viernes, 26 de diciembre de 2025

EL SÍNDROME SCROOGE

Lo confieso: sufro del síndrome de Scrooge (que creo que no existe, al menos no desde el punto de vista médico), y no siento ni un atisbo de culpabilidad. Probablemente en la literatura no exista una obra que represente mejor esta época que Cuento de Navidad, la preciosa novela escrita por Charles Dickens que vio la luz en 1843 y, que a buen seguro, todos han leído y no es necesario que hable aquí de ella.


El protagonista principal de la citada novela es Ebenezer Scrooge, una persona de corazón duro y egoísta (no es mi caso, y pueden dar fe de ello quienes me conocen), que detesta a los niños y también la Navidad, y es en este último apartado en el que me veo reflejado, y no porque yo odie la Navidad, sino por aquello en lo que se ha convertido y todo cuanto se ha quedado en el camino. 


El único sentido de la Navidad es el de celebrar el nacimiento de Jesús de Nazaret, y el resto no son sino meros gestos vacíos y superficiales, y es que todo da comienzo con las comidas de trabajo, las de compromiso, la imbecilidad de eso que llaman «el amigo invisible», enfundarse el jersey hortera con motivos navideños, las compras compulsivas y un consumismo irrefrenable, la casi obligación de unos alimentos o comidas preestablecidas y su obsceno desperdicio, la patética sobrecarga de los adornos de las casas, el copia y pega del mismo mensaje de felicitación, los regalos de Papá Noel que ya reciben los niños incluso dentro del vientre de la madre, cuando ese patético gordinflón barbudo es pura mercadotecnia y no es otro que un vulgar trasunto de Sinterklaas (San Nicolás de Bari), tradición que los neerlandeses importaron a Norteamérica y realmente se celebra el 6 de diciembre. Para colmo, leo con estupor que en aquello que alguna vez fue Europa se debate eliminar el día de Reyes del calendario escolar y nuestro presidente del gobierno no está haciendo nada por impedirlo; suerte que países como Irlanda, Portugal o Italia a buen seguro darán la batalla para que no se consume otro nuevo ataque a los países católicos. La Unión Europea se creó originalmente para cerrar las heridas de dos devastadoras guerras y posteriormente para la fluidez del comercio y el libre tránsito de sus ciudadanos. Ahora la UE no es sino un enorme burdel de cínicos burócratas que desde sus poltronas pretenden controlarnos con sadismo al estilo de la pesadilla que Orwell describió en su novela 1984.

La Navidad se resume en regidores que compiten por convertir a su ciudad en aquella con el encendido navideño más prematuro y con un mayor derroche de bombillitas; un presidente del gobierno que omite la palabra Navidad (y sí felicita con cariño las festividades musulmanas); aquellos que hablan de fiestas de invierno o de su solsticio, o las saturnales, o jerarcas eclesiásticos que comenten la torpeza —cargada de enormes dosis de complejo y demagogia— de comparar la grave crisis migratoria con el nacimiento de Cristo. «Et tu, Brute?».

Aprovechando el periodo navideño y tras la resolución judicial en la que se instaba al desalojo de un edificio ocupado por 400 inmigrantes en situación irregular, muchos de ellos con antecedentes penales, representantes de la izquierda han tirado de los Evangelios mediante su típica manipulación torticera para justificar y alentar una inmigración sin control, ideologizando y banalizando a su antojo los pasajes y pervirtiendo su verdadera esencia teológica, una izquierda que en nuestro país, curiosamente, ha perseguido históricamente al creyente cristiano y se encarga, literalmente, de derribar cruces a diestro y muy siniestro. 


Robert Sarah, el teólogo y cardenal guineano, y una de las voces más desacomplejadas y firmes contra el socialismo y el progresismo en general, afirma en su libro Se hace tarde y anochece que «en la raíz de la quiebra de Occidente hay una crisis cultural e identitaria. Occidente ya no sabe quién es, porque ya no sabe ni quiere saber qué lo ha configurado, qué lo ha constituido tal y como ha sido y tal y como es. Hoy muchos países ignoran su historia. Esta autoasfixia conduce de forma natural a una decadencia que abre el camino a nuevas civilizaciones bárbaras».

Sería sencillo, para defender el sentido real de la Navidad, recurrir a intelectuales como los filósofos Julián Marías o Roger Scruton, a los poetas Julio Martínez Mesanza, Luis Alberto de Cuenca o Valentí Puig, o a escritores como C. S. Lewis, Enrique García-Máiquez o Tolkien. Para el gran escritor y periodista británico G. K. Chesterton «cuando se deja de creer en Dios, pronto se cree en cualquier cosa», y eso es lo que exactamente le ha ocurrido a la Navidad, mientras sentimos el aliento amenazante del islam radicalizado y campando a sus anchas en la vieja Europa.


Pero se puede ser ateo y defender la importancia del cristianismo. Valga como ejemplo la periodista italiana Oriana Fallaci, que se definía como una «atea cristiana» y valoraba las raíces culturales y los fundamentos judeocristianos de Occidente, en contraste con la agresividad del islam. Fallaci contemplaba en la cultura cristiana el alma esencial de Europa, puesta en peligro por una guerra silenciosa promovida por el islam que intenta socavar y atacar nuestra identidad. Extraigo de su libro La fuerza de la razón esta reflexión: 

«La izquierda y la derecha son los culpables de la situación, ya que permiten la inmigración ilegal y las regulaciones masivas, facilitando la llegada de personas que no sólo no quieren integrarse, sino que tienen como objetivo la instauración de su cultura en nuestro continente. Una cultura que suponen superior a la nuestra y que debe acabar prevaleciendo. Intimidados como están por el miedo de ir a contracorriente o parecer racistas (palabra inapropiada porque como resultará claro el discurso no es sobre una raza, es sobre una religión), no entienden o no quieren entender que aquí está ocurriendo una Cruzada al revés. Acostumbrados como están al doble juego, cegados como están por la miopía, no entienden o no quieren entender que nos han declarado una guerra de religión.»

Y de aquellos barros, estos lodos. Que cada cuál crea en lo que le apetezca, incluso considerarse agnóstico o ateo, pero el simple —en apariencia— nacimiento de un niño supuso la transformación de un mundo que va más allá del hecho religioso y que revolucionó todo desde cualquier punto de vista: teológico, filosófico, social, histórico y cultural, le duela a quien le duela, porque el cristianismo sirvió para domesticar el mundo y este continente es cristiano. Ahora toca luchar por una refundación de Europa, por entrar de lleno en la batalla cultural, por volver a los clásicos, a Atenas, Roma y Jerusalén, y regresar a los valores que fundaron Occidente, y ello nos remite inevitablemente al cristianismo. Europa, y lo que significó, me preocupa; Europa me duele.

Mientras tanto me veo obligado a convertirme en Ebenezer Scrooge, y toda la Navidad la paso diciendo «¡Paparruchas, paparruchas!»

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