«LAWRENCE.—La cama es un sarcófago. Cuando me acuesto no sé si me voy a levantar.»
Me alcé en llamas, gritó el Ave Fénix, T. WILLIAMS
Detesto los veranos del Sur, salvo por el largo tiempo de asueto que me permite leer un libro tras otro, varios libros a la vez, abandonarlos, coger otro y a mi antojo volver a los anteriores. Una película de cine negro de madrugada, la música de Chet Baker, Billie Holiday o Samuel Barber, Satie y Charlie Parker, Bach, Ben Webster, Antonio Carlos Jobim. Lo repito: me sienta mal el verano en el Sur (el Sur como territorio indefinible, sin adscripción a ningún país pero que pertenece a éste en el que habito: El sur es un sitio grande, escribió Roger Wolfe), la enfermiza supuración de personas por doquier que ansían el contacto social que aborrezco, conversaciones banales y tediosas, las tribus invasoras, acentuación de mis aversiones y misantropía en grado sumo, las rarezas y manías en carne viva, el deseo de soledad mínimamente compartida y la compañía controlada que me aporte algo interesante, aunque sea una palabra, una sola palabra.
Un bloody mary con un libro entre las manos sintiendo clarividente el anochecer, leer la sección de necrológicas en el ABC, un concierto inspirador y sanador al mismo tiempo, el sonido constante del repiqueteo de la máquina de escribir de Faulkner; prefiero la melancolía de los breves días del otoño y la lluvia del invierno, escasa también en el Sur, y aun así necesito la luz del Sur (en contraposición a la obscuridad del Norte que tanto he sufrido, ¡pero en cambio allí existen los veranos que me gustan): radical paradoja. El médico ya me advirtió: evitar las playas, infestadas de sombrillas como hongos alucinógenos, los niños con sus balones y raquetas, los padres consentidores y negligentes, la pegajosa arena entre los dedos: el mar sigue existiendo todo el año, la vida entera, porque es eterno, y resulta más hermoso en los meses sin calor: ¡¿qué necesidad tiene uno de visitarlo ahora?! (y aun así nunca estarás a salvo de todo ello, me avisó también la doctora). Mi resistencia a echarme en brazos de Morfeo gracias a mi natural hiperactividad, y el insomnio, son un verdadero regalo: el sueño y la cama se erigen como un problema de debilidad humana que estrangula la creatividad, un trauma que se repite día a día como un tajo a todas luces inoportuno. Nunca podré entender a quienes se van a dormir pronto y se levantan tarde, ni a quienes se acuestan tarde y tarde ponen los pies en el suelo simplemente por holgazanería, aburrimiento; en resumen: por insensata ociosidad.
Queda claro entonces con la presente diatriba que odio el verano de este Sur, pero no es lo que quería decir y al final me he visto obligado a escribir: el verano también me hace pensar en otro sur, en Nueva Orleans, Jackson, San Luis o Memphis, en Luisiana y en Misisipi, y me sobreviene una irrefrenable inclinación a releer alguna de las obras de teatro de Tennessee Williams, soberbio y exultante como el mismísimo sol de todo Sur.

Decir algo novedoso sobre Tennessee Williams (1911-1983), uno de los dramaturgos más importantes e influyentes del siglo XX, sería como ponerme a hablar ahora del movimiento de traslación de la Tierra; todo está dicho y bien explicado. Sí que podría apuntar que bajo mi punto de vista existen dos momentos cruciales (o al menos como célula generatriz) en la vida de Williams que se reflejarían posteriormente en su obra: por un lado que a los cinco años de edad contrajese la difteria y su madre le leyese a Shakespeare y a Dickens, y por otro que Williams fuese hijo de un padre violento y alcohólico que se ausentaba constantemente del hogar por motivos laborales. Sobre el primer aspecto hallaremos puntos comunes con los escritores anteriormente citados en los libros del dramaturgo norteamericano: la profundidad psicológica de los personajes y ese realismo crudo que tan bien plasmó en sus páginas, sin olvidar cierto desarraigo y hasta orfandad por la continua ausencia paterna y el infeliz matrimonio de sus padres.

En la obra de Tennessee Williams nos encontramos con un amplio abanico de conflictos en lo que respecta a las relaciones humanas, en especial las sentimentales, pero superando la manida dualidad hombre-mujer y enmarcados en el rico entorno sureño que tan bien conocía el escritor, y todo ello sin olvidar las luchas raciales de una época que le tocó vivir en primera persona. El sentimiento de fracaso y culpa por el daño causado al prójimo es un leitmotiv primario en sus obras, impregnado a su vez por cada uno de los siete pecados capitales y la inigualable descripción que hace de sus personajes, la decadencia, el deseo y los más bajos instintos, el perdedor, abocado de manera irremediable al abismo, sin poder escapar de un destino que ya está escrito y resulta inamovible; el descenso a los infiernos del ser humano, la femme fatale o simplemente una pobre mujer poco amada que de manera directa o indirecta conduce al hombre a la tragedia sin que en ello exista ningún atisbo de misoginia, no, no como una concepción actual, sino más bien como un mito de Orfeo y su desgracia que se repite una y otra vez.

¿Quién no recuerda las legendarias versiones que de sus libros nos ofreció el cine? La rosa tatuada, Un tranvía llamado Deseo, Baby Doll, Piel de serpiente (La caída de Orfeo como obra dramática y Batalla de ángeles en su primera versión en prosa), Dulce pájaro de juventud, y hasta una adaptación en España de El caso de las petunias pisoteadas, y así hasta superar la treintena. Nada se presta mejor al Séptimo arte como una obra de Tennessee Williams, y sin que a pesar del paso de los años pierda vigencia o frescura. Creo que es importante destacar que muchas de las obras dramáticas de Williams fueron en su origen relatos cortos, como por ejemplo El zoo de cristal, La gata sobre el tejado de zinc caliente o La noche de la iguana (todo ellas igualmente adaptadas a la gran pantalla), como una especie de fogueo estilístico, y el verano, ¡ay, el verano!, tanto por aparecer en los títulos como por el contexto lo encontramos en reiteradas ocasiones: Verano y humo, Verano en el lago, El desfile o acercándose al final del verano, De repente, el último verano, o Clothes for a Summer Hotel.

Muchos de ustedes, fanáticos cofrades del soporífero verano, desconocen que los escritos de Tennessee Williams huelen al mismísimo calor de estos meses, una obra pergeñada de un lenguaje exuberante y sensual y cargado de una fascinación y magia primitiva que traspasa las (en apariencia) acotaciones propias de la dramaturgia. Pero Tennessee Williams, que acarreaba problemas con el alcohol, no murió en verano, para regocijo mío, sino cuando el invierno casi tocaba a su fin, sin que haya quedado totalmente dilucidado si fue por asfixia, aunque sí parece claro que en su deceso influyó de forma determinante el secobarbital, un barbitúrico al que era asiduo consumidor y que asimismo hace acto de presencia en muchos de sus libros. Aparte de sus insuperables escritos, me sigue encandilando ese estilo sureño suyo de una elegancia tan antigua que ya no existe, su perfecto bigote, una forma de hablar propia del sur estadounidense, sus camisas y las largas boquillas que usaba para fumar tabaco frente a su inseparable máquina de escribir.

Dicho esto no esperen que componga una sinfonía con violines y tubas en honor al verano (acaso una saeta con carracas al ritmo de botafumeiro en Fu menor), y mucho menos que escriba un panegírico con la Underwood Typewriter, pero llegado a este punto tampoco un libelo, y no lo haré por amor y respeto a la obra de Tennessee Williams, porque el verano que aparece en sus libros es lo único que sirve para redimirnos en esta época. Pueden, si les place, arrojarme a una jauría de perros famélicos; puede cancelarme quien lo desee por lo que afirmo: piscineros, domingueros, playeros y bañistas de toda índole, amantes de las barbacoas caniculares ataviados con pantalón corto y en chancletas, adoradores incorregibles de las terrazas y de sus moscas pertinaces, del bronceado y del cloro en garrafón, de aquellos que dejan fenecer el tiempo bajo una sombrilla, los del sestear indolente y el aire acondicionado y el ventilador de pie o su variante cenital, ¡que sepan ya de una maldita vez que no, que las bicicletas tampoco son para el verano! Por ello que nadie me hable de veranos; quedan advertidos, salvo que sea para ensalzar al escritor nacido en el mítico y viejo sur de la otra orilla.