viernes, 23 de octubre de 2020

"PUERTAS DE ORO". LA ANTOLOGÍA POÉTICA DEFINITVA DE JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

 «Hay personas que tienen la memoria muy llena, pero el juicio muy vacío y hueco». 

MICHEL DE MONTAIGNE 

A ojos de un profano podría deducirse que resulta sencillo componer una antología poética: se escogen unos poemas, otros se dejan, aquellos de este apartado se ponen en cuarentena, este otro gusta pero los de las últimas páginas no tanto... pero no, no es así: en la labor del antologador debe conjugarse su propia visión personal y preferencias, con aquellas que se presuponen tendrán sus potenciales lectores, los que ya conozcan la obra pero también quienes habrían de conocerla, escogiendo con cuidado unos poemas y dejando otros, e incluso en detrimento del gusto personal de quien la lleva a buen puerto. Y si preparar una antología no es empresa fácil aunque lo aparente, escarbar y extraer los poemas más significativos de la obra de José María Álvarez (Cartagena, 1942) todavía resulta una labor de mayor complejidad, dada la excelencia y vastedad de sus composiciones. 

De José María Álvarez han aparecido diversas antologías poéticas en los últimos años, firmadas curiosamente por los mismos antologadores: Noelia Illán Conesa y Aldredo Rodríguez, dos consumados especialistas en su obra y amigos personales del escritor cartagenero. Haciendo un escueto repaso como simple enumeración, se ha publicado una antología basándose en sus ciudades predilectas, otra más teniendo como temática el amor más carnal y sensual, sello inconfundible en la poética de Álvarez (ambas en edición de Illán Conesa), y una antología más sobre su particular Venecia a cargo de Alfredo Rodríguez, que es quien se encarga de la más reciente, editada en Ars Poética bajo el título Puertas de oro

La importancia de la antología que ha preparado el poeta Alfredo Rodríguez radica en primer término en aquello expuesto al comienzo de esta reseña, y en segundo lugar en ser capaz de hacer una selección de su magno Museo de cera y resto de poemarios que forman el corpus poético de Álvarez y hacerlo con éxito. Como ya hace años que escribí sobre Museo de cera en este mismo espacio, no quiero ni caer en los mismos argumentos ni siquiera repasar lo que escribí antaño, aunque muy probablemente coincidan ambos textos. Hogaño, leyendo de nuevo los poemas que conforman esta antología, uno tiene la sensación de estar ante algo nuevo y electrizante, pero a la vez viviendo y respirando en un mundo antiguo, esplendoroso y por desgracia irrecuperable. El propio poeta considera que es autor de un sólo poemario que alcanzará en el futuro las dos mil páginas, pues los libros de poemas que van apareciendo están abocados, como un río a morir en el mar, a terminar formando parte de esa obra que simula ser su única composición y se articula de manera casi bíblica: una obra inconmensurable edificada de infinitos libros, como el engranaje que forma parte de la perfección innata de un reloj.


Puertas de oro es fiel reflejo de una obra que se mira en los Cantos de Pound cuando en su poesía aparece de improviso el fantasma del poeta de Idaho, aunque en otras ocasiones sus versos se travistan en los de La tierra baldía de Eliot, ambos poetas tan bien conocidos por Álvarez; pero su Museo de cera actual y el venidero es como Hojas de hierba de Walt Whitman, al que se le van adosando más y más libros como un leviatán desbocado e imantado. Álvarez es autor de un solo libro y de un solo poema dentro de otros, lubricado de borboteantes referencias; uno podría detenerse a leer sólo sus citas y dedicatorias a ilustres personajes y estar leyendo poesía. Los poemas que componen esta antología, perfectamente seleccionados por Rodríguez, en donde se mezclan odas a otros poetas, músicos y artistas, al amado Burke, por ejemplo, a la carne y el placer, a la Belleza, a la noche, el opio, el jazz... están perfectamente delimitados en un índice como ayuda para el neófito, que como amuse-gueule a esta antología acompaña un soberbio estudio preliminar de cuarentas páginas en el que Rodríguez analiza la obra poética de José María Álvarez  teniendo como epicentro sísmico su Museo de cera, en una edición impecable, total y definitiva en cuanto a antologías se refiere, y un mapa con claras instrucciones para adentrarse en otro universo. 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

HOMO SAPIENS NON URINAT IN VENTUM. DIARIO ÁMSTERDAM. Parte 2 (VERANO 2020. AÑO I DE LA PANDEMIA)

Domingo, 16 de agosto de 2020

Amaneció soleado y con una temperatura por encima de los 20°C que en el clímax del día alcanzó los 30°C. Anoche, a las 22:30 h, comenzó a llover muy suavemente y sin apenas hacer ruido, como un rumor crepitante, y de la misma forma, media hora más tarde, cesó en un último e imperceptible susurro. 

Julio César
Calígula

Salí tarde de la Casa, cuando ya pasaban las 10 h. Llegué al Rijksmuseum y me adentré en sus hermosos jardines, pulcramente cuidados y en donde crees que la perfección podría incluso existir, deteniéndome en cada uno de los enormes bustos de los emperadores romanos que hay expuestos, obra del escultor Bartholomeus Eggers (siglo XVII). Impresionaba contemplarlos de cerca, con su mirada altiva, retorcidos y moldeados en viejo plomo. Me gustó Julio César, que ya intuía la traición, y Calígula, con el rostro inflamado por la locura. Al primero lo asesinaron en un complot en el que participaron más de medio centenar de senadores y en el que alguno ni siquiera se atrevió a asestarle la puñalada traicionera que le correspondía dar: «¡Tú también, Bruto!», exclamó sorprendido el hijo de Aurelia. Hubiese deseado que Eggers esculpiese a Nerón, el emperador que tocaba la lira mientras Roma ardía... como hoy Ámsterdam se quema sin necesidad de fuego y yo ardo en ella esperando un final parecido al de Julio César. ¿O esto ya me ha sucedido?

Me senté a la sombra en un banco de madera situado bajo la cara norte del museo, tratando de no pensar y dejándome acicalar por una anestesiante brisa, saqué un libro y me puse a leer. Los efectos de la pastilla que anoche ingerí en el último momento aún estaban presentes en mi organismo: los ojos querían cerrarse en contra de mi voluntad y los brazos flácidos descansar. ¡He cometido tantos errores, que hasta a mí me cuesta perdonarme! Confié ciegamente...

(La segunda parte de mi estancia en Ámsterdam así como la primera al completo, 
aparecerán en su momento en papel.)

martes, 18 de agosto de 2020

MITAD NÓMADA, MITAD MONJE DE CLAUSURA. DIARIO ÁMSTERDAM. Parte 1.2 (VERANO 2020. AÑO I DE LA PANDEMIA)

Domingo, 9 de agosto de 2020

Me levanté veinte minutos más tarde que de costumbre, y mientras desayunaba (frugalmente, porque a beberse un vaso de leche fría no se le puede llamar desayuno) leí que la escritora neerlandesa-marroquí Naima El Bezaz se había suicidado a los 46 años de edad. Joven escritora de la nueva literatura neerlandesa de «mestizaje», en sus novelas hablaba abiertamente sobre sexualidad (algo que le llevó a recibir serias amenazas) así como de su lucha contra la depresión.

El cielo amaneció ligeramente cubierto de nubes, como dando a entender que la jornada podría ser menos calurosa que las anteriores. Al salir una agradable brisa me empapó con la fragancia de la hierba mojada de Museumplein y de los árboles del vecindario. Y  efectivamente: en general ha hecho menos calor que el viernes y sábado, salvo en la parte central del día.

Con las niñas todo ha resultado como una reproducción exacta de lo acontecido ayer, por eso ya no sé en el día que vivo, salvo que siguen pasando y no hay nada humano que pueda hacer para retener los momentos que paso con Ellas. Casi cuando nos despedíamos, una canción comenzó a sonar por las calles, apareciendo de repente una camioneta y una sintonía que mis hijas reconocieron al instante: «De ijskoopman!», exclamaron ambas al unísono al tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus rostros. El heladero, con su música de carillón y como salido de una vieja estampa de tiempos pasados.

Tras despedirme de Ellas continué con el metro hasta Station Amsterdam Zuid en donde C*** me recogió con el coche. Fuimos hasta Amstelveen y me encontré con A*** y mis sobrinos, así como con A***, una amiga griega a la que conocí hace una década y con la que resulta una tradición coincidir en la ciudad al menos una vez al año. Cenamos un pastel de queso (típico de Grecia), ensalada griega y carne a la barbacoa, yo más carne que la que haya comida en todo el año (y en lo que resta), y no porque esta noche haya comido excesivamente. Tras despedirnos y feliz por haberme reencontrado con ellos y haber regresado a Amstelveen, A*** se empeñó en traerme en coche hasta la misma puerta de la Casa. Yo olía al humo de la barbacoa (que detesto), y me excusé por ello; a ella le hacía gracia que a las 23 h aún llevase las gafas de sol puestas y mi viejo panamá, pero le expliqué que están graduadas para corregir mi miopía y que el sombrero como mejor se lleva es sobre la cabeza. En la calle corría la misma brisa que en la mañana, pero ya había pasado otro día.

Lunes, 10 de agosto de 2020

Salí de la Casa a las 8:45 h, y antes de dirigirme a Noord me alejé de mi ruta habitual girando a la izquierda por la Van Baerlestraat, en donde sin pausa corría un río de bicicletas de todo tipo y porteando jinetes de toda condición: niños consentidos, hipsters de barba larga y cabeza afeitada, ancianos felices y ejecutivos trajeados, y en especial unas chicas bellísimas, ataviadas con enormes sombreros, faldas de diferentes colores que trataban que el viento no levantase y grandes gafas de sol obscuras... me hubiese enamorado de cada una de ellas sin excepción... y desenamorado un segundo más tarde. Seguí hasta pasar por el puente que cruza sobre Vondelpark, ya por la Eerste Constantijn Huygensstraat, y poco después giré a la derecha para proseguir mi paseo por la Overtoom.

Al llegar a Leidseplein cogí el tranvía hasta CS y de ahí el metro a Noord, en donde me subí al autobús 34 y tras recorrer una decena de paradas me apeé de éste y, esta vez sí, pude dar con el cementerio De Nieuwe Noorder, en el que poco hay que reseñar salvo que la veintena de calles que cuadriculan el camposanto llevan cada una el nombre de un pájaro. Sus tumbas y lápidas son muy recientes para despertarme algún interés, al igual que el diseño perimetral del mismo y los edificios, que no me aportaron nada, así que para ser sincero con cementerios así no dan ganas de morirse; nada que ver con el Zorgvlied. Cuando ya me marchaba descendí por una senda boscosa y di con un puñado de tumbas completamente abandonadas junto a la orilla del canal que lo circunda, una de ellas cercada por una verja de poco más de medio metro. En los alrededores crecían enormes ortigas,  arándanos azules y moreras de enormes moras; instintivamente me eché un par de ellas a la boca y al instante sentí la aspereza de la muerte sobre la lengua y las escupí, quedándome durante varios minutos un extraño sabor a tierra húmeda agusanada.


Con mis chicas la placentera intensidad de siempre, y la satisfacción de sentir cómo con S*** nuestra conexión crece cada día; estar con Ellas cada segundo del día es un regalo que exprimo al máximo. Hizo el mismo calor que ayer (menos que los últimos días de la semana pasada cuando dio comienzo la ola de calor) y con una agradable brisa al pasar las primeras horas del mediodía.

Llegué a la Casa al atardecer, sin aliento y agotado, con dolor en cada centímetro del cuerpo, deprimido y con un sueño enfermizo que ni aun así hubiese podido pegar una leve cabezada en ese momento, y al mismo tiempo ansiando con más fuerza aún que llegase la luz del alba y el momento de volver a verlas, pues el tiempo sin Ellas resulta completamente vacío y sólo tierra yerma. Maja salió de su habitación cuando escuchó que estaba en la cocina; noté que tenía ganas de hablar, y me comentó que escuchaba unos extraños ruidos en la escalera y las paredes, y lo solitaria que estaba la Casa, y de ahí pasamos a hablar de algunos escritores neerlandeses y traducciones, de que ayer visitó la iglesia católica Krijtberg y yo le comenté que a N*** la bautizamos en Sint-Nicolaaskerk (basílica de san Nicolás) hace seis años; a continuación salió el tema de la música clásica y de Leonard Cohen, y de Bach... Ella se despidió y entró en su habitación, que está junto a la cocina. Sin mucha ceremonia me calenté un cuenco de erwtensoep (sopa de guisantes) mientras me preparaba un par de sándwiches de arenques crudos con cebolla, tomate y pepinillo, platos que cuando vengo aquí no pueden faltar en mi menú, por lo que me acordé de mi amigo Stefan, que siempre me decía que nunca había visto a un no holandés tan holandés como yo en cuanto a comidas se refiere.

[...]
Las generaciones se siguen unas a otras más aprisa
que los estribillos en una elegía.  
[...]

Max Temmerman, «Octubre»

Por la noche traduje dos poemas de M. Temmerman, entre ellos una larga composición sobre Amberes estructurada en seis partes al tiempo que alternaba la Misa en Si menor de Bach con un concierto en directo de Amy Winehouse mientras me bebía el correspondiente litro de té bien caliente cuando en la calle se rozaban los 26°C y mi habitación, en la última planta, era un auténtico cocedero.

Autorretrato accidental en una noche calurosa

La madrugada se me murió entre mis brazos sin posibilidad de reanimarla.

Martes, 11 de agosto de 2020

Apenas he pegado ojo esta pasada noche, puede que por el exceso de té o acaso fuese por el calor, o también por el impetuoso deseo que me corroe de que raudo llegase el día.

Corría una refrescante y necesaria brisa cuando a las 8:30 h tomé el tranvía 5 hasta Marnixplein y desde ahí el autobús 21 en dirección a Geuzenveld para detenerme en Haarlemmerweg 357 y visitar el Vredenhof, un cementerio que comenzó a usarse como tal en 1897 y fue diseñado por el arquitecto Leonard A. Springer, el mismo que hizo lo propio con el Oosterbegraafplaats, en el pólder Watergraafsmeer. Como ya intuía y así pude comprobar con el mapa en la mano, el cementerio Vredenhof se halla separado del Sint Barbara (en el que estuve el último día del año pasado visitando la tumba de F. Starik) por el Tuinpark Nut en Genoegen. El camposanto emana la tranquilidad y el encanto de otros muchos cementerios que hay en Ámsterdam, antojándoseme como un pequeño Zorgvlied y nada que ver con el que visité ayer. Poco después de entrar comenzó a llegarme un extraño olor que me hizo pensar en la cebolla cocida y preguntarme si habría alguna fábrica de embutidos cerca. Estuve paseando por su interior una hora, recorriéndolo por completo en un par de ocasiones, bajo las sombras de la gran variedad de altos árboles que hay plantados y acompañado de la escandalosa sintonía de las urracas que campaban a sus anchas sobre lápidas y tumbas. A la entrada del cementerio, en el que está enterrado el famoso cantante local Johnny Jordaan, se encuentra una preciosa villa, y ya fuera del mismo el molino (de harina) De Bloem.


Tras la visita hice el camino de regreso en autobús hasta CS. A continuación permanecí media hora en las librerías Scheltema y Athenaeum (en el Spui), para poco después tomar el metro y el autobús en dirección a Amsterdam-Noord y encontrarme con Ellas y disfrutar los tres juntos de otra jornada viva y apasionada que concluyó a las 19 h y en el que ambas mostraron nuevamente su resistencia a separarnos: N*** con llantos y abrazos, y S***, que suele ser más indiferente conmigo, pataleando con rebeldía.

Jan van Oldenborgh, un investigador del Instituto Nacional de Meteorología (KNMI) asegura que estamos acercándonos «a la semana más calurosa jamás registrada en los Países Bajos», y que lo inusual no serán las altas temperaturas sino la duración de la propia ola de calor.

Cada día paso por la Nieuwe Spiegelstraat para regocijarme con los cuadros y antigüedades que en esa prodigiosa calle se manifiestan, y en especial con un rariteitenkabinet (gabinete de curiosidades) expuesto en el escaparate de una tienda en el que me detengo durante varios minutos para gozar de sus maravillas como un niño. En España, junto a mis estanterías de libros, yo también poseo un auténtico Wunderkammer inserto en un pequeño y antiguo armario de madera en donde guardo elzevires y plantinos-moretus, varios tomos del Quijote editados por la viuda de Ibarra en 1787 (me faltan dos que no encuentro sueltos), un Index librorum prohibitorum del siglo XIX y el Diccionario infernal de Collin de Plancy. Conviven con éstos varias biblias neerlandesas del siglo XIX, la primera versión al español (1905) de Las flores del mal de Baudelaire, así como una edición neerlandesa de 1740 del famoso tratado Geneeskundige Waarnemingen [Observaciones médicas] de Nicolaes Tulp, eminente cirujano holandés (y alcalde de Ámsterdam retratado por Rembrandt en su Lección de anatomía) que pedí desde el hospital el mismo día que N*** nació, y la Description De la Ville D'Amsterdam En vers Burlesque de Pierre Le Jolle al que no hace mucho unas monjas le cambiaron sus deterioradas cubiertas; dentro también hay un san Bonifacio en bronce que compré en esta ciudad hace veinte años (el llamado «apóstol de Alemania», asesinado en Frisia); un conus marmoreus como el que Rembrandt inmortalizó en un grabado, búhos de bronce, un diminuto Napoleón de plomo a caballo, un shofar o un dreidel. Pero el auténtico tesoro que ahí guardo no son sino los coloridos anillos de plástico de mis hijas, tarjetas con las que me felicitaban el día del padre, una pequeña sirena de plástico subida a una ola, o los trocitos de piedra de color turquesa de los baños del colegio en el que N*** comenzó la escuela en España y que traía a casa a diario como si fuesen un tesoro. Y de vez en cuando abro mi Wunderkammer para darme cuenta que en su día yo también tuve una vida maravillosa.

Por la noche, leyendo y traduciendo en combinación con el litro de té y el «Mr. Crowley» de Ozzy Osbourne en modo repetición, necesité tomar una pastilla para dormir, de las que en su día leí que también tienen vida (media de permanencia en el organismo): 15 horas, y que se metabolizan por vía hepática. Todo muy extraño.

Miércoles, 12 de agosto de 2020

Había quedado con mis cuñados C*** y A*** para vernos antes de su viaje a Atenas. Nos sentamos en el café del Stedelijk Museum a tomar un té, y a las 11 h nos despedimos, yo tomando mi camino de siempre.

Como aparecen los auténticos tesoros: sin buscarlos. Como el que se tropieza con una piedra preciosa en un camino por el que ese día no tenía decidido pasar; como yo mismo afirmo en mi propia teoría contrastada hasta la saciedad (perdón por la autocita): «Todo libro está destinado a tener un dueño y no otro», este nació en una imprenta junto al Támesis para mí (y para los múltiples que tuvo antes y los que vendrán después de mí en la trasmigración de almas), esta edición tardía o postmortem (1820) del The Lives of the English Poets (1781) en dieciseisavo, intonsa e ilustrada con minuciosos grabados, la obra del omnipotente Samuel Johnson, que como mandan los cánones del buen inglés no podía sino profesar la fe anglicana y ser feligrés del Partido Tory (como el apóstol Eliot); el implacable y poderoso crítico hijo de un pobre librero, el también poeta e incisivo aforista cuando el aforismo no existía; el chico más listo de la clase desde que acudía a la guardería (si las hubiese habido) de su Lichfield nataly el que en el Olimpo anglosajón se sienta en lo más alto llegando a palpar con la yema de los dedos el mentón de Shakespeare. Cuando me disponía a pagar los dos volúmenes el librero me preguntó que dónde los había encontrado (podría haberle respondido sin titubear que conozco cada balda de la librería y que he llegado a dormir aquí sin que nadie se percatase de ello, sobre las viejas revistas Wendingen, las más bonitas del mundo, como bien sabe el escritor y bibliófilo Juan Bonilla). La lascivia voyeur del librero me hizo sentir que rozaba la inusual albura del mirlo, rara avis (como el año pasado con el Nuevo Testamento protestante impreso en 1875 anno Domini que incluía un cancionero con las partituras de los salmos y encuadernado en cuero de vaca frisona que perteneció a alguna suerte de Emily Dickinson calvinista). Al pagar me falló por dos veces la tarjeta (¡oh corrompida modernidad!), temiéndome lo peor, sentí el temblor del delirium tremens, pero jamás perdí la compostura (eso lo he aprendido de Cagney, Bogart y Wayne). Luego el pitido del éxito, y el joyero se congratuló de mi compra y yo sentí el chute de dopamina que dicen que experimentan los asesinos en serie tras acabar su faena, como si se pudiera comprar benzodiacepina en rama en el Albert Cuypmarkt creí escuchar en directo el último discurso de John Donne y terminando de escribir esta crónica apresurada (o un kronkel de los que firmaba en Het Parool el articulista y escritor Simon Carmiggelt) el tranvía se detuvo en mi destino final, que siempre es mi principio... era el Verbo.


Las niñas salieron hoy más tarde de lo normal. Comenzamos tranquilamente a pasear por el barrio en dirección opuesta a la que acostumbramos, con un calor asfixiante y buscando más que nunca el cobijo de los árboles. S***, que pedaleaba sobre su bicicleta rosa, me sorprendió porque sin venir a cuento me pidió visitar el pequeño cementerio cuya iglesia coronada con su alta veleta nos guiaría hasta él, «y en el que hay gente muerta bajo las piedras», me explicó, y me agradó la idea, mientras que N*** propuso echarle el pan enmohecido a los patos, que fue lo primero que hicimos pero conviniendo visitar el cementerio más tarde, algo que finalmente no sucedió y originó un tremendo berrinche de S***. A la vuelta, en lugar de coger el tranvía en la Ceintuurbaan como suelo hacer tras ascender desde la profunda boca del metro, preferí caminar hasta la Casa por el barrio de De Pijp, recordando los paseos con N*** en mi estancia de abril del año pasado... casi podía verla detenerse en cada rincón, en ventanas y establecimientos, acercarse a una gaviota, arrancar una flor o coger una mariquita, como esta tarde, que al descubrir entre la hierba a un zapatero, ha exclamado sorprendida y emocionada «¡una mariquita de España!», cogiéndola entre sus dedos con dulzura, acaso porque ver el insecto le haya hecho recordar aquellas áridas y montañosas tierras del Sur, a las que Ellas también pertenecen.

Hoy se cumplen cuatro años de la muerte de Lauren Bacall, y yo me siento esta noche más deprimido que de costumbre; lo positivo es que me he acostumbrado a sobrellevarlo, pero no dejo de sentir un enorme hueco que se ciñe sobre mí, como una segunda piel, y una nube negra sobre la cabeza, como yo la llamo, que si al menos fuese como esos versos de Trakl que en estos casos recito de memoria: Sobre negra nube, tú / cruzas ebrio de opio / el estanque nocturno. No existe vacío exterior; yo soy mi propio vacío y podría despeñarme por mis bordes.

Jueves, 13 de agosto de 2020

Seguí mi rutina diaria: hoy callejeando durante una hora hasta llegar a Leidseplein, si bien cuando me disponía a subirme al tranvía me di cuenta que había olvidado la mascarilla, por lo que tuve que buscar una farmacia, que recordaba había una cerca (no suelen abundar en este país y algunas son más como una especie de droguería o parafarmacia) jurando en arameo porque me he traído hasta aquí un arsenal.

Ya en Amsterdam-Noord hoy sí acudimos a la iglesia de Buiksloot (antes pueblecito independiente de Ámsterdam y ahora parte de ésta) y su cementerio adyacente al que S*** ayer deseaba visitar y en el que ya habíamos estado la semana pasada N*** y yo. Les fui aportando alguna explicación mientras paseaban y brincaban de un lado al otro sobre el verde del minúsculo camposanto en forma de herradura cercado completamente por un canal en el que proliferan los nenúfares. A mí me daba apuro que pisasen las lápidas, y más aún que se sentasen sobre ellas, mientras iban trayendo flores, piedras y unas conchas que encontraron sobre un tocón podrido repleto de insectos. Aunque en algunos lugares de Gran Bretaña las familias hacen pícnics sobre las lápidas de estos cementerios (yo mismo lo presencié en Newcastle), a un mediterráneo como yo esa imagen se le hace difícil de digerir. En su interior los tres percibíamos la relajación que irradiaba el lugar, resguardados bajos las sombras de los árboles de otro día caluroso dominado por un sol impenitente mas circunscritos en un hermoso silencio que era quebrado tan sólo por sus voces, igualmente apacibles. Cuando poco antes de marcharnos escuchamos el doble repique de campanas anunciando las 14 h, S*** me susurró al oído que tenía miedo y que quería que la tomase en brazos. No me agradó que se asustase, pero sí que sintiese que conmigo estaba segura.   

Ya de regreso el cielo comenzó a cubrirse ligeramente, y por lo que deduzco de las predicciones meteorológicas y cuanto sé de esta ciudad, tengo la sensación que esta noche dará comienzo a fuego lento el otoño, aunque todavía se presente algún día e incluso semana de asfixiante calor; aun así mi habitación seguirá siendo por un tiempo mi particular crematorio. Al llegar a la Casa puse una lavadora y me dispuse a comer (hoy pasta con verduras) acompañado de Maja, al tiempo que estuvimos charlando a lo largo de una hora y hasta que tuve que bajar al sótano a recoger mi ropa y ella salió a dar un paseo por Vondelpark. En Amsterdam-West, no muy lejos de la Casa, la policía ha abatido esta tarde a un hombre que llevaba un cuchillo y amenazaba a los transeúntes, y en la playa artificial de Ijburg, zona en la que Ellas han vivido hasta ahora, un bañista ha encontrado el cadáver de una muchacha y posteriormente se ha ahogado otro hombre.

Y sin darme cuenta llegó la noche; ya me queda menos para que llegue la luz y volver a verlas. Por más que lo intento no hay forma de dejar de pensar en los días que se han quedado en la cuneta y en los que me quedan por estar con Ellas, especialmente cuando me despierto, y más aún cuando al atardecer regreso a la Casa y la noche también me invade a mí. ¿Cuántas noches he pasado ya como esta? ¿Un millar? Casi. No quiero pensar en los últimos días, ni cuando haga la maleta y tenga que marcharme y baje estas escaleras que crujen incluso con mi escaso peso, y menos aún cuando les dé el último beso de este verano, y sus labios impregnen mi cara de saliva y por desgracia poco después se seque. Ya escribir estas palabras no son sino gramos punzantes de estertor y agonía.

Viernes, 14 de agosto de 2020

Mientras dormía, no sé en qué momento de la madrugada, escuché tronar en varias ocasiones. Al salir a la calle a la hora de costumbre ya pude percibir que hoy las temperaturas serían bastante más bajas que las de esta última semana. Flotaba alta en el cielo una finísima capa de nubes que aun así permitían que de vez en cuando el sol brillase, aunque no con la plenitud de los días pasados. 

Alcancé el Dam caminando por los canales, y como un autómata visité las librerías Scheltema y Kok (que debido a la pandemia apenas abre cuatro días a la semana y en horario muy reducido), y desde ahí tomé dirección sur por el Oudezijds Achterburgwal hasta llegar a la Facultad de Humanidades de la UvA (Universiteit van Amsterdam), ubicada en el edificio Oudemanhuispoort y que tantas veces visité en el pasado. Pasé a su patio interior, majestuoso y silencioso, y presidido por el enorme busto de la diosa Minerva. Poco a poco el cielo fue encapotándose más y más de nubes; al pasar por la estación del Rokin me subí en el metro 52 rumbo a Amsterdam-Noord, una línea de la que me sé de carrerilla todas sus paradas, de norte a sur: Noord, Noorderpark, Centraal Station, Rokin, Vijzelgracht, De Pijp, Europaplein y Station Zuid.

Ya en Buiksloot las blancas gaviotas graznaban surcando un amenazador cielo carbonizado, e instantes después varios truenos se descerrajaron no muy lejos de allí vaticinando que la tarde habría de ser tormentosa. Como Bogart le aconseja a Bacall en Tener y no tener, al llegar a mi destino me sitúo bajo el balcón de mis dos Julietas, silbo un par de veces y aparecen risueñas y angelicales, irradiando la felicidad de la que yo carezco, supongo que por verme, ya que ambas comienzan a saltar emocionadas llamando mi atención. Nos adentramos en una parte del barrio totalmente vacía de niños, y en las dos horas siguientes los tres no hacemos otra cosa que entretenernos en capturar mariposas con las manos.

A las 14:30 h nos cruzamos con varios grupos de musulmanes que regresaban de alguna mezquita tras el rezo de los viernes, envueltos en sus largas túnicas y sujetando en la mano una alfombra enrollada. Decidimos ir a comer a un restaurante turco que hay en la esquina del centro comercial. Nada más entrar intuí rezongando que no servían alcohol, pero aun así pedí una cerveza con la que llevaba soñando toda la mañana, imaginando, cual capitán Haddock, que aquellos objetos que forraban la pared de detrás de la barra y hasta el techo no eran sino botellas de diferentes licores, pero me confirmaron lo que sospechaba. Grupos de jóvenes otomanos, ya nacidos aquí, hablaban entre ellos en turco mientras bebían refrescos y se fumaban cada uno un enorme narguile. Al poco de sentarnos comenzó a llover y a tronar de forma desmesurada, pero Ellas se mostraron felices de presenciar el espectáculo... el problema fue que cuando tuvimos que marcharnos aún seguía diluviando, y mi panamá, este en concreto por segunda vez y aquí en Ámsterdam, quedó deformado por el agua. Y despedirme otro día más de Ellas; no me importaba la lluvia ni los truenos, ni el sombrero, ni ver apenas con las gafas de sol puestas, tampoco pegar varios resbalones, sólo tener que decirles adiós de nuevo: N*** me hizo volver en varias ocasiones para que le diese el enésimo abrazo, me pidió que no me fuese y que me quedase a dormir, y no supe qué decirle, pues es algo que no dependía de mí. Le susurré la canción de Prince «Purple Rain», que tanto nos gustaba cantar en España, y me despidió con la mano hasta que la perdí de vista. En el autobús y luego en el metro volví a sentir el dolor de siempre, ese que me agarra de la garganta y no me deja respirar. Al llegar a la Casa, en pleno centro, pude comprobar que aquí no había caído ni una sola gota de agua, y al hablar por teléfono con C*** y A*** me dijeron que en Amstelveen tampoco.

Pasada la medianoche, mientras estaba echado sobre la cama leyendo en espera del sueño, escuché el estruendoso zumbido de un insecto acercándose a la luz que emitía la lámpara: era una mariquita, y ese pequeño ser que tanto les gusta a mis hijas (y a mí también) me hizo recordar sus manos tratando de capturarlas, en especial una imagen del verano pasado en España. El nombre que en neerlandés se le da a las mariquitas es tan largo como curioso: lieveheersbeestje, «el bichito de nuestro querido Señor». Abrí la ventana; una ligera capa de niebla húmeda quedaba suspendida bajo el infinito negror. Hacía demasiado frío para desterrar a la mariquita de la habitación y dejé que pasase la noche al calor de la bombilla; era una emisaria procedente del sueño que en ese instante las narcotizaba, sin duda enviada por Ellas, que me traía un mensaje aún por descifrar y que me daba las buenas noches.

Sábado, 15 de agosto de 2020

A pesar de que anoche apagué el despertador, hoy me he despertado no a la hora de siempre sino mucho antes. Una obscura luminosidad penetraba por las rendijas que dejaban sin tapar las cortinas de los altos techos de mi habitación y en el exterior una poderosa luz daba lugar al engaño, pues quedaba dibujado con total precisión el típico cielo de grises nubes de los Países Bajos, ese que al volar en avión queda empañado nada más entrar en Bélgica, cuando poco antes estaba completamente despejado.

El día de hoy, en el que ya se cumplen dos semanas de mi llegada, estaba predestinado a ser tal y como ha sido. En los últimos años, cada vez que vengo a Ámsterdam, siempre surge algún día inútil y sin sentido, en donde nada tiene que ver la ciudad sino las personas, y no todas, simplemente algunas, dos o tres y ninguna más. Como no merece la pena detallar ni explicar este asunto, porque ni tan siquiera yo lo llego a comprender, el caso es que como el lunes comienza el nuevo curso escolar y Ellas van a seguir escolarizadas en Ijburg, esta mañana ya se han marchado allí. La excusa para que no las haya podido ver hoy es que estaban «muy cansadas (porque yo las he agotado en estas dos semanas) y necesitan reponerse para el lunes».

Salí a las 10 h de la Casa (y tuve que volverme a coger algo de manga larga, que luego no necesité), dando un larguísimo paseo y callejeando hasta el Dam como me gusta hacer. Visité las tiendas de música y cine Fame y Concerto Recordstore (en donde adquirí Marie Antoinette, la particularísima biografía que sobre la reina consorte de Francia filmó Sofia Coppola en 2006), acudí a la bilblioteca central, paseé por el antiguo barrio judío y por las inmediaciones del Amstel, y entré en las librerías Kok y Scheltema, recorridos con los que habré hecho fácilmente más de diez kilómetros. Una vez que ya se me confirmó lo que ayer ya intuía (y N*** también temía), y que hoy estarían «muy cansadas», decidí, no sé bien por qué, subirme al metro e ir a Amsterdam-Noord aun sabiendo que no se encontraban allí. Las ventanas del balcón estaban cerradas, y el parque, lleno de niños, me pareció triste, casi nauseabundo. Aproveché para comprar algo de fruta y verdura en la tienda árabe y regresé, hoy antes que nunca: a las 16:45 h.

Al girar la llave para abrir esta Casa me suele abordar un olor que aún no he podido olvidar desde la primera vez que aquí estuve, como tampoco el que emana en los días de calor esta tercera planta, ni la fresca humedad del sótano ni el perfume con el que el detergente de la lavadora impregna la ropa recién lavada. Si me ofrecieran esta misma habitación, una paga mensual y total libertad sin la obligación de tener ningún trato social con nadie, aquí estaría toda mi vida, por estar cerca de Ellas, escuchando el ruido que producen mis pisadas, en esta última estancia en esta Casa en la que la mitad del día soy un nómada y el resto monje de clausura.

El diario personal es uno de los géneros (o probablemente haya que decir subgénero) que siempre apetece leer; puedes abrir una página al azar y simplemente detenerte en un día concreto, sumergirte en las reflexiones del diarista y emocionarte con la descripción de un paisaje, disentir con su particular visión del mundo o sufrir por su interminable angustia. Esta tarde, cuando ya regresaba en este día baldío y frustrante, volví a detenerme en Scheltema para comprar el diario de la escritora y ensayista Doeschka Meijsing (1947-2012) publicado por la editorial De Arbeiderspers en su exquisita colección Privé-Domein, especializada en autobiografías, ediciones epistolares y diarios. Meijsing está enterrada en el mismo cementerio que el poeta Menno Wigman, tumba que también he visitado en varias ocasiones. De los diarios que regularmente aparecen en España, el que espero como un auténtico acontecimiento es el de Hilario Barrero, publicado de forma bianual, es para mí una verdadera fuente de inspiración y estilo a imitar en cuyas páginas abundan las referencias a poetas y compositores clásicos, hermosas descripciones de su Nueva York adoptiva y de su Toledo natal, y con esa forma que posee de pintar con palabras la metamorfosis de la luz, él que es un hombre madrugador y a la vez curioso, también pintor y melómano, y enamorado de Hopper y de Dickinson. En este último año también me he visto seducido por los diarios del poeta Benítez Ariza, especialista en este universo autobiográfico de manera muy activa tanto en papel como en formato digital, si bien revestidos de un estilo que encierra cierta heterodoxia en el género y con un enfoque más arriesgado y por ende distinto a los de Barrero o por ejemplo a los de García Martín, que también son muy interesantes. Los diarios de Ariza (del que recomiendo La novela de K.) se van construyendo de agudas anotaciones y salpicados de observaciones de enorme plasticidad y momentos reflexivos que vienen refrendados por su pasión por la pintura paisajística, pues él también es un excelente acuarelista.

Escribo esto cuando ahora faltan casi dos horas para que caiga por completo la noche, rodeado de este absoluto silencio que reina en el barrio, y roto tan sólo por el sonido de los cubiertos chocando contra los platos que brotan de las casas vecinas. Maja se marchará el 22 de agosto, y la semana que me resta por estar aquí (en la que no quiero ni pensar) yo seré el único habitante de esta vivienda, unos días que se consumirán como sólo se consume lo que más se ama.

lunes, 10 de agosto de 2020

LA NOCHE ES LARGA. DIARIO ÁMSTERDAM. Parte 1.1 (VERANO 2020. AÑO I DE LA PANDEMIA)

Sábado, 1 de agosto de 2020

La noche es larga, y hombres en la noche, / que nunca han combatido, inventan armas. Con estos dos versos con los que el poeta Julio Martínez Mesanza cierra «La eterna caballería», yo abro mi ansiada estancia en Ámsterdam, en este nuevo viaje que ha resultado incierto hasta el último momento. 

Ha sido una noche larga, la última sinóptica de los meses anteriores, pero hoy ya nada importa. Noches tan obscuras como la primera noche de los Tiempos, pero aquí estoy, en mi ciudad nórdica natal, la de un sureño de montaña fatal, en la ciudad que ahora es deslumbrada por esos ojos robados, por las calles que hacen resonar el eco de las más bellas risas escuchadas, y por cuyos canales vago como el espectro de un viejo marinero sin barco y extraordinariamente naufragado. La Noche, y las noches de estos últimos años, mijn nachten, en las que he leído libros rebosantes de vómito y escrito poemas insómnicos, he visto películas mudas con subtítulos desgarrados; nocturnidades en las que me he dedicado a cuidar los cactus con las púas más afiladas de mi abrupto universo, muchos ya secos de tanta sed; y penumbras en las que he avistado pájaros más hermosos que la propia vida y obscuridades en las que he subido a todas las sierras y montes de mi alrededor, con sus paredes mefistofélicas donde descansan los buitres esperando nuestros cuerpos henchidos de carroña y hendidas rocas dinosáuricas, haciendo rutas ignotas por barrancos y lenguas de piedras imposibles de pisar... pues al ascender montañas completamente solo percibes la vulnerabilidad humana, la soledad y la miserabilidad frente a la inmensidad de esas moles rocosas que rozan la eternidad, porque existir se ha convertido en eso... pero ahora estoy aquí, pandémico y restrictivo, en los pólderes y bajo agua, pero con Ellas, ya nada me importa.  

A las 6 h llegué al aeropuerto tras tomar un autobús de madrugada tal y como hice la pasada Navidad, tomando tierra en Schiphol a las 14 h, envuelto en una neblina húmeda y lastimosa. He pasado frío desde que me despedí de mis padres; al llegar a Ámsterdam más aún. Tras recoger las llaves de mi habitación en la Casa del traductor, y darme cuenta que era el primero sin saber quienes ni cuándo llegarán los otros dos traductores (no seremos cinco en esta ocasión), me fui en dirección a Amsterdam-Noord, una nueva ruta con sus metros, autobuses y tranvías que he memorizado en el trayecto de ida...

...Y allí por fin he vuelto a encontrarme con Ellas, cinco meses y un día después, gritándome desde el balcón con una emoción indescriptible e indicándome que saldrían por la puerta principal. Como había transcurrido tanto tiempo desde nuestro último encuentro, temía que la reacción de ambas fuese tibia, en el mejor de los casos. Pero no, N*** ha mostrado la efusión de siempre, mantenida a lo largo de toda la tarde, y la pequeña S***, que era la que más preocupaba, no paraba de cogerme la mano y llamar mi atención (aunque ya había tenido momentos similares a estos en el pasado), repitiéndome una y otra vez que no me fuera nunca más... y pocos serán conscientes de lo que significa escuchar esa súplica de un ser tan pequeño y puro como ella, que roza lo religioso, y saber que de nuevo volveré a marcharme.

Tras estar investigando los lugares de la zona, parques, árboles y tocones en donde crecen las setas, y hablando y jugando con Ellas, me he marchado prometiéndoles que nos veríamos durante todo el mes; yo que soy un experto en Tiempo y Abismo, sé que éste que estaré aquí será sólo un suspiro, y Ellas también lo intuyen. 
Hice algunas compras aún estando con N*** (pues S*** fue antes a darse un baño) y durante el viaje de regreso tomé mi cena: un batido de verduras (tras apenas haber comido en todo el día), llegando a la Casa al anochecer, con la cabeza embotada, cansado y dolorido, con sueño pero sin querer dormir. Me sentía un poco contrariado porque elegí la habitación 5 creyendo que era la 4, que es la que me asignaron el año pasado, pero al entrar y salir varias veces de ella con la intención de acomodarme en esa (pues también está vacante) decidí que lo mejor era permanecer en la 5 (que fue en la que pasé mi primera estancia en el verano de 2018), pues de lo contrario vería a N*** en ella tal y como estuvo la vez anterior y no podría soportarlo, ya que esta vez debido a las medidas adoptadas a causa del coronavirus no están permitidas las visitas.

Mi escritorio
Por la noche me encontré con Maja Weikert, la traductora bosnia (que reside en Alemania) y con la que ya coincidí hace dos años, y por lo que me cuenta falta otro traductor, que por el nombre presiento que será italiano.

Domingo, 2 de agosto de 2020 

A las 8 h fueron Ellas quienes me despertaron porque ya querían que fuésemos al parque, algo que hicimos poco más tarde y hasta las 18 h sin un segundo de descanso. Al despertarme aún me dolía la cabeza y en especial la espalda y los músculos del cuello, cortesía de mi pesada maleta en comunión con las escaleras de la Casa. Le temo a este tiempo estival de aquí, pues realmente nunca hay un verano como los que yo conozco y en raras veces el tiempo es cálido por completo (salvo que se esté inmerso en una ola de calor), ya que aunque llegues a creerlo, una racha de gélido aire te hace sentir lo contrario, y no sabes si has de llevar ropa de primavera o de verano, por lo que suelo sufrir fiebre en estos primeros días, lleno de alucinaciones e hipnotizado, pero este año no me gustaría que eso sucediese. El escritorio ya está sembrado con mis libros, objetos personales y pastillas para diversos fines.  

Salvo en el transporte público, en Ámsterdam la mascarilla no es obligatoria, pero yo la llevo también en tiendas y supermercados, y voy con mi gel hidroalcohólico a todas partes, con un surtido de mascarillas y las instrucciones de uso bien detalladas por mi santa madre. La ciudad parece triste, con menos movimiento y apenas turistas, con algún rara avis como yo, que ya no sé qué soy para esta ciudad tan celestial como infernal. Últimamente Ámsterdam me resulta un lugar atribulado, pero me cruzo con lugareños felices, así que puede que el apenado sea yo.

Tradicional foto de llegada
Estas últimas 48 horas han sido tan intensas (en especial el emocionante encuentro con Ellas) que lo que sucedió ayer, el día de mi llegada, tengo la sensación de que fue hace meses. Cuando entré en la Casa me encontré con una veintena de periódicos atrasados y dos paquetes para mí: los libros que me ha enviado el propio Max Temmerman, del que estoy preparando una antología y razón por la que regreso a este Templo, y la versión neerlandesa de Ordet (La palabra), el filme que llevó magistralmente al cine Carl Theodor Dreyer y que está basado en la obra de teatro homónima de Kaj Munk, una de las diez películas de mi vida. Sobre el poeta Temmerman, que me lo descubrió el año pasado mi buen amigo Stefan Wieczorek (al que echaré de menos en esta ocasión pues ya estuvo en la Casa el pasado mes de julio y completamente solo), posee una poética que desciende claramente de la estirpe de los Stefan Hertmans, Paul Snoek o Hugo Claus, con un estilo que se entronca en la hermosa cotidianeidad de cualquier vida así como con el paisaje flamenco o en la compleja dualidad del pueblo belga. 

Lo mejor del día ha sido reencontrarme con Ellas; lo peor las desesperadas lágrimas de N*** para que no me fuese y el rostro lleno de tristeza de S*** mientras agitaba sin descanso su mano para despedirse de mí. A mi corazón se le va formando una dura coraza, o eso creo, pero siempre queda una grieta imposible de taponar. 

Por la noche estuve escuchando a Herr Bach, tomé varias pastillas para diferentes propósitos y rematé la noche con un litro de té. En la cama escuché las campanadas de la Obrechtkerk. 

Lunes, 3 de agosto de 2020

Cuando me despierto, lo primero que hago es contar los días que me quedan por estar aquí, con Ellas, y al morir otra jornada y llegar la noche para mí es una pequeña batalla perdida... hasta la derrota final. Esta mañana también llovía, que no es ni más ni menos derrota, sino el estado natural de la vida en esta ciudad mía.

Escuchaba, aún adormilado sobre la cama, cómo desde el amanecer caía una ligerísima lluvia; a las 10 h, cuando el sol regresó de las tinieblas coincidiendo con el preciso instante en el que me encontraba con Ellas, cesó de llover. S*** se sentía apática tras el largo día de ayer, delicada como un reyezuelo, con sus delgadas y blancas piernas, con su cuerpecito asediado por los ataques de los salvajes mosquitos... por lo que no le insistí en que nos acompañase. N*** y yo estuvimos jugado en todos los parques que encontrábamos a nuestro paso (que han sido muchos), y a las 15 h una tormenta descargó abundante agua a lo largo de una hora. Nos refugiamos en un centro comercial y comido eso que aquí llaman belegde broodjes (bocadillos) y unas mandarinas, por cierto españolas. Luego la despedida, y S*** me envió un mensaje de audio diciéndome que me echaba de menos, y los dos segundos que registraron sus suaves palabras se me antojaron como un poema perfecto, una pequeña obra de arte que me ha insuflado una vida entera... mas tan efímera que nada más nacer ha expirado sin remedio.

Realizo mi vía crucis diario de tranvía, metro y autobús, sin sorprenderme en absoluto de que aquí la mascarilla no sea obligatoria salvo en el transporte público (aunque los ayuntamientos tienen competencias para modificar su aplicación), si bien en este asunto estoy en total desacuerdo, pues al no hacer uso de ella se puede contagiar a los demás, y ya no es simplemente una decisión personal. La filosofía de este país a lo largo de su historia (pienso —y me deleito— en cuánto significaron estas ciudades holandesas para Descartes, Spinoza, John Locke o Johan Rudolph Thorbecke) ha sido la de no cercenar bajo ningún concepto la libertad individual, un liberalismo que va más allá de la propia ideología, gobierne quien gobierne, y algo que le comentaba a Roger Wolfe esta misma tarde tras un mensaje suyo al respecto, y con el que comparto esa máxima del movimiento libertario norteamericano de «Dont tread on me» [sic]. Jamás en este país se les hubiese ocurrido un confinamiento tan salvaje como el que España sufrió, ni se hubiese prohibido practicar deporte de manera individual como tampoco hubiesen paralizado la economía por completo ni un sólo segundo, porque eso hubiese sido como detener los reactores de un Jumbo en plena maniobra de despegue. Aunque en la actualidad las ideologías se han difuminado hasta la más absoluta decadencia, probablemente porque los partidos y sus dirigentes ni poseen altura política ni mucho menos se les pueda calificar de estadistas, el potencial votante (menos preparado que antaño) se encuentra ciertamente confundido hasta el punto de mezclar el liberalismo y la democracia cristiana, ideologías que tienen profundas e innumerables diferencias, en especial en sus orígenes (el concepto Estado, colectivismo vs. individualidad...), si bien también comparten varios puntos de vista y en especial luchan contra un enemigo común, que no es difícil adivinar. 

A la vuelta demoré mi regreso, con un sol que quería reinar pero no podía, paseando por el Vondelpark y sus cercanas y elegantes calles, y por lo demás esta Casa, que sigue vacía, salvo Maja, con la que sólo me he encontrado una vez tras nuestro saludo inicial, y sin rastro del otro traductor.  

Martes, 4 de agosto de 2020

A pesar de mi agotamiento, a las 4 h aún seguía despierto, mientras escuchaba constantes ruidos (creo que) en la calle pero que parecían trasladarse a la Casa y subir las escaleras escalón a escalón hasta mi habitación, aunque en el insomnio de anoche también influyó el litro de té que me bebí antes de irme a la cama. 

Me levanté antes de las 8 h, y poco más tarde salí a la calle. Lucía el sol, aunque a la sombra corría un viento helador. Como aún tenía demasiado tiempo y nadie me esperaba (tal y como me sucede en los últimos años) anduve pausadamente sobre la hierba húmeda de Museumplein hasta llegar al Rijksmuseum, caminando por el hermoso barrio de galerías de arte y anticuarios del Nieuwe Spiegelstraat, vacío de gente, hasta girar por la Kerkstraat, aún más desierta y tranquila que la anterior, mientras buscaba el sol que pudiese calentar mis ateridos huesos. Llegué al Dam y tomé el metro hasta CS, estuve unos minutos en la Biblioteca central, volví a coger el metro hasta Amsterdam-Noord y me apeé del autobús junto a la Iglesia copta ortodoxa que había observado los días anteriores, pero estaba cerrada, y tras hacer algunas fotografías proseguí mi camino.

Poco después me encontré con Ellas. Recorrimos de nuevo cada uno de los parques de la zona, el centro comercial (que supone para mí todo un esfuerzo de dura negociación con mis chicas pues quieren comprarlo todo, y podría afirmar sin dudarlo que la última cumbre europea fue un juego de niños comparada con las artes diplomáticas que he de poner en práctica a diario) y un descanso para tomar un cremoso y gigantesco helado que se derretía por sus bordes. A continuación más parques, y más niños que iban y venían y con los que Ellas hablaban y yo también.      

Al regresar a la Casa lo de costumbre: comer, llamar a mis padres y traducir a Temmerman. Hoy estuve hablando con Maja, que me confirmó que el otro traductor, en caso de venir será en la segunda mitad del mes, pero que aún no hay certeza de que vaya a hacerlo dada la incertidumbre que infunde esta situación de pandemia. También me comentó que unos arquitectos vendrán a pasar el fin de semana, pues el Ministerio quiere reformar la Casa en enero, y que nos preguntarán qué es lo que encontramos mal. En el periódico Het Parool las autoridades locales aconsejaban no viajar a Rotterdam, la ciudad más afectada del país por el coronavirus. 

No he salido del laberíntico recorrido que a diario marca mi brújula interna, sin visitar aún ninguna librería de viejo ni cementerio alguno (tengo que investigar dónde enterraron a Ilse Starkenburg), como tampoco me he detenido en esos obscuros y perdidos bruine cafés en los que me gusta ahogarme, ni en el cercano Café Welling y ni tan siquiera en Het Bierfabriek a beberme una pinta de turbia cerveza. De vida social en los próximos días tengo pendiente cenar con A*** y  C***, y tomar un té en alguna estación de tren con mi buena amiga Alejandra Szir, con la que tengo un proyecto de traducción para final de año.

Miércoles, 5 de agosto de 2020
   
Dormí bastante más que el día anterior... casi seis horas. El parte meteorológico anunciaba cinco grados más que ayer hasta alcanzar los 27°C. Salí de la Casa antes de las 9 h e inicié la misma ruta que la trazada ayer, pero mientras pasaba junto al Stedelijk Museum recibí un tierno mensaje de audio de N*** en el que me preguntaba si ya podía ir a recogerla, así que inmediatamente me subí a un tranvía y me encaminé hasta Amsterdam-Noord. A S*** no le apetecía salir entonces; N*** me llevó por donde quiso: tiendas, parques y calles... y yo me dejé llevar, como marcan los cánones del amor. 

Una falsa sensación hace que aquí se piense menos en la pandemia, pero trato de no bajar la guardia. La mascarilla (que yo la llevo en cada lugar cubierto al que entro) es un auténtico engorro (cargado de bolsas, mochilas, patines y bicicletas, pelotas, muñecas...), y para colmo la limpieza de manos con el gel hidroalcohólico, al que mis hijas ya se han acostumbrado relativamente, aunque ayer, en plena tienda, una de ellas gritó: «¡Papá: yo ya no quiero más alcohol!», y muchos se me quedaron mirando, pues no todos llevan como yo su botecito difuminando como un loco todo cuanto encuentro a mi paso. En este sentido mi padre ha sido un adelantado, y desde que lo recuerdo lleva su bote de alcohol en el bolsillo, además de quejarse de lo poco que la gente se lava las manos.

La tarde llegó con un sol que quería ser como el que golpea los secarrales del sur, y por momentos pareció el mismo. S*** nos acompañó un par de horas, con sus graciosos movimientos, delgada, escurridiza y con un palique impropio para su edad... y de nuevo la despedida, cíclica, dura y estoica a partes iguales, hasta verme obligado a regresar por dos voces como un artista en el último concierto de su carrera y despedirme de Ellas tras hacer compras en el supermercado. Una vez alcanzado el metro, con el alma abandonada entre el musgo de los árboles que Ellas observan al despertarse, decidí detenerme en Het Bierfabriek y ahogarme como mandan los cánones del fracasado, sin placer, como corresponde al maldito, y bebiendo sin sed en ese local hoy desangelado, con la cerveza tibia, ausente del duende de antaño, y en el que he sentido que ya nada queda de entonces, será por la pandemia o acaso sea yo, pero si no existe aquello que antes me llenaba, ya no volveré más.  

Al acostarme pensaba en Ellas, y en el collar que N*** me arrebató del cuello para colocárselo en el suyo, más hermoso que el mío, y que ahora tocará su piel, mientras duerme, y yo me conformaría con ser ese collar por siempre. 

Jueves, 6 de agosto de 2020

He dormido peor que las anteriores noches, y a las 7 h ya me desperté y sin demora me puse en pie. Una de las cosas que más me agrada nada más salir de la Casa es la primera brisa golpeándome y acompañada del olor característico de esta zona... Reconocería la prístina sensación de esta ciudad entre un millón, aunque no sepa explicar a qué huele ni tan siquiera lo que me hace sentir.  

Hice el mismo recorrido a pie que el martes, callejeando incluso más. De mi bolsillo saqué un pequeño objeto: un anillo de N*** que lleva montado un cervatillo. Ella es mi alma gemela contrapuesta, pues en nada se parecen nuestros cuerpos y poco nuestros caracteres, y sin embargo nuestra compenetración es extrema, algo que me gustaría conseguir con S***, tan parecida a mí pero de la que se me separó cruelmente en un momento clave de su vida y de la mía. ¡Oh, S***, tan escurridiza como un rabo de lagartija! El resto de mi vida quedaría colmada con la presencia física de Ellas, no necesitaría más (aunque también a mis padres); con eso bastaría y no precisaría de más personas a mi lado... pero no las tengo, y me da miedo perder lo que aún permanece conmigo.

Cuando llegué a recogerlas ya me había hecho a pie más de ocho kilómetros. Estaban cansadas por el día anterior, y S*** se quedó en casa, aunque luego también nos acompañó (y me despidió afligida). N*** y yo recorrimos nuevamente las tiendas y parte del barrio en dirección norte, y como suele suceder aquí, en unos pocos pasos ya nos encontrábamos en plena campiña, con sus lugares henchidos de encanto, sus pequeños canales repletos de exuberante vegetación y en cuyas orillas N*** trató de acercarse en varias ocasiones a una garza. Y la despedida, otra, tan nauseabunda e insoportable.

Llevaba casi 48 horas en las que apenas había comido un par de plátanos, unas galletas, un belegde broodje de queso y el litro y medio de cerveza de anoche; hoy me preparé bacalao a la plancha y verdura cocida, y reconozco que lo necesitaba. 

Veo en el calendario que hoy es el décimo aniversario de algo que ya no existe. Si en aquel entonces nos hubiesen augurado lo que iba a suceder, nadie hubiese dado crédito a ello. ¿Cómo puede algo llegar a degenerarse tanto? Supongo que es como la carne, como un hermoso cuerpo lleno de vida al que la muerte pudre vorazmente y no podemos ni imaginar en el estado que lo dejará. 

Ya queda menos para el otoño, y aquí llegará primero y a mí me abordará allí, con sus tentáculos de abulia y cruda nostalgia, ya permanente en mí, pero a Ellas también, cuando llegue la obscuridad de esos días, en este nuevo lugar en el que ahora viven... no quiero pensarlo, ni eso ni el día que de nuevo me marche. 

El polvo se hacina en las esquinas del cajón de los cubiertos. 
Empieza lento, pero una semana más tarde cuelga 
una manta de rocío sobre el fregadero. 

Anda con ojo cuando se acerque el otoño. 
Saca los helechos de cobre que de las patas de la mesa 
brotan como art decó barato.
[...]

Max Temmerman, «Cartas credenciales» 

Viernes, 7 de agosto de 2020   

Ahora mismo son las 19:30, y resumo el día de hoy ya en mi habitación, mientras el termómetro marca 31°C, con un máxima a media mañana de dos grados más; parece que la ola de calor aún durará varios días. 

Mientras tomaba mi comida caliente (hamburguesa vegetal y puré de verduras) en esta Casa completamente vacía, me detuve en el titular de portada del NRC Handelsblad: «El liberal Rutte se siente incómodo con su severo papel en esta crisis», y un artículo en páginas interiores en donde se detallaba la inusual dureza de su tono reprendiendo a la población, aunque como convencido liberal que es seguirá dando «espacio» a los ciudadanos, y es que los contagios por coronavirus siguen creciendo preocupantemente en el país y en especial en Ámsterdam, así que ayer por la tarde el gobierno anunció nuevas medidas (para los lugares de ocio, pruebas a quienes procedan de lugares tipificadas con código naranja, y que se eviten los lugares concurridos de Ámsterdam). La rueda de prensa la ofrecieron conjuntamente el primer ministro Mark Rutte y el viceprimer ministro Hugo de Jonge, ambos de diferente signo político (VVD y CDA, respectivamente), excelentemente coordinados y por cierto sin tomarse aún vacaciones, algo que como leo en la prensa ha hecho ya o hará en breve el presidente de mi país (con cifras indecentes en cuanto a las reformas hechas en su lugar de veraneo y gastos obscenos en desplazamientos), y ello a pesar de la dramática situación sanitaria y económica que existe en España y tras una cumbre europea en la que calificó a los Países Bajos y a otros (algunos incluso gobernados por socialdemócratas) de «insolidarios» y varios calificativos más. ¿Dónde ha quedado ahora la solidaridad con los suyos? Esto va mucho más allá de cualquier ideología, más incluso que el de ser y aparentar ser honrado, pero por ahí se empieza y es la base de todo político y toda persona. Leer precisamente aquí esta noticia tras la renombrada cumbre europea de hace unas semanas me hace sonrojarme aún más y sentir un inenarrable bochorno. 

Antes de partir a Amsterdam-Noord estuve dando un paseo por el Amstel hasta llegar al Stopera (Ayuntamiento+Palacio de la ópera). Me detuve en la espectacular y bonita estatua de Spinoza que allí se erige y volví a leer la frase que hay inscrita bajo sus pies: «La meta del Estado es la libertad», una sentencia irrebatible. 

Me bajé en la parada final del metro 52, pues quería visitar el cementerio De Nieuwe Noorder, pero pronto me percaté que no había tomado la ruta correcta. Me di la vuelta y recogí primero a N***, que tal y como hizo ayer bajó con sus patines de ruedas para pasearse con ellos por el barrio. Quería que fuésemos a una piscina, que ella me afirmaba que sabía dónde había una: «Allí cerca de aquella iglesia que hay al fondo», y efectivamente dimos con ella (pero estaba completa para los próximos días y era obligatorio acudir con reserva previa). Cruzamos un pequeño canal en donde se asentaban unas casas preciosas, la mayoría de madera y todas diferentes, pintadas de verde, blanco, marrón... y hasta en una de ellas crecía una frondosa higuera. A la vuelta nos detuvimos en la iglesia De Buiksloterkerk (que nos había servido de guía para localizar la piscina), por desgracia cerrada, y que por las fotografías que he visto en internet presenta un interior sobrio pero a la vez coqueto, una construcción que data de 1609 (aunque su forma actual se remonta a un siglo después). Junto a la iglesia había un pequeño cementerio (en este caso un kerkhof, literalmente «jardín de la iglesia», y no un begraafplaats, conceptos que extrañamente nuestro rico idioma no discierne). Entramos por la desvencijada verja y le expliqué a N*** que bajo esas desgastadas y rotas lápidas había gente muerta, personas enterradas, pero ella no lo entendió bien y me pedía una y otra vez que yo cogiera de un lado de la lápida y ella del otro para levantarla y «ver lo que hay debajo».
    
Más tarde bajó S*** y seguimos jugando en el parque y en las fuentes, hasta que se hizo la hora de comer: N*** me suplicaba venirse a dormir conmigo al tiempo que me agarraba con desesperación mientras S*** movía su manecita diciendo adiós con esa forma tan graciosa que tiene de decir las pocas expresiones que usa en español, sin pronunciar la ese final de la palabra, en una mezcla de italiano y francés. Me gustaría desaparecer un segundo antes de cada separación, sin más preámbulos, y como en la máquina del tiempo de H. G. Wells aparecer en otro lugar, y a ser posible limpio de dolor.

Sábado, 8 de agosto de 2020

Cuando ayer me recluí tan temprano en la habitación, con el pegajoso calor y la cegadora luz que aún quedaba suspendida de los gabletes de las casas hasta que la noche se cernió por completo, me abordó un instante de tentación y salir a dar un paseo por esta ciudad que tantas cosas puede ofrecerme... pero esa seducción se convirtió de inmediato en desgana y absoluta apatía, porque sé que nada podría llenar mi vacío. 

Ya esta mañana seguí la rutina de costumbre y al llegar a Amsterdam-Noord traté de visitar el cementerio De Nieuwe Noorder. Anduve por un solitario y estrecho sendero de menos de un metro de ancho oculto por altos árboles y salvaje vegetación hasta que al salir de aquella obscuridad observé a orillas del Noordhollands Kanaal el molino Krijtmolen d'Admiraal (construido en 1792), pero cuando tras mucho caminar casi me hallaba a las puertas de mi destino, mis chicas me escribieron un mensaje para decirme que ya estaban listas para salir, así que en lugar de hacer el camino a pie, me apresuré en tomar el primer autobús que pasó por esa zona y acudir raudo a su encuentro. En los próximos días intentaré visitar el citado cementerio, pues me pica la curiosidad que en las fotografías que he visto en internet no aparezcan lápidas ni tumbas. 

Ambas se bajaron con el bañador en la mochila y como una especie de tradición no escrita estuvieron jugando en las fuentes como suelen hacer los niños en la ciudad cuando aprieta el calor, chapoteando en el agua y bañándose literalmente. 

No puedo creer que ya haya pasado una semana entera, con sus luces y sus crepúsculos. La intensidad de estas jornadas casi no me ha dejado percatarme de que llevo aquí siete días, en esta Ámsterdam que me parece distinta, y en los que no he hecho otra cosa que estar con Ellas, en maratonianas jornadas de diez horas, agotado pero feliz de verlas a diario... firmaría esta vida por siempre, antes que aquella que soporto cuando no las tengo.   

La portada del periódico Het Parool destacaba una noticia: la preocupación por la sequía que está padeciendo Ámsterdam, y al caer la noche informaron de la muerte de un muchacho de 24 años a causa de un tiroteo acaecido por la tarde en el sur de la ciudad, concretamente en Nieuwe Meer, junto al Het Amsterdamse Bos.  

martes, 3 de marzo de 2020

COMO SOMBRAS SOBRE UN CHARCO

Martes, 25 de febrero de 2020 

Han pasado casi dos meses desde que estuve en Ámsterdam; es demasiado tiempo: es un infinito desértico. Cuando mañana me reencuentre con mis hijas, habrán transcurrido cincuenta y cinco largos días sin verlas, un número cinematográfico que se me ha antojado no una sino dos eternidades, y entre esa fecha y la presente, el 23 de enero, mi pequeña y dulce S*** cumplió años y no pude celebrarlo a su lado. 

Con estos viajes, dolorosos y mortíferos, ataviados de una alta dosis de destrucción, trato como único objetivo estar con Ellas, sentirlas y hacerles ver cuánto las quiero y cuánto las echo de menos, para que sepan que las necesito, que las siento cada minuto del día y que forman parte de cada sueño; estoy haciendo todo lo posible para que el barco no se hunda por completo. 

Se repite de manera soporífera el patrón de mis viajes: comprar los regalos, preparar mi maleta y el viaje en autobús hasta el aeropuerto, y por supuesto la elección previa del libro. Cuando falleció el filosofo Roger Scruton me encontraba releyendo el fabuloso ensayo de Levin Yuval El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, que había leído un año antes. Tras éste me sumergí en las Reflexiones sobre la revolución en Francia, de Burke, así como con Edmund Burke: redescubriendo a un genio, del filósofo y teórico del pensamiento conservador estadounidense Russell Kirk, y todo ello al tiempo que (con mi costumbre de disponer de un libro en la mesita de noche, varios en la sala de estar y uno más en la mochila) hacía lo propio con dos obras fundamentales de Scruton: Cómo ser conservador y Conservadurismo. Poco antes terminé de leer Los pájaros, el arte y la vida, de Kyo Maclear, regalo de Reyes de mi hermana y en el que había depositado una expectativas excesivamente altas, que me gustó, pero menos de lo que esperaba, si bien su estilo y muchas de sus reflexiones hicieron de éste una lectura amena y agradable. Hace unos días releí (estoy llegando a una edad en la que la relectura llega a ser una actividad habitual y hasta necesaria) el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein, una obra tan breve como gigantesca, sorprendente y enigmática, poliédrica y multidimensional, en donde cada dos palabras se requiere de un especial detenimiento para proceder a un minucioso análisis y a la deglución de sus sublimes ideas, que en ocasiones culmina sin un resultado diáfano para el lector. 

Para este viaje ya tenía preparado Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, pero como me suele ocurrir, el domingo comencé la lectura de otro libro que es el que había decidido traerme a Ámsterdam: Misericordia, de Benito Pérez Galdós... de la misma forma que esta misma mañana me decanté por otro. En las páginas de Misericordia hallé en los márgenes algunas anotaciones hechas a lápiz.

Finalmente traigo conmigo a este viaje La edad de oro del boxeo (15 asaltos de leyenda), del poeta y columnista Manuel Alcántara. Al igual que me ocurre con otras disciplinas (como por ejemplo el rugby y alguna otra más), el boxeo me atrae de forma especial aun sin poseer no más que un conocimiento básico del mismo, y es que a finales del siglo pasado y comienzo del presente, el boxeo me interesó de manera particular. Pero no soy un buen aficionado, pues siempre me inclinaba más por los combates de los pesos pesados, supongo que porque se adaptan mejor a mi envergadura (quien me conozca o me haya visto alguna vez sabe que lo digo en sentido irónico, pues yo sólo podría competir en los pesos pluma), y me he quedado anclado en la época de los Mike Tyson, Evander Holyfield (el que más me gustaba), Lennox Lewis y Óscar de la Hoya (este último de superpluma a wélter). En la actualidad los boxeadores de los pesos pesados me parecen zafios, sencillamente vulgares (no hace falta nada más que ver el comportamiento de Tyson Fury en su último combate, por no hablar de su estética pugilística, o mejor dicho la falta de ésta), por lo que prefiero a Floyd Mayweather (ya retirado) y a Manny Pacquiao (que son ágiles como liebres y certeros como la picadura de una avispa), y siento una especial fascinación por el mexicano Saúl «Canelo» Álvarez, un boxeador finísimo y elegante, al que ver boxear resulta todo un acontecimiento, con esa plasticidad que imprime en cada golpe. Como recuerdo: la frustración de aquella pelea emitida en España a altas horas de la madrugada, cuando en 1997 Tyson le arrancó de un mordisco un trozo de oreja a Holyfield y ahí se acabó el enésimo «combate del siglo». Al fin y al cabo, como muchos acontecimientos (en este caso deportivo), éstos se sustentan más del pasado que del presente, más de las leyendas y su inmortalidad que de la actualidad, tan revestida de inmediatez y a su vez de la parte más intrascendente que acarrea lo efímero. Acaso también le ocurra lo mismo a las relaciones humanas que por su impureza (el eje recíproco padres-hijos representan precisamente lo contrario: lo Inmaculado), transitan por las cunetas derruidas de la fugacidad y acaban marcadas por la perniciosa caducidad y esculpidas en la leyenda que cada cual construimos en nuestro particular pasado. En cuanto al libro de Manuel Alcántara: una petite delicatessen construida mediante el estilo directo y a la vez elegante de escribir de un escritor que desciende del linaje casi extinto de los columnistas del siglo pasado (y me viene a la mente el tristemente fallecido David Gistau). En Alcántara se percibe además su oficio de poeta a la hora de elegir palabras, expresiones y giros que otros no tomarían. Una joya, que de paso viene acompañada de un epílogo de mi admirado José Luis Garci. 

Durante mi viaje en autobús escogí la película Amundsen (dirigida por Espen Sandberg) para pasar el tiempo, un biopic simplemente entretenido pero con poca pólvora para la cinefilia. El avión despegó con una hora de retraso, por lo que la llegada no se produjo hasta pasadas las 0:00 h. Durante el vuelo el cielo permaneció despejado hasta penetrar en Bélgica, ya descendiendo y en plena maniobra de aterrizaje. En Ámsterdam llovía ligeramente, y reconocí el olor de Schiphol y la húmeda fragancia emanadora de muerte que desprende la ciudad como si fuese un perfume familiar que me acompaña a diario. A las 1:30 h me eché sobre la cama para intentar dormir, deseoso de que pronto sonase el despertador... 

Miércoles, 26 de febrero [Miércoles de ceniza] 

...que lo hizo sin darme cuenta de que ya habían transcurrido varias horas, a pesar de reinar la noche plena, sin ni tan siquiera adivinarse luz alguna en el exterior.

El cielo estaba despejado. Caminé, cogí un autobús y más tarde el metro. Al llegar a Centraal Station me subí al tranvía, y antes de las 8:00 h ya me encontraba en Ijburg. Diez minutos más tarde vi aparecer a mis hijas como si aquello fuese una revelación: mi personal epifanía. Por fin pude encontrarme con Ellas, y la sensación de volver a verlas, tocarlas, olerlas, besarlas... inundó todo mi ser, por fuera y por dentro. 

Tras dejarlas en la escuela y despedirnos en reiteradas veces (en un adiós que parecía interminable pues una y otra vez N*** requería de mi presencia y yo aprovechaba para abrazar a su vez a S***) seguí con mi rutina de siempre en Ámsterdam, entre libros y DVD: Biblioteca central, De Slegte, Concerto y Scheltema. Regresé a Ijburg antes de las 14 h; llovía. Las recogí del colegio y fuimos a Dok 48, en donde abrieron los regalos, tomamos un aperitivo y estuvimos jugando, hablando y haciéndonos fotos. Al salir comenzó a granizar, pero se detuvo minutos más tarde y pasamos la última media hora en el parque, observando en un charco el reflejo de nuestras sombras. Me despedí de Ellas a las 17 h. 


Miércoles hoy; mañana serán 
ceniza. 
Las oleadas del mar suplican 
una y otra vez lo inconfesable: 
un barco naufragado en el horizonte 
es sólo un punto derretido en la noche, nada más. 
¿Y yo? ¿A cuántos versos de distancia 
estoy hoy del vacío?
[...] 

«Versos de distancia». 
Una habitación de hospital con vistas al mar. Editorial Letras Cascabeleras, 2018

N*** ha cumplido hoy seis años, pero siento un auténtico desgarro al pensar lo rápido que ha pasado el tiempo y el que he perdido y me han hurtado de estar con Ellas. No queda en mí ni un ápice de felicidad.  

Jueves, 27 de febrero 

Volví a levantarme a las 6 h. Seguí la ruta de costumbre, el paso de siempre, el dolor de cada día, el que me persigue aquí y allí. Me hubiese quedado en la escuela con Ellas, si tuviese el don de la invisibilidad. 

Acudí al consulado para solicitar información sobre un asunto y a continuación acudí a Concerto, en donde adquirí varias películas dirigidas por Clint Eastwood (ninguna de ellas de wéstern, pues ya las tengo todas, tanto en las que él hace de director como en aquellas en las que lo dirigen). Eastwood no sólo ha demostrado ser un excelente director (entre los mejores de la actualidad y por supuesto de todos los tiempos), también es un gran actor. Me apasiona tanto el cine europeo de antes (Dreyer, Bergman, Tarkovski, Kieślowski) como el clásico de Hollywood (Lang, Ford, Hitchcock, Curtiz, Walsh, Hawks, Huston), pero en muchas ocasiones necesito a Eastwood o Scorsese para que me cuenten una historia de manera diferente, aunque ambos ya pertenecen al Olimpo de los clásicos. 

Llovía ligeramente pero de manera constante; así ha permanecido durante todo el día, con 3°C de máxima pero con una sensación térmica de −3°C. Entré en Scheltema, y desde allí hasta De Bijenkorf (un gran almacén idéntico a El Corte Inglés) para terminar en la librería Antiquariaat Kok. Observé en un cartel que el prestigioso economista francés Thomas Piketty daba una conferencia en el Stadsschouwburg. Tuve la tentación de acudir, pero sólo fue eso: un simple impulso.

Recogí a N*** del colegio y fuimos caminando hasta la biblioteca de Ijburg, al tiempo que entre los dos nos comimos un racimo de plátanos de pequeño tamaño (que de hecho en el supermercado los venden como kinderbananen: plátanos para niños). En la biblioteca estuvimos haciendo de todo, incluso leyendo (que es lo que se presupone por el lugar), también pintando, pero en especial jugando al escondite: yo hacía como que no la veía y ella disfrutaba creyendo que no podía encontrarla. Como en la escuela N*** se había mojado su chaqueta, le puse mi jersey y me quedé en mangas de camisa; cuando me lo devolvió intenté embriagarme del olor de su cuerpo. 

Triste y malherido apunté en mi libreta invisible otra despedida más. Los días se alargan, directos a la primavera, pero yo sigo en plena era glacial. Con frecuencia tengo ganas y hasta la necesidad de rebelarme contra todo, desde la abyecta y vulgar temporalidad que me rodea, hasta lo más divino. Mas luego me pregunto: pero ¿quién soy yo para sublevarme? ¿No quiso hacer lo mismo Job y fue aplastado como un insignificante mosquito? 

aquí sólo somos 
el insignificante zumbido de un insecto 
que ilusos creemos imprescindible para volar 

«[el insignificante zumbido de un insecto...]». 
Una habitación de hospital con vistas al mar. Editorial Letras Cascabeleras, 2018

Viernes, 28 de febrero 

Volví a levantarme temprano para acompañarlas a la escuela, para diez minutos escasos en los que estoy con Ellas, pero un tiempo necesario para los tres. Amaneció despejado, sin la incómoda presencia de la lluvia, que hizo su habitual escena a las 16 h, con una temperatura a esa hora de 4°C  mas con una sensación térmica de −9°C. 


Cuando salía del colegio, una madre se detuvo para comentarme que el miércoles me vio y se había emocionado hasta tal punto de saltársele las lágrimas, cuando en los pasillos de la escuela N*** repetía una y otra vez «¡ha venido mi papá!», mientras me abrazaba y besaba. Yo también me estremecí al sentir mi herida en un ser ajeno, y me dejé doler. 

Me encaminé nuevamente hasta el consulado, en donde permanecí media hora llevando a cabo unos trámites, y de allí hasta Antiquariaat Kok y Scheltema, librería esta última que he convertido en mi cuartel general. Llego cada día puntual y me acomodo en una gran mesa de madera que hay en la tercera planta. El personal me saluda como quien lo hace con alguien conocido, como el que saluda al jefe de la empresa; exagero: como quien dice «hola» al espectro del escribiente. Saco libreta y bolígrafo, y un libro, y alterno la escritura y la lectura a partes desiguales según el momento. Desde ahí me desplazo a otras tiendas y librerías de la ciudad, a las bibliotecas, Kok, Concerto, De Slegte... y hago tiempo, ansioso, el tiempo y yo, hasta a que se avecina la hora de recogerlas del colegio. 

Tras salir de la escuela acudimos a Action a comprar algunas cosas, y una hora más tarde a la biblioteca de Ijburg, hasta que nos indicaron que era la hora de cerrar. Se puso a llover de manera tempestuosa y violenta, mientras el viento enfurecido no dejaba discernir de dónde procedía la lluvia. S*** agitó la mano dulcemente a modo de despedida, y N*** se puso a llorar y a gritar; aún la escuchaba minutos después de nuestro último beso; y todo se obscureció, en la calle, y dentro de mí. 

Sábado, 29 de febrero 

Me levanté una hora más tarde que los días anteriores; lucía el sol. C*** se empeñó en llevarme hasta mi parada de autobús, y justo al entrar recibí un mensaje de X***, explicándome que las niñas tenían fiebre, todo después de que la escuela confirmase anoche que una madre que estuvo en Milán hace diez días había dado positivo en el test de coronavirus, y que uno de sus hijos (unos años mayor que N***) había arrojado similar resultado en la primera prueba. Si yo no contagiase a nadie y Ellas, tras tantos besos, abrazos y estornudos, y compartir la comida, tuviesen el virus, yo también querría ser contagiado por mis hijas para sentir lo mismo, como un acto del amor más animal. 


La idea planeada era acudir los tres a la biblioteca central y más tarde a comer a algún restaurante, pero todo se desbarató, de nuevo en este último día con Ellas. Llegué a Scheltema, el personal me saludó amablemente: «Goedemorgen, meneer». Luego decidí visitar la sombría Amsterdam-Noord, que seguía estando obscura aunque brillase el sol. En el metro un muchacho leía en una vieja edición de Penguin Classics las Meditaciones de Marco Aurelio; me entusiasmó la anacronía de la escena. En Noord visité un triste mercado, en otro episodio más de este viaje, que como en los anteriores, me hace pasar frío y me llena de cansancio, malcomo en la calle, transito sumido en la falta de sueño que jamás se manifiesta, y un apuñalamiento traicionero y mortal que no cesa. 

A las 13 h llegó una obscuridad como sólo aquí podría amasarse, y comenzó a llover, y el viento agitó todo cuanto hallaba en su camino. Una hora más tarde por fin pude verlas en el vestíbulo del edificio, y el tiempo pasó como ya sabía que habría de extinguirse. Cuando N*** observa mi barba negra salpicada de canas, me dice apenada que eso significa que me voy a morir, pero que cuando tenga que llevar bastón ella me ayudará. 

Tras despedirme (sin escarbar en el dolor, alejándose el sonido del ascensor subiendo y las voces piando como hermosos petirrojos, se cerró la puerta acristalada detrás de mí), hice algunas compras para el viaje de mañana y regresé a Amsterdam-Noord para devolver un artículo que había comprado a primera hora en Action. 

Ya en Amstelveen Westwijk, antes de llegar a la casa, observé a través de los ventanales la calidez de los hogares a esa hora de la comida: las familias (padres e hijos), reunidas en torno a una mesa, disfrutando y felices de estar juntos. Y eso, que parece tan simple, es lo que más envidio en mi vida, porque es de lo que yo carezco. 

Cena cerca del RAI, en concreto a un restaurante que se llama The Roast Room, y cuya especialidad es la carne y el buen vino. 

Domingo, 1 de marzo 

La vuelta, como siempre: madrugón, sueño y desgarro. El protagonista absoluto de los periódicos era el coronavirus.

Me sorprendí al entrar en el avión: un Boeing 737-700, con cuarenta plazas menos que el Boeing 737-800, que es con el que la compañía acostumbra a volar y bastante más pequeño y antiguo que el 800. Espero que finalmente la aerolínea a la que soy fiel no adquiera los problemáticos (y letales) Boeing 737 MAX para renovar su flota y se decante por el Airbus A321neo, pues si no es así no creo que siga volando con ellos. 

Terminé de leer el libro de Alcántara mientras esperaba a que llegase el autobús, allí, en la ciudad natal del periodista, frente al mar. Una última frase brotó como un certero uppercut uniendo el boxeo y la propia existencia: «La vida es un ring». 

Y llegué a mi casa, convertida en cuatro paredes vacía de voces, y llena de ecos de aquel pasado; ni rastro del canto de mis dos petirrojos, y el almanaque varado en la hoja del martes, como si todo hubiese ocurrido el siglo pasado.  

Het Einde.