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miércoles, 12 de febrero de 2020

EN LA MUERTE DE ROGER SCRUTON: UN PENSADOR IRREPETIBLE HEREDERO DE EDMUND BURKE


«Un conservador típico es alguien que mira a su alrededor y encuentra cosas que ama, 
y piensa que esas cosas están amenazadas, son vulnerables y tengo que protegerlas.» 

R. SCRUTON

Cuando hace unas semanas falleció el filosofo Roger Scruton (Buslingthorpe, Lincolnshire, 1944), me encontraba casualmente enfrascado en la relectura de El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, un magnífico e imprescindible ensayo de Levin Yuval que se torna de una trascendencia infinita en estos tiempos infames en los que nuestra clase política, en su burdo complejo de erigirse como una suerte de monarca absoluto (en especial algunos), nos somete al más cruel de los padecimientos con sus decisiones irresponsables y egoístas, y quienes nos deberían gobernar no poseen ni una ruta política clara, ni mucho menos ideológica. Y me refiero a «casual» porque Scruton es el digno heredero de Edmund Burke (1729-1797), un linaje que se remonta al siglo XVIII y, aunque en muchos momentos defenestrado y hasta humillado, sigue estando vivo en los albores de este siglo XXI y se presenta más necesario que nunca. 

Roger Scruton

La muerte no aporta absolutamente nada positivo a los vivos, a quienes sobreviven al fallecido, pero en poetas, novelistas o filósofos, el mejor homenaje que uno puede rendirles es el de releer e invocar sus escritos. Tras el citado ensayo de Yuval me sumergí en las magníficas Reflexiones sobre la revolución en Francia de Burke, así como con Edmund Burke: redescubriendo a un genio, de Russell Kirk, filósofo y teórico del pensamiento conservador estadounidense, y todo ello al tiempo que hacía lo propio con dos obras fundamentales de Scruton: Cómo ser conservador y Conservadurismo, que recomiendo encarecidamente.


Resulta del todo imposible glosar en unas simples líneas la importancia y relevancia cultural y filosófica de Roger Scruton, el gran pensador e intelectual del conservadurismo en el último medio siglo, pero sí puedo afirmar que la primera sensación que queda tras su muerte es la de una profunda sensación de orfandad intelectual, porque leer a Scruton encarna un doble objetivo: por una parte la ineludible necesidad de anclar, definir, sintetizar y por supuesto ensalzar el conservadurismo; y por otra delimitarlo y diferenciarlo de otras doctrinas políticas, en estos tiempos en los que el ciudadano y potencial votante desconoce por completo el significado de las ideologías fundamentales y sus aspectos negativos (y positivos, si los tuviese), ya que en muchos casos emana la extraña y peligrosa sensación de que las ideologías estuviesen solapándose unas con otras. 

A Edmund Burke y Thomas Paine le debemos (y agradecemos) que con aquellos intercambios de golpes epistolares, y mediante sus obras, estableciesen la clara división ideológica que existe entre la derecha y la izquierda. A los liberales, que hacen de la libertad su eje vital, la influencia del estado les parece excesivamente «grande»; el socialismo, obsesionado con la igualdad, cree justamente lo contrario: que el estado es «pequeño» y habría que agrandarlo. Para el conservadurismo, que adopta algunos de los preceptos del liberalismo (y comparte su absoluto rechazo al comunismo), la libertad es esencial, sí, pero tiene un límite, y éste viene delimitado por instituciones seculares como pueden ser la Iglesia o la Monarquía, destacando la importancia de la familia y la preservación de las costumbres y tradiciones; los conservadores entienden que la libertad sólo alcanza su máxima expresión dentro de un contexto social que de paso trata de limitar que se abuse de ésta. 

El conservadurismo (lleno de romanticismo y melancolía), se forjó como concepto filosófico (y posteriormente político) en tres procesos históricos que curiosamente coincidieron con tres revoluciones: La Gloriosa de Inglaterra (en la que se instaura la Monarquía parlamentaria); la Independencia de EE.UU., y la Revolución Francesa sobre la que Burke escribió su famosa obra alertando de su peligro, y ello cuando ni tan siquiera se había guillotinado al rey Luis XVI ni a la reina consorte María Antonieta de Austria, como tampoco había instaurado el Terror su dictadura. Para el conservadurismo la revolución jamás es una solución, en cambio el hecho reformista es recomendable y necesario para poder conservar, pensando no sólo en quienes viven el momento, también en aquellos que vivieron el pasado y nos dejaron en herencia esta sociedad, pero asimismo en quienes aún no han nacido. 

Edmund Burke

Como Edmund Burke, político (y viejo whig enfrentado a los nuevos a causa de la Revolución francesa), filósofo y padre fundador del conservadurismo, Francia también sería para Scruton el país desencadenante de su pensamiento político. Si para el primero supuso dejar claras las insalvables diferencias entre lo que hoy denominamos derecha e izquierda, para el segundo, las famosas protestas estudiantiles de mayo del 68 le hicieron darse cuenta de que se había equivocado de bando, como afirmó en The Guardian el 28 de octubre de 2000: «De repente me di cuenta que estaba en el otro bando», explica, y «lo que vi era una multitud rebelde de hooligans autoindulgentes de clase media. Cuando pregunté a mis amigos que qué querían, que qué estaban tratando de conseguir con aquello, todo lo que me respondían era un ridículo galimatías marxista. Me disgustó, y pensé que debía haber una forma de defender la civilización occidental contra estas cosas. Fue entonces cuando me convertí en conservador. Supe que quería preservar el sistema en lugar de derribarlo». 

Y de esta forma Roger Scruton se convirtió en su propio país en la diana predilecta de los izquierdistas, en especial cuando en 1985 apareció su obra Pensadores de la Nueva Izquierda, persecución que dio lugar a un último y desagradable capítulo en 2019 cuando en una entrevista que Scruton concedió a George Eaton y fue publicada en la revista de izquierdas New Statesman, éste manipuló sus palabras para hacerle quedar como racista y antisemita, y aunque posteriormente se reconoció la farsa, el daño ya estaba hecho y el filósofo fue destituido como asesor del gobierno (si bien lo restituyeron en su puesto semanas más tarde). 

En una entrevista que El Cultural le hizo al poeta Martínez Mesanza en febrero de 2018, éste afirmó: «[…] yo nunca me he planteado ser rebelde. Soy demasiado conservador para eso. Otra cosa es que, en los tiempos que corren, el conservadurismo sea considerado una forma de disidencia», y Scruton, como Burke, fue un auténtico rebelde, un disidente y un tenaz revolucionario sin necesidad de revolución que defendió una postura y un argumento seriamente amenazado, y que a pesar de todo sigue y seguirá existiendo. 

En este sentido de salvaguardar, proteger y conservar, para Scruton (como lo fue para Burke) el cristianismo representa el noble y robusto fundamento sobre el que se asienta cultural y socialmente Occidente, y aunque bien es cierto que con su muerte queda un inmenso vacío, nos ha legado una obra inconmensurable que actúa como el sólido cimiento de un edificio que aunque deteriorado y envejecido, él ha reformado otorgándole un renovado y necesario brillo, pues en su pensamiento confluyen, en un rehabilitado impulso, los hermosos ecos del archicitado Burke así como los de otros pensadores e intelectuales del conservadurismo como lo fueron David Hume, Coleridge, Samuel Johnson, Chateaubriand, Chesterton, Tolkien, C. S. Lewis o  T. S. Eliot.

Empaparse de la obra de Roger Scruton es releer e interpretar el pasado para conservar un presente que nuestros hijos habrán de disfrutar y preservar en nuestro futuro, que será el presente de ellos.

miércoles, 17 de enero de 2018

DIBUJANDO LA EXÉGESIS DE UNA PENA. (C. S. LEWIS Y OTROS ESCRITORES CATÓLICOS)

 «Si Dios fuera un simple sustituto del amor,
habríamos perdido todo interés por Él».
C. S. LEWIS

Hemos tenido la suerte de que la literatura británica nos haya deleitado con un póker único e irrepetible de escritores que al mismo tiempo (como una casualidad que no es tal), poseen una característica común y esencial: el ser católicos y hacer proselitismo de esa condición tanto en su vida como en su obra. Me estoy refieriendo a T. S. Eliot, J. R. R. Tolkien, G. K. Chesterton y C. S. Lewis, circunscritos al mismo tiempo por una sugerente suerte de iniciales que no puedo dejar pasar por alto.

Gilbert Keith Chesterton
Los cuatro fueron virtuosos y refinados en una literatura que hoy en día sigue latente, desde la poesía de Eliot, considerado ya en vida un clásico y heredero de los Dante, Milton y Blake hasta alguna de las novelas de Chesterton (que también trabajó de manera minuciosa el ensayo) cuyo protagonista es el Padre Brown, en apariencia una persona inofensiva, y que significó el alumbramiento de un personaje genial. A Tolkien por desgracia hoy lo conoce hasta el que no lee nunca, desgracia porque considero que las películas que han hecho de sus novelas han banalizado de manera alarmante su trabajo. Su obra maestra, El Señor de los Anillos, es mucho más que la primera gran novela de la literatura fantástica: es el lugar en donde se da cita el choque atemporal e inmortal entre el Bien y el Mal y en cuyas páginas subyacen innumerables elementos propios de la teología católica. Y el cuarto de estos escritores católicos es C. S. Lewis, íntimo amigo de Tolkien, y que sin olvidar sus obras de fantasía, destaca de manera brillante en la apologética.

Lewis / Tolkien
Dos de ellos pasaron del agnosticismo más puro (e incluso del ateísmo) al catolicismo, como es el caso de Chesterton y el propio C. S. Lewis. T. S. Eliot, nacido en EE.UU. y cuyos antepasados eran de origen inglés, se naturalizó ciudadano británico en 1927, habiéndose convertido poco antes al anglo-catolicismo; años más tarde pronunció aquella contundente frase que constituye en sí una razón de ser y un credo: «Soy clásico en literatura, conservador en política y anglocatólico en religión». Y Tolkien, nacido en el seno de una familia baptista, fue convertido por su madre al catolicismo a la edad de ocho años, una conversión reforzada por el sacerdote católico Francis Xavier Morgan, de padre galés pero oriundo de Cádiz, que ejerció como tutor de Tolkien y supuso una notable influencia intelectual y teológica en su obra.

Mi primer acercamiento a Lewis fue a través de Tolkien, y en estos días, dos amigos de esos que llegan cuando uno se siente ahogado y prácticamente derrotado, me han prestado un par de libros de Lewis, entre ellos Una pena en observación, llevada al cine de manera magistral por Richard Attenborough con el título Tierras de penumbra y protagonizada de manera no menos sobresaliente por Anthony Hopkins y Debra Winger. Es un libro corto que aparenta por ello ser simple, pero resulta todo lo contrario, y es como un trozo de carne que hay que masticar una y otra vez hasta que por fin percibes que puede ser ingerido, y afirmo esto no de forma peyorativa, sino todo lo contrario: la brevedad de una obra que te deja la sensación de estar frente a la autopsia de una pena que el autor va desgranando ayudado de unas convicciones y una fe inquebrantables que estremecen a propios y extraños.


El librito expone de manera descarnada la pérdida de un ser querido, en este caso la esposa de Lewis, Helen Joy Davidson Gresham, con la que el escritor había contraído matrimonio en 1956 y terminó con la muerte de ésta en 1960. «Dios dónde se ha metido», se pregunta Lewis una y otra vez en las primeras páginas, casi parafraseando la frase de Cristo en la cruz (tomada del Salmo 21): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», aunque su actitud nada tiene que ver con la postura desafiante que tiene Job con Dios, pues a pesar del duro trance por el que está pasando Lewis, ya en esos primeros momentos del libro deja bien claro que sigue creyendo y confiando en Dios y establece un paralelismo entre el matrimonio y la religión católica que tiene como nexo el amor.

Sigue relatando el escritor su pena, introduciéndose en ella, escarbando, ahogándose, y manifiesta, tras afirmar que no siempre tiene a Helen en mente, que «los ratos en que no estoy pensando en ella puede que sean los peores», y habla de las agonías y los momentos de locura que le sobrevienen en la noche, y sigue regalando frases impactantes, como cuando dice que «mi amor por H. y mi fe en Dios eran de una calidad muy parecida», o cuando justifica en cierto modo toda su desgracia y asume con estoicismo el dolor que le desgarra la vida: «Si existe un Dios bienintencionado, será que esas torturas son necesarias».

C. S. Lewis aplica una exhaustiva observación a su pena, la pérdida de su esposa, pero su práctica puede administrarse con el mismo fundamento a la muerte de los padres, o de un hermano, o más aún ante la pérdida o incluso ausencia de unos hijos. Merece la pena asombrarse con esta lectura y participar de ella.