. SCRUTON

Cuando hace unas semanas falleció el filosofo Roger Scruton (Buslingthorpe, Lincolnshire, 1944), me encontraba casualmente enfrascado en la relectura de El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, un magnífico e imprescindible ensayo de Levin Yuval que se torna de una trascendencia infinita en estos tiempos infames en los que nuestra clase política, en su burdo complejo de erigirse como una suerte de monarca absoluto (en especial algunos), nos somete al más cruel de los padecimientos con sus decisiones irresponsables y egoístas, y quienes nos deberían gobernar no poseen ni una ruta política clara, ni mucho menos ideológica. Y me refiero a «casual» porque Scruton es el digno heredero de Edmund Burke (1729-1797), un linaje que se remonta al siglo XVIII y, aunque en muchos momentos defenestrado y hasta humillado, sigue estando vivo en los albores de este siglo XXI y se presenta más necesario que nunca. 

Roger Scruton

La muerte no aporta absolutamente nada positivo a los vivos, a quienes sobreviven al fallecido, pero en poetas, novelistas o filósofos, el mejor homenaje que uno puede rendirles es el de releer e invocar sus escritos. Tras el citado ensayo de Yuval me sumergí en las magníficas Reflexiones sobre la revolución en Francia de Burke, así como con Edmund Burke: redescubriendo a un genio, de Russell Kirk, filósofo y teórico del pensamiento conservador estadounidense, y todo ello al tiempo que hacía lo propio con dos obras fundamentales de Scruton: Cómo ser conservador y Conservadurismo, que recomiendo encarecidamente.


Resulta del todo imposible glosar en unas simples líneas la importancia y relevancia cultural y filosófica de Roger Scruton, el gran pensador e intelectual del conservadurismo en el último medio siglo, pero sí puedo afirmar que la primera sensación que queda tras su muerte es la de una profunda sensación de orfandad intelectual, porque leer a Scruton encarna un doble objetivo: por una parte la ineludible necesidad de anclar, definir, sintetizar y por supuesto ensalzar el conservadurismo; y por otra delimitarlo y diferenciarlo de otras doctrinas políticas, en estos tiempos en los que el ciudadano y potencial votante desconoce por completo el significado de las ideologías fundamentales y sus aspectos negativos (y positivos, si los tuviese), ya que en muchos casos emana la extraña y peligrosa sensación de que las ideologías estuviesen solapándose unas con otras. 

A Edmund Burke y Thomas Paine le debemos (y agradecemos) que con aquellos intercambios de golpes epistolares, y mediante sus obras, estableciesen la clara división ideológica que existe entre la derecha y la izquierda. A los liberales, que hacen de la libertad su eje vital, la influencia del estado les parece excesivamente «grande»; el socialismo, obsesionado con la igualdad, cree justamente lo contrario: que el estado es «pequeño» y habría que agrandarlo. Para el conservadurismo, que adopta algunos de los preceptos del liberalismo (y comparte su absoluto rechazo al comunismo), la libertad es esencial, sí, pero tiene un límite, y éste viene delimitado por instituciones seculares como pueden ser la Iglesia o la Monarquía, destacando la importancia de la familia y la preservación de las costumbres y tradiciones; los conservadores entienden que la libertad sólo alcanza su máxima expresión dentro de un contexto social que de paso trata de limitar que se abuse de ésta. 

El conservadurismo (lleno de romanticismo y melancolía), se forjó como concepto filosófico (y posteriormente político) en tres procesos históricos que curiosamente coincidieron con tres revoluciones: La Gloriosa de Inglaterra (en la que se instaura la Monarquía parlamentaria); la Independencia de EE.UU., y la Revolución Francesa sobre la que Burke escribió su famosa obra alertando de su peligro, y ello cuando ni tan siquiera se había guillotinado al rey Luis XVI ni a la reina consorte María Antonieta de Austria, como tampoco había instaurado el Terror su dictadura. Para el conservadurismo la revolución jamás es una solución, en cambio el hecho reformista es recomendable y necesario para poder conservar, pensando no sólo en quienes viven el momento, también en aquellos que vivieron el pasado y nos dejaron en herencia esta sociedad, pero asimismo en quienes aún no han nacido. 

Edmund Burke

Como Edmund Burke, político (y viejo whig enfrentado a los nuevos a causa de la Revolución francesa), filósofo y padre fundador del conservadurismo, Francia también sería para Scruton el país desencadenante de su pensamiento político. Si para el primero supuso dejar claras las insalvables diferencias entre lo que hoy denominamos derecha e izquierda, para el segundo, las famosas protestas estudiantiles de mayo del 68 le hicieron darse cuenta de que se había equivocado de bando, como afirmó en The Guardian el 28 de octubre de 2000: «De repente me di cuenta que estaba en el otro bando», explica, y «lo que vi era una multitud rebelde de hooligans autoindulgentes de clase media. Cuando pregunté a mis amigos que qué querían, que qué estaban tratando de conseguir con aquello, todo lo que me respondían era un ridículo galimatías marxista. Me disgustó, y pensé que debía haber una forma de defender la civilización occidental contra estas cosas. Fue entonces cuando me convertí en conservador. Supe que quería preservar el sistema en lugar de derribarlo». 

Y de esta forma Roger Scruton se convirtió en su propio país en la diana predilecta de los izquierdistas, en especial cuando en 1985 apareció su obra Pensadores de la Nueva Izquierda, persecución que dio lugar a un último y desagradable capítulo en 2019 cuando en una entrevista que Scruton concedió a George Eaton y fue publicada en la revista de izquierdas New Statesman, éste manipuló sus palabras para hacerle quedar como racista y antisemita, y aunque posteriormente se reconoció la farsa, el daño ya estaba hecho y el filósofo fue destituido como asesor del gobierno (si bien lo restituyeron en su puesto semanas más tarde). 

En una entrevista que El Cultural le hizo al poeta Martínez Mesanza en febrero de 2018, éste afirmó: «[…] yo nunca me he planteado ser rebelde. Soy demasiado conservador para eso. Otra cosa es que, en los tiempos que corren, el conservadurismo sea considerado una forma de disidencia», y Scruton, como Burke, fue un auténtico rebelde, un disidente y un tenaz revolucionario sin necesidad de revolución que defendió una postura y un argumento seriamente amenazado, y que a pesar de todo sigue y seguirá existiendo. 

En este sentido de salvaguardar, proteger y conservar, para Scruton (como lo fue para Burke) el cristianismo representa el noble y robusto fundamento sobre el que se asienta cultural y socialmente Occidente, y aunque bien es cierto que con su muerte queda un inmenso vacío, nos ha legado una obra inconmensurable que actúa como el sólido cimiento de un edificio que aunque deteriorado y envejecido, él ha reformado otorgándole un renovado y necesario brillo, pues en su pensamiento confluyen, en un rehabilitado impulso, los hermosos ecos del archicitado Burke así como los de otros pensadores e intelectuales del conservadurismo como lo fueron David Hume, Coleridge, Samuel Johnson, Chateaubriand, Chesterton, Tolkien, C. S. Lewis o  T. S. Eliot.

Empaparse de la obra de Roger Scruton es releer e interpretar el pasado para conservar un presente que nuestros hijos habrán de disfrutar y preservar en nuestro futuro, que será el presente de ellos.