Domingo, 9 de agosto de 2020
Me levanté veinte minutos más tarde que de costumbre, y mientras desayunaba (frugalmente, porque a beberse un vaso de leche fría no se le puede llamar desayuno) leí que la escritora neerlandesa-marroquí Naima El Bezaz se había suicidado a los 46 años de edad. Joven escritora de la nueva literatura neerlandesa de «mestizaje», en sus novelas hablaba abiertamente sobre sexualidad (algo que le llevó a recibir serias amenazas) así como de su lucha contra la depresión.
El cielo amaneció ligeramente cubierto de nubes, como dando a entender que la jornada podría ser menos calurosa que las anteriores. Al salir una agradable brisa me empapó con la fragancia de la hierba mojada de Museumplein y de los árboles del vecindario. Y efectivamente: en general ha hecho menos calor que el viernes y sábado, salvo en la parte central del día.
Con las niñas todo ha resultado como una reproducción exacta de lo acontecido ayer, por eso ya no sé en el día que vivo, salvo que siguen pasando y no hay nada humano que pueda hacer para retener los momentos que paso con Ellas. Casi cuando nos despedíamos, una canción comenzó a sonar por las calles, apareciendo de repente una camioneta y una sintonía que mis hijas reconocieron al instante: «De ijskoopman!», exclamaron ambas al unísono al tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus rostros. El heladero, con su música de carillón y como salido de una vieja estampa de tiempos pasados.
Tras despedirme de Ellas continué con el metro hasta Station Amsterdam Zuid en donde C*** me recogió con el coche. Fuimos hasta Amstelveen y me encontré con A*** y mis sobrinos, así como con A***, una amiga griega a la que conocí hace una década y con la que resulta una tradición coincidir en la ciudad al menos una vez al año. Cenamos un pastel de queso (típico de Grecia), ensalada griega y carne a la barbacoa, yo más carne que la que haya comida en todo el año (y en lo que resta), y no porque esta noche haya comido excesivamente. Tras despedirnos y feliz por haberme reencontrado con ellos y haber regresado a Amstelveen, A*** se empeñó en traerme en coche hasta la misma puerta de la Casa. Yo olía al humo de la barbacoa (que detesto), y me excusé por ello; a ella le hacía gracia que a las 23 h aún llevase las gafas de sol puestas y mi viejo panamá, pero le expliqué que están graduadas para corregir mi miopía y que el sombrero como mejor se lleva es sobre la cabeza. En la calle corría la misma brisa que en la mañana, pero ya había pasado otro día.
El cielo amaneció ligeramente cubierto de nubes, como dando a entender que la jornada podría ser menos calurosa que las anteriores. Al salir una agradable brisa me empapó con la fragancia de la hierba mojada de Museumplein y de los árboles del vecindario. Y efectivamente: en general ha hecho menos calor que el viernes y sábado, salvo en la parte central del día.
Con las niñas todo ha resultado como una reproducción exacta de lo acontecido ayer, por eso ya no sé en el día que vivo, salvo que siguen pasando y no hay nada humano que pueda hacer para retener los momentos que paso con Ellas. Casi cuando nos despedíamos, una canción comenzó a sonar por las calles, apareciendo de repente una camioneta y una sintonía que mis hijas reconocieron al instante: «De ijskoopman!», exclamaron ambas al unísono al tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus rostros. El heladero, con su música de carillón y como salido de una vieja estampa de tiempos pasados.
Tras despedirme de Ellas continué con el metro hasta Station Amsterdam Zuid en donde C*** me recogió con el coche. Fuimos hasta Amstelveen y me encontré con A*** y mis sobrinos, así como con A***, una amiga griega a la que conocí hace una década y con la que resulta una tradición coincidir en la ciudad al menos una vez al año. Cenamos un pastel de queso (típico de Grecia), ensalada griega y carne a la barbacoa, yo más carne que la que haya comida en todo el año (y en lo que resta), y no porque esta noche haya comido excesivamente. Tras despedirnos y feliz por haberme reencontrado con ellos y haber regresado a Amstelveen, A*** se empeñó en traerme en coche hasta la misma puerta de la Casa. Yo olía al humo de la barbacoa (que detesto), y me excusé por ello; a ella le hacía gracia que a las 23 h aún llevase las gafas de sol puestas y mi viejo panamá, pero le expliqué que están graduadas para corregir mi miopía y que el sombrero como mejor se lleva es sobre la cabeza. En la calle corría la misma brisa que en la mañana, pero ya había pasado otro día.
Lunes, 10 de agosto de 2020
Al llegar a Leidseplein cogí el tranvía hasta CS y de ahí el metro a Noord, en donde me subí al autobús 34 y tras recorrer una decena de paradas me apeé de éste y, esta vez sí, pude dar con el cementerio De Nieuwe Noorder, en el que poco hay que reseñar salvo que la veintena de calles que cuadriculan el camposanto llevan cada una el nombre de un pájaro. Sus tumbas y lápidas son muy recientes para despertarme algún interés, al igual que el diseño perimetral del mismo y los edificios, que no me aportaron nada, así que para ser sincero con cementerios así no dan ganas de morirse; nada que ver con el Zorgvlied. Cuando ya me marchaba descendí por una senda boscosa y di con un puñado de tumbas completamente abandonadas junto a la orilla del canal que lo circunda, una de ellas cercada por una verja de poco más de medio metro. En los alrededores crecían enormes ortigas, arándanos azules y moreras de enormes moras; instintivamente me eché un par de ellas a la boca y al instante sentí la aspereza de la muerte sobre la lengua y las escupí, quedándome durante varios minutos un extraño sabor a tierra húmeda agusanada.
Con mis chicas la placentera intensidad de siempre, y la satisfacción de sentir cómo con S*** nuestra conexión crece cada día; estar con Ellas cada segundo del día es un regalo que exprimo al máximo. Hizo el mismo calor que ayer (menos que los últimos días de la semana pasada cuando dio comienzo la ola de calor) y con una agradable brisa al pasar las primeras horas del mediodía.
Llegué a la Casa al atardecer, sin aliento y agotado, con dolor en cada centímetro del cuerpo, deprimido y con un sueño enfermizo que ni aun así hubiese podido pegar una leve cabezada en ese momento, y al mismo tiempo ansiando con más fuerza aún que llegase la luz del alba y el momento de volver a verlas, pues el tiempo sin Ellas resulta completamente vacío y sólo tierra yerma. Maja salió de su habitación cuando escuchó que estaba en la cocina; noté que tenía ganas de hablar, y me comentó que escuchaba unos extraños ruidos en la escalera y las paredes, y lo solitaria que estaba la Casa, y de ahí pasamos a hablar de algunos escritores neerlandeses y traducciones, de que ayer visitó la iglesia católica Krijtberg y yo le comenté que a N*** la bautizamos en Sint-Nicolaaskerk (basílica de san Nicolás) hace seis años; a continuación salió el tema de la música clásica y de Leonard Cohen, y de Bach... Ella se despidió y entró en su habitación, que está junto a la cocina. Sin mucha ceremonia me calenté un cuenco de erwtensoep (sopa de guisantes) mientras me preparaba un par de sándwiches de arenques crudos con cebolla, tomate y pepinillo, platos que cuando vengo aquí no pueden faltar en mi menú, por lo que me acordé de mi amigo Stefan, que siempre me decía que nunca había visto a un no holandés tan holandés como yo en cuanto a comidas se refiere.
[...]
Las generaciones se siguen unas a otras más aprisa
que los estribillos en una elegía.
[...]
Max Temmerman, «Octubre»
Por la noche traduje dos poemas de M. Temmerman, entre ellos una larga composición sobre Amberes estructurada en seis partes al tiempo que alternaba la Misa en Si menor de Bach con un concierto en directo de Amy Winehouse mientras me bebía el correspondiente litro de té bien caliente cuando en la calle se rozaban los 26°C y mi habitación, en la última planta, era un auténtico cocedero.
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Autorretrato accidental en una noche calurosa |
La madrugada se me murió entre mis brazos sin posibilidad de reanimarla.
Martes, 11 de agosto de 2020
Apenas he pegado ojo esta pasada noche, puede que por el exceso de té o acaso fuese por el calor, o también por el impetuoso deseo que me corroe de que raudo llegase el día.
Corría una refrescante y necesaria brisa cuando a las 8:30 h tomé el tranvía 5 hasta Marnixplein y desde ahí el autobús 21 en dirección a Geuzenveld para detenerme en Haarlemmerweg 357 y visitar el Vredenhof, un cementerio que comenzó a usarse como tal en 1897 y fue diseñado por el arquitecto Leonard A. Springer, el mismo que hizo lo propio con el Oosterbegraafplaats, en el pólder Watergraafsmeer. Como ya intuía y así pude comprobar con el mapa en la mano, el cementerio Vredenhof se halla separado del Sint Barbara (en el que estuve el último día del año pasado visitando la tumba de F. Starik) por el Tuinpark Nut en Genoegen. El camposanto emana la tranquilidad y el encanto de otros muchos cementerios que hay en Ámsterdam, antojándoseme como un pequeño Zorgvlied y nada que ver con el que visité ayer. Poco después de entrar comenzó a llegarme un extraño olor que me hizo pensar en la cebolla cocida y preguntarme si habría alguna fábrica de embutidos cerca. Estuve paseando por su interior una hora, recorriéndolo por completo en un par de ocasiones, bajo las sombras de la gran variedad de altos árboles que hay plantados y acompañado de la escandalosa sintonía de las urracas que campaban a sus anchas sobre lápidas y tumbas. A la entrada del cementerio, en el que está enterrado el famoso cantante local Johnny Jordaan, se encuentra una preciosa villa, y ya fuera del mismo el molino (de harina) De Bloem.
Tras la visita hice el camino de regreso en autobús hasta CS. A continuación permanecí media hora en las librerías Scheltema y Athenaeum (en el Spui), para poco después tomar el metro y el autobús en dirección a Amsterdam-Noord y encontrarme con Ellas y disfrutar los tres juntos de otra jornada viva y apasionada que concluyó a las 19 h y en el que ambas mostraron nuevamente su resistencia a separarnos: N*** con llantos y abrazos, y S***, que suele ser más indiferente conmigo, pataleando con rebeldía.
Jan van Oldenborgh, un investigador del Instituto Nacional de Meteorología (KNMI) asegura que estamos acercándonos «a la semana más calurosa jamás registrada en los Países Bajos», y que lo inusual no serán las altas temperaturas sino la duración de la propia ola de calor.
Cada día paso por la Nieuwe Spiegelstraat para regocijarme con los cuadros y antigüedades que en esa prodigiosa calle se manifiestan, y en especial con un rariteitenkabinet (gabinete de curiosidades) expuesto en el escaparate de una tienda en el que me detengo durante varios minutos para gozar de sus maravillas como un niño. En España, junto a mis estanterías de libros, yo también poseo un auténtico Wunderkammer inserto en un pequeño y antiguo armario de madera en donde guardo elzevires y plantinos-moretus, varios tomos del Quijote editados por la viuda de Ibarra en 1787 (me faltan dos que no encuentro sueltos), un Index librorum prohibitorum del siglo XIX y el Diccionario infernal de Collin de Plancy. Conviven con éstos varias biblias neerlandesas del siglo XIX, la primera versión al español (1905) de Las flores del mal de Baudelaire, así como una edición neerlandesa de 1740 del famoso tratado Geneeskundige Waarnemingen [Observaciones médicas] de Nicolaes Tulp, eminente cirujano holandés (y alcalde de Ámsterdam retratado por Rembrandt en su Lección de anatomía) que pedí desde el hospital el mismo día que N*** nació, y la Description De la Ville D'Amsterdam En vers Burlesque de Pierre Le Jolle al que no hace mucho unas monjas le cambiaron sus deterioradas cubiertas; dentro también hay un san Bonifacio en bronce que compré en esta ciudad hace veinte años (el llamado «apóstol de Alemania», asesinado en Frisia); un conus marmoreus como el que Rembrandt inmortalizó en un grabado, búhos de bronce, un diminuto Napoleón de plomo a caballo, un shofar o un dreidel. Pero el auténtico tesoro que ahí guardo no son sino los coloridos anillos de plástico de mis hijas, tarjetas con las que me felicitaban el día del padre, una pequeña sirena de plástico subida a una ola, o los trocitos de piedra de color turquesa de los baños del colegio en el que N*** comenzó la escuela en España y que traía a casa a diario como si fuesen un tesoro. Y de vez en cuando abro mi Wunderkammer para darme cuenta que en su día yo también tuve una vida maravillosa.
Por la noche, leyendo y traduciendo en combinación con el litro de té y el «Mr. Crowley» de Ozzy Osbourne en modo repetición, necesité tomar una pastilla para dormir, de las que en su día leí que también tienen vida (media de permanencia en el organismo): 15 horas, y que se metabolizan por vía hepática. Todo muy extraño.
Miércoles, 12 de agosto de 2020
Había quedado con mis cuñados C*** y A*** para vernos antes de su viaje a Atenas. Nos sentamos en el café del Stedelijk Museum a tomar un té, y a las 11 h nos despedimos, yo tomando mi camino de siempre.
Como aparecen los auténticos tesoros: sin buscarlos. Como el que se tropieza con una piedra preciosa en un camino por el que ese día no tenía decidido pasar; como yo mismo afirmo en mi propia teoría contrastada hasta la saciedad (perdón por la autocita): «Todo libro está destinado a tener un dueño y no otro», este nació en una imprenta junto al Támesis para mí (y para los múltiples que tuvo antes y los que vendrán después de mí en la trasmigración de almas), esta edición tardía o postmortem (1820) del The Lives of the English Poets (1781) en dieciseisavo, intonsa e ilustrada con minuciosos grabados, la obra del omnipotente Samuel Johnson, que como mandan los cánones del buen inglés no podía sino profesar la fe anglicana y ser feligrés del Partido Tory (como el apóstol Eliot); el implacable y poderoso crítico hijo de un pobre librero, el también poeta e incisivo aforista cuando el aforismo no existía; el chico más listo de la clase desde que acudía a la guardería (si las hubiese habido) de su Lichfield nataly el que en el Olimpo anglosajón se sienta en lo más alto llegando a palpar con la yema de los dedos el mentón de Shakespeare. Cuando me disponía a pagar los dos volúmenes el librero me preguntó que dónde los había encontrado (podría haberle respondido sin titubear que conozco cada balda de la librería y que he llegado a dormir aquí sin que nadie se percatase de ello, sobre las viejas revistas Wendingen, las más bonitas del mundo, como bien sabe el escritor y bibliófilo Juan Bonilla). La lascivia voyeur del librero me hizo sentir que rozaba la inusual albura del mirlo, rara avis (como el año pasado con el Nuevo Testamento protestante impreso en 1875 anno Domini que incluía un cancionero con las partituras de los salmos y encuadernado en cuero de vaca frisona que perteneció a alguna suerte de Emily Dickinson calvinista). Al pagar me falló por dos veces la tarjeta (¡oh corrompida modernidad!), temiéndome lo peor, sentí el temblor del delirium tremens, pero jamás perdí la compostura (eso lo he aprendido de Cagney, Bogart y Wayne). Luego el pitido del éxito, y el joyero se congratuló de mi compra y yo sentí el chute de dopamina que dicen que experimentan los asesinos en serie tras acabar su faena, como si se pudiera comprar benzodiacepina en rama en el Albert Cuypmarkt creí escuchar en directo el último discurso de John Donne y terminando de escribir esta crónica apresurada (o un kronkel de los que firmaba en Het Parool el articulista y escritor Simon Carmiggelt) el tranvía se detuvo en mi destino final, que siempre es mi principio... era el Verbo.
Las niñas salieron hoy más tarde de lo normal. Comenzamos tranquilamente a pasear por el barrio en dirección opuesta a la que acostumbramos, con un calor asfixiante y buscando más que nunca el cobijo de los árboles. S***, que pedaleaba sobre su bicicleta rosa, me sorprendió porque sin venir a cuento me pidió visitar el pequeño cementerio cuya iglesia coronada con su alta veleta nos guiaría hasta él, «y en el que hay gente muerta bajo las piedras», me explicó, y me agradó la idea, mientras que N*** propuso echarle el pan enmohecido a los patos, que fue lo primero que hicimos pero conviniendo visitar el cementerio más tarde, algo que finalmente no sucedió y originó un tremendo berrinche de S***. A la vuelta, en lugar de coger el tranvía en la Ceintuurbaan como suelo hacer tras ascender desde la profunda boca del metro, preferí caminar hasta la Casa por el barrio de De Pijp, recordando los paseos con N*** en mi estancia de abril del año pasado... casi podía verla detenerse en cada rincón, en ventanas y establecimientos, acercarse a una gaviota, arrancar una flor o coger una mariquita, como esta tarde, que al descubrir entre la hierba a un zapatero, ha exclamado sorprendida y emocionada «¡una mariquita de España!», cogiéndola entre sus dedos con dulzura, acaso porque ver el insecto le haya hecho recordar aquellas áridas y montañosas tierras del Sur, a las que Ellas también pertenecen.
Hoy se cumplen cuatro años de la muerte de Lauren Bacall, y yo me siento esta noche más deprimido que de costumbre; lo positivo es que me he acostumbrado a sobrellevarlo, pero no dejo de sentir un enorme hueco que se ciñe sobre mí, como una segunda piel, y una nube negra sobre la cabeza, como yo la llamo, que si al menos fuese como esos versos de Trakl que en estos casos recito de memoria: Sobre negra nube, tú / cruzas ebrio de opio / el estanque nocturno. No existe vacío exterior; yo soy mi propio vacío y podría despeñarme por mis bordes.
Jueves, 13 de agosto de 2020
Seguí mi rutina diaria: hoy callejeando durante una hora hasta llegar a Leidseplein, si bien cuando me disponía a subirme al tranvía me di cuenta que había olvidado la mascarilla, por lo que tuve que buscar una farmacia, que recordaba había una cerca (no suelen abundar en este país y algunas son más como una especie de droguería o parafarmacia) jurando en arameo porque me he traído hasta aquí un arsenal.
Ya en Amsterdam-Noord hoy sí acudimos a la iglesia de Buiksloot (antes pueblecito independiente de Ámsterdam y ahora parte de ésta) y su cementerio adyacente al que S*** ayer deseaba visitar y en el que ya habíamos estado la semana pasada N*** y yo. Les fui aportando alguna explicación mientras paseaban y brincaban de un lado al otro sobre el verde del minúsculo camposanto en forma de herradura cercado completamente por un canal en el que proliferan los nenúfares. A mí me daba apuro que pisasen las lápidas, y más aún que se sentasen sobre ellas, mientras iban trayendo flores, piedras y unas conchas que encontraron sobre un tocón podrido repleto de insectos. Aunque en algunos lugares de Gran Bretaña las familias hacen pícnics sobre las lápidas de estos cementerios (yo mismo lo presencié en Newcastle), a un mediterráneo como yo esa imagen se le hace difícil de digerir. En su interior los tres percibíamos la relajación que irradiaba el lugar, resguardados bajos las sombras de los árboles de otro día caluroso dominado por un sol impenitente mas circunscritos en un hermoso silencio que era quebrado tan sólo por sus voces, igualmente apacibles. Cuando poco antes de marcharnos escuchamos el doble repique de campanas anunciando las 14 h, S*** me susurró al oído que tenía miedo y que quería que la tomase en brazos. No me agradó que se asustase, pero sí que sintiese que conmigo estaba segura.
Ya de regreso el cielo comenzó a cubrirse ligeramente, y por lo que deduzco de las predicciones meteorológicas y cuanto sé de esta ciudad, tengo la sensación que esta noche dará comienzo a fuego lento el otoño, aunque todavía se presente algún día e incluso semana de asfixiante calor; aun así mi habitación seguirá siendo por un tiempo mi particular crematorio. Al llegar a la Casa puse una lavadora y me dispuse a comer (hoy pasta con verduras) acompañado de Maja, al tiempo que estuvimos charlando a lo largo de una hora y hasta que tuve que bajar al sótano a recoger mi ropa y ella salió a dar un paseo por Vondelpark. En Amsterdam-West, no muy lejos de la Casa, la policía ha abatido esta tarde a un hombre que llevaba un cuchillo y amenazaba a los transeúntes, y en la playa artificial de Ijburg, zona en la que Ellas han vivido hasta ahora, un bañista ha encontrado el cadáver de una muchacha y posteriormente se ha ahogado otro hombre.
Y sin darme cuenta llegó la noche; ya me queda menos para que llegue la luz y volver a verlas. Por más que lo intento no hay forma de dejar de pensar en los días que se han quedado en la cuneta y en los que me quedan por estar con Ellas, especialmente cuando me despierto, y más aún cuando al atardecer regreso a la Casa y la noche también me invade a mí. ¿Cuántas noches he pasado ya como esta? ¿Un millar? Casi. No quiero pensar en los últimos días, ni cuando haga la maleta y tenga que marcharme y baje estas escaleras que crujen incluso con mi escaso peso, y menos aún cuando les dé el último beso de este verano, y sus labios impregnen mi cara de saliva y por desgracia poco después se seque. Ya escribir estas palabras no son sino gramos punzantes de estertor y agonía.
Viernes, 14 de agosto de 2020
Mientras dormía, no sé en qué momento de la madrugada, escuché tronar en varias ocasiones. Al salir a la calle a la hora de costumbre ya pude percibir que hoy las temperaturas serían bastante más bajas que las de esta última semana. Flotaba alta en el cielo una finísima capa de nubes que aun así permitían que de vez en cuando el sol brillase, aunque no con la plenitud de los días pasados.
Alcancé el Dam caminando por los canales, y como un autómata visité las librerías Scheltema y Kok (que debido a la pandemia apenas abre cuatro días a la semana y en horario muy reducido), y desde ahí tomé dirección sur por el Oudezijds Achterburgwal hasta llegar a la Facultad de Humanidades de la UvA (Universiteit van Amsterdam), ubicada en el edificio Oudemanhuispoort y que tantas veces visité en el pasado. Pasé a su patio interior, majestuoso y silencioso, y presidido por el enorme busto de la diosa Minerva. Poco a poco el cielo fue encapotándose más y más de nubes; al pasar por la estación del Rokin me subí en el metro 52 rumbo a Amsterdam-Noord, una línea de la que me sé de carrerilla todas sus paradas, de norte a sur: Noord, Noorderpark, Centraal Station, Rokin, Vijzelgracht, De Pijp, Europaplein y Station Zuid.
Ya en Buiksloot las blancas gaviotas graznaban surcando un amenazador cielo carbonizado, e instantes después varios truenos se descerrajaron no muy lejos de allí vaticinando que la tarde habría de ser tormentosa. Como Bogart le aconseja a Bacall en Tener y no tener, al llegar a mi destino me sitúo bajo el balcón de mis dos Julietas, silbo un par de veces y aparecen risueñas y angelicales, irradiando la felicidad de la que yo carezco, supongo que por verme, ya que ambas comienzan a saltar emocionadas llamando mi atención. Nos adentramos en una parte del barrio totalmente vacía de niños, y en las dos horas siguientes los tres no hacemos otra cosa que entretenernos en capturar mariposas con las manos.
A las 14:30 h nos cruzamos con varios grupos de musulmanes que regresaban de alguna mezquita tras el rezo de los viernes, envueltos en sus largas túnicas y sujetando en la mano una alfombra enrollada. Decidimos ir a comer a un restaurante turco que hay en la esquina del centro comercial. Nada más entrar intuí rezongando que no servían alcohol, pero aun así pedí una cerveza con la que llevaba soñando toda la mañana, imaginando, cual capitán Haddock, que aquellos objetos que forraban la pared de detrás de la barra y hasta el techo no eran sino botellas de diferentes licores, pero me confirmaron lo que sospechaba. Grupos de jóvenes otomanos, ya nacidos aquí, hablaban entre ellos en turco mientras bebían refrescos y se fumaban cada uno un enorme narguile. Al poco de sentarnos comenzó a llover y a tronar de forma desmesurada, pero Ellas se mostraron felices de presenciar el espectáculo... el problema fue que cuando tuvimos que marcharnos aún seguía diluviando, y mi panamá, este en concreto por segunda vez y aquí en Ámsterdam, quedó deformado por el agua. Y despedirme otro día más de Ellas; no me importaba la lluvia ni los truenos, ni el sombrero, ni ver apenas con las gafas de sol puestas, tampoco pegar varios resbalones, sólo tener que decirles adiós de nuevo: N*** me hizo volver en varias ocasiones para que le diese el enésimo abrazo, me pidió que no me fuese y que me quedase a dormir, y no supe qué decirle, pues es algo que no dependía de mí. Le susurré la canción de Prince «Purple Rain», que tanto nos gustaba cantar en España, y me despidió con la mano hasta que la perdí de vista. En el autobús y luego en el metro volví a sentir el dolor de siempre, ese que me agarra de la garganta y no me deja respirar. Al llegar a la Casa, en pleno centro, pude comprobar que aquí no había caído ni una sola gota de agua, y al hablar por teléfono con C*** y A*** me dijeron que en Amstelveen tampoco.
Pasada la medianoche, mientras estaba echado sobre la cama leyendo en espera del sueño, escuché el estruendoso zumbido de un insecto acercándose a la luz que emitía la lámpara: era una mariquita, y ese pequeño ser que tanto les gusta a mis hijas (y a mí también) me hizo recordar sus manos tratando de capturarlas, en especial una imagen del verano pasado en España. El nombre que en neerlandés se le da a las mariquitas es tan largo como curioso: lieveheersbeestje, «el bichito de nuestro querido Señor». Abrí la ventana; una ligera capa de niebla húmeda quedaba suspendida bajo el infinito negror. Hacía demasiado frío para desterrar a la mariquita de la habitación y dejé que pasase la noche al calor de la bombilla; era una emisaria procedente del sueño que en ese instante las narcotizaba, sin duda enviada por Ellas, que me traía un mensaje aún por descifrar y que me daba las buenas noches.
Sábado, 15 de agosto de 2020
A pesar de que anoche apagué el despertador, hoy me he despertado no a la hora de siempre sino mucho antes. Una obscura luminosidad penetraba por las rendijas que dejaban sin tapar las cortinas de los altos techos de mi habitación y en el exterior una poderosa luz daba lugar al engaño, pues quedaba dibujado con total precisión el típico cielo de grises nubes de los Países Bajos, ese que al volar en avión queda empañado nada más entrar en Bélgica, cuando poco antes estaba completamente despejado.
El día de hoy, en el que ya se cumplen dos semanas de mi llegada, estaba predestinado a ser tal y como ha sido. En los últimos años, cada vez que vengo a Ámsterdam, siempre surge algún día inútil y sin sentido, en donde nada tiene que ver la ciudad sino las personas, y no todas, simplemente algunas, dos o tres y ninguna más. Como no merece la pena detallar ni explicar este asunto, porque ni tan siquiera yo lo llego a comprender, el caso es que como el lunes comienza el nuevo curso escolar y Ellas van a seguir escolarizadas en Ijburg, esta mañana ya se han marchado allí. La excusa para que no las haya podido ver hoy es que estaban «muy cansadas (porque yo las he agotado en estas dos semanas) y necesitan reponerse para el lunes».
Salí a las 10 h de la Casa (y tuve que volverme a coger algo de manga larga, que luego no necesité), dando un larguísimo paseo y callejeando hasta el Dam como me gusta hacer. Visité las tiendas de música y cine Fame y Concerto Recordstore (en donde adquirí Marie Antoinette, la particularísima biografía que sobre la reina consorte de Francia filmó Sofia Coppola en 2006), acudí a la bilblioteca central, paseé por el antiguo barrio judío y por las inmediaciones del Amstel, y entré en las librerías Kok y Scheltema, recorridos con los que habré hecho fácilmente más de diez kilómetros. Una vez que ya se me confirmó lo que ayer ya intuía (y N*** también temía), y que hoy estarían «muy cansadas», decidí, no sé bien por qué, subirme al metro e ir a Amsterdam-Noord aun sabiendo que no se encontraban allí. Las ventanas del balcón estaban cerradas, y el parque, lleno de niños, me pareció triste, casi nauseabundo. Aproveché para comprar algo de fruta y verdura en la tienda árabe y regresé, hoy antes que nunca: a las 16:45 h.
Al girar la llave para abrir esta Casa me suele abordar un olor que aún no he podido olvidar desde la primera vez que aquí estuve, como tampoco el que emana en los días de calor esta tercera planta, ni la fresca humedad del sótano ni el perfume con el que el detergente de la lavadora impregna la ropa recién lavada. Si me ofrecieran esta misma habitación, una paga mensual y total libertad sin la obligación de tener ningún trato social con nadie, aquí estaría toda mi vida, por estar cerca de Ellas, escuchando el ruido que producen mis pisadas, en esta última estancia en esta Casa en la que la mitad del día soy un nómada y el resto monje de clausura.
El diario personal es uno de los géneros (o probablemente haya que decir subgénero) que siempre apetece leer; puedes abrir una página al azar y simplemente detenerte en un día concreto, sumergirte en las reflexiones del diarista y emocionarte con la descripción de un paisaje, disentir con su particular visión del mundo o sufrir por su interminable angustia. Esta tarde, cuando ya regresaba en este día baldío y frustrante, volví a detenerme en Scheltema para comprar el diario de la escritora y ensayista Doeschka Meijsing (1947-2012) publicado por la editorial De Arbeiderspers en su exquisita colección Privé-Domein, especializada en autobiografías, ediciones epistolares y diarios. Meijsing está enterrada en el mismo cementerio que el poeta Menno Wigman, tumba que también he visitado en varias ocasiones. De los diarios que regularmente aparecen en España, el que espero como un auténtico acontecimiento es el de Hilario Barrero, publicado de forma bianual, es para mí una verdadera fuente de inspiración y estilo a imitar en cuyas páginas abundan las referencias a poetas y compositores clásicos, hermosas descripciones de su Nueva York adoptiva y de su Toledo natal, y con esa forma que posee de pintar con palabras la metamorfosis de la luz, él que es un hombre madrugador y a la vez curioso, también pintor y melómano, y enamorado de Hopper y de Dickinson. En este último año también me he visto seducido por los diarios del poeta Benítez Ariza, especialista en este universo autobiográfico de manera muy activa tanto en papel como en formato digital, si bien revestidos de un estilo que encierra cierta heterodoxia en el género y con un enfoque más arriesgado y por ende distinto a los de Barrero o por ejemplo a los de García Martín, que también son muy interesantes. Los diarios de Ariza (del que recomiendo La novela de K.) se van construyendo de agudas anotaciones y salpicados de observaciones de enorme plasticidad y momentos reflexivos que vienen refrendados por su pasión por la pintura paisajística, pues él también es un excelente acuarelista.
Escribo esto cuando ahora faltan casi dos horas para que caiga por completo la noche, rodeado de este absoluto silencio que reina en el barrio, y roto tan sólo por el sonido de los cubiertos chocando contra los platos que brotan de las casas vecinas. Maja se marchará el 22 de agosto, y la semana que me resta por estar aquí (en la que no quiero ni pensar) yo seré el único habitante de esta vivienda, unos días que se consumirán como sólo se consume lo que más se ama.
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