¿Es posible que la existencia sea nuestro exilio y la nada sea la casa?
EMIL CIORAN
Yo nunca quise tener una casa; yo sólo quería una biblioteca, pero desgraciadamente lo segundo implicaba lo primero. Probablemente tenga unos 6000 libros repartidos, que no significa que sean ni muchos ni pocos: es un simple guarismo. Estimo que resultaría más significativo afirmar que probablemente habré leído (y releído) el 90% de ellos, y aun así es, igualmente, otro número más.
En La Biblioteca de Babel Jorge Luis Borges fantasea con una biblioteca infinita que contiene todos los libros imaginables, generados por todas las combinaciones de letras, lo que lleva a los bibliotecarios a una búsqueda obsesiva de conocimiento y significado, enfrentándose a la desesperación ante la infinitud y la aparente inutilidad de su tarea. El cuento de Borges no es sino una hermosísima metáfora sobre el Universo, el conocimiento humano y por supuesto la búsqueda del sentido de la vida, ergo: un libro puede abrazar toda la Existencia.
Abdul Kassem Ismael, el gran visir de Persia que vivió en el s. X, poseía una biblioteca de 117.000 libros. A pesar de sus continuos viajes jamás se separó de ellos, por lo que se las ingenió para que éstos fuesen transportados por una caravana de 400 camellos caminando en orden alfabético. Umberto Eco contó por encima los ejemplares de su biblioteca de Milán y le salieron unos 30.000 libros. Pero las bibliotecas no están exentas del desastre, y Plutarco, el magnífico historiador romano, relata que durante la Guerra de Alejandría en el 48 a.C., Julio César ordenó quemar los barcos en el puerto para evitar que cayeran en manos enemigas, pero el fuego se propagó accidentalmente a los almacenes cercanos, destruyendo parte de los depósitos de libros de la fastuosa Biblioteca de Alejandría. ¡Maldito seas, Julio César!
Pero no todo son mastodónticas bibliotecas: el filósofo Emil Cioran (al que sólo puede leerse en momentos de depresión, pues su pesimismo siempre será superior al propio y por tanto sirve de inestimable ayuda) disponía en su diminuta buhardilla de París no más de 300; no le hacían falta más. Esto también es una cifra. Al final los libros se asemejan a una bella mancha de moho que va colonizando pasillos, dormitorios y todo lugar y rincón habido y por haber, quedando exentos, en mi caso, tan sólo los baños. Pero poseer libros también entraña sus riesgos, como el terror cósmico (similar al que nos mostró Lovecraft) a quedarse sin espacio y la imposibilidad de situar a un autor en su materia correspondiente y por exquisito orden alfabético. Pero también se produce esa hormigueante y obsesiva ansiedad por conseguir un libro único, y no poder hacerlo, o el remordimiento (eso sí, sólo en los primeros momentos) de haber adquirido un ejemplar por su desorbitado precio, aunque lo valiese (una primera edición numerada, un elzevier, un moretus, un raro ejemplar con erratas...). Esta bellísima enfermedad se puede acercar a la bibliofilia (como objeto de deseo, más que de lectura) con tendencia a la -itis (del griego inflamación) dando como diagnóstico la bibliotitis, un neologismo de cosecha propia.
Qué duda cabe que los libros generan graves trastornos y enajenación profunda (que se lo digan a Alonso Quijano, más conocido como Don Quijote, pues «Sin una pizca de locura el lirismo es imposible», Cioran dixit), e incluso ocasionan incomprensión, más aún cuando nos hallamos inmersos en esta pestilente era digital, pero no es menos cierto que éstos son el mejor analgésico y el perfecto ansiolítico que nos acompañan en la más absoluta soledad (de un aeropuerto, en la obscura sala de espera del psiquiatra, en un pulcro tanatorio...) pero es preferible disfrutar los libros en la mejor compañía. El filósofo Ludwig Wittgenstein dejó escrito en su Tractatus Logico-Philosophicus que «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».
Yo nunca quise tener una casa, sino una biblioteca; una casa es el radical sinónimo de la acotación de los límites.