jueves, 7 de marzo de 2024

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (2019)

 VIAJE AL FIN DE LA NOCHE (2019)

-Louis-Ferdinand Céline-

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente.
LUDWING WITTGENSTEIN 

Día de lluvia cargada de rabia. Me levanté a las 6 h siguiendo mis propias instrucciones para un amanecer. Un tranvía, el metro y al fin el autobús. Llevé al colegio a mis hijas, un encuentro de apenas un minuto, dos a lo sumo. Me despidieron con un húmedo beso que dejó mojada mi mejilla pero pronto la saliva se fundió con el agua de la lluvia: ya sólo somos sombras en un charco.  


Me subo al primer tranvía que encuentro. Llueve como siempre, con extática virulencia, como una suerte de ataque ad hominem, pero no me importa. Llevo los pies chorreando desde que a las 6:30 h salí del hotel y juré en arameo al pisar el primer charco: el resto es Historia. Nunca como aquí he sentido la decadencia humana, me viene a la mente Thomas Kempis: "Contemptus mundi" («menosprecio del mundo»), y retuerzo el título de su mayor obra: "De Imitatione Baudelaire" hasta recordar el verso de Roger Wolfe «El mundo es tan gris como mi asco». Tampoco como en estas calles he sentido tanta ira. En esta ciudad sencillamente malvivo: catorce horas al día fuera del hotel, un flâneur en grado sumo; llevo mucho tiempo siendo un bohemio al filo de la navaja. De día me alimento a base de plátanos, zumo de cebada recién ordeñado y alguna hamburguesa grasienta que saco de los dispensadores automáticos que encuentro por los callejones: dead end; por las noches paladeo con tanto placer la comida (principalmente sushi) como lo haría el ajusticiado horas antes de colocar su cabeza bajo la guillotina. Si no estoy en la Casa del traductor o la habitación del hotel no dispone de microondas y me apetece comer algo diferente, compro pasta ya cocinada y caliento el blíster bajo la ducha caliente, pero siempre queda tibia («Porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca»: APOCALIPSIS); he aprendido las técnicas más superlativas de la supervivencia; he mapeado todos los hediondos urinarios públicos adornados de grafitis junto a los canales donde se drogan los yonkis; me sé de memoria las paradas de cada línea de metro y tranvía como las mismas líneas de la palma de mi mano. He sobrevivido gracias al calor de las librerías, que conozco una a una y también a sus libreros, que me tienen reservado algún libro desde meses antes. Voy a la librería Scheltema en busca de techo y siempre sigo la misma rutina: dejo la mochila sobre la mesa de la 3ª planta, doy los buenos días con acento belga a los empleados, saco mi libro y el cuaderno de notas; me acomodo sin quitarme las gafas de sol: Ray-Ban tendría que haberme hecho un contrato de imagen hace ya 30 años. El personal me saluda, me conoce; me río imaginando quién pensarán que soy, quizá creen que un jefe indio, por mi estricta rutina, por mi movimiento errante, acaso el chamán de una tribu de un solo miembro, no, no, es imposible, todo es imposible, yo soy imposible, pero aun así ayudo a los clientes a buscar el libro que no encuentran, eso sí es factible. 


En esta ciudad es donde más he sentido la locura, donde jamás he pasado tanto frío como bajo este cielo plomizo: he dormido en los aeropuertos, me he desesperado en las paradas sin marquesinas con el rostro cubierto de hielo y he perdido trenes y aviones; la ira es mi pecado capital favorito, pero por supuesto no me pido perdón, porque es combustible, es napalm en vena. Aquí me ha salvado el olor del papel de las librerías de segunda mano y los epitafios labrados en las lápidas de los camposantos; las obscuras tabernas de Chinatown, leer a los poetas malditos, la última voluntad de los suicidas y escribir esquelas de personajes imaginarios; acudir a las iglesias ha sido mi mayor auxilio: sería obligatoria su apertura 24 horas al día, o al menos que siempre existiese de guardia una; no necesito confesor. Ayer fui a escuchar misa a la basílica de san Nicolás bajo una nube de gaviotas, y atravesar su portón me hace sentir paz, no sólo conmigo mismo, sino con la condición humana, de la que por desgracia también soy parte: la insoportable levedad del ser. Cuanto más amenazado me siento, más crece mi fe. 


En un bolsillo del abrigo llevo el Evangelio de San Juan («Verbum caro factum est») y en el otro un librito en miniatura de las Flores del mal de Baudelaire en inglés completamente subrayado: «No busquéis más mi corazón, las bestias lo han devorado» (si no fuese tan voluminoso portaría igualmente el Museo de Cera de J. M. Álvarez, y a Poe, y los sonetos de Shakespeare, los sermones de John Donne, los poemas más hirientes de Roger Wolfe, a Keats, Tumbas de Nooteboom, el Eclesiastés... una biblioteca andante). El filósofo pesimista E. Cioran (hijo de un pope rumano) y asiduo en mis lecturas («Sin una pizca de locura el lirismo es imposible») vivió en condiciones precarias en una diminuta buhardilla de París casi toda su vida, como Samuel Becket, me encomiendo a ellos y me recreo imaginando en qué estado estarán ahora todos esos cuerpos bajo tierra, sólo despojos envueltos en coágulos de barro, raíces y gusanos, el de Menno Wigman (lo visitaré mañana) enterrado junto al Amstel ya podrido, las cenizas de Slauerhoff, el corazón de Shelley, la pierna cojeante de Byron, Keats y el mechón de su amada con el que fue inhumado o el cuerpo decapitado de Paul Snoek tras chocar con su vehículo 

Desde siempre me ha gustado la noche, pero no dormir porque lo considero una pérdida de tiempo y, para colmo, sufro constantes pesadillas; Raúl Zurita afirma en un poema que «la noche es el manicomio de las plantas», no le falta razón, pero a mí me produce placer deambular en plena obscuridad y mientras tanto recitar unos versos, que me sé de memoria, del poeta expresionista austríaco Georg Trakl (que terminó suicidándose con una sobredosis de cocaína): «Sobre negra nube/ cruzas ebrio de opio/ el estanque nocturno». Soy un vampiro, y la noche me revela, soy el tormento y el éxtasis, según me dicte mi cabeza. Me apasiona regresar lentamente al hotel por los callejones más turbios, salvajes y siniestros, sentir el gusanillo del peligro en este Pandæmonium (sinopsis de Las Vegas) mientras alterno en mi dispositivo las cantatas de Bach ("Ich habe genug./ Mein Trost ist nur allein,/ Dass Jesus mein und ich sein eigen möchte sein"), los saxos sublimes de Charlie Parker y Ben Webster, la música dark romantic de Depeche Mode, algunas secciones del Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria y las guitarras estridentes de Guns N' Roses, repito una y otra vez "One of These Days" de Pink Floyd y desintegro el "Sympathy For The Devil" de Sus Satánicas Majestades; mi eclecticismo es una tabla de salvación. Me acompaña una bandada de petirrojos, varias urracas y un mirlo; un cuervo se posa en mi hombro, me habla ("Nameless here for evermore"), echo de comer a los gatos que salen a mi paso (algún día vivirá conmigo uno y lo llamaré Pluto y estará tuerto), me envuelvo en el olor del hachís que emana de los fumaderos, contemplo los escaparates de carne enmarcados en luces de neón, los vendedores de paraísos artificiales (los mercaderes ofrecen sustancias adictivas bajo el nombre del filósofo Karl Popper), el olor a comida basura; es maravilloso degustar la violencia humana, la venta de almas como hizo Fausto con la suya; "It's a Sin City", me digo. Me escribe Roger Wolfe; le cuento mi deambular por esta ciudad: podríamos escribir alguna pieza à quatre mains


Desde que abandoné el hotel tenía los pies congelados por la lluvia y ya no los sentía, por lo que a mi regreso pasé por la Biblioteca Central, y como un vagabundo me despojé de los calcetines en el aseo y los sequé bajo un secador de manos. No me vio nadie, pero no hubiese sentido vergüenza si alguien me hubiese observado: lo que me produce bochorno es ser miembro numerario de un mundo podrido y pertenecer a esta sociedad prostituida. A los pocos minutos volví a padecer el helor de las botas mojadas, así que decidí pisar todos los charcos que encontraba a mi paso para que los pies quedasen definitivamente anestesiados. Retrospectiva en el Eye Film Museum del cineasta y disidente ruso Andrei Tarkovski (1932-1986), que en una entrada de su diario del 9 de abril de 1982 escribe: «¿Cómo puede vivir el hombre sin Dios? Sólo si se convierte en Dios; pero no puede convertirse en él...». He visionado toda su filmografía en varias ocasiones: cada fotograma es un verso y sus películas hermosísimos poemas.



Odiar esta ciudad es una labor fácil que para colmo trabajo a diario con ahínco; hablo el idioma de los autóctonos para que no se crean más que yo: los españoles somos un pueblo orgulloso, y eso es una seña de identidad que jamás debe perderse, como aquí hicieron noblemente los Tercios en las peores condiciones, y llegan a mi mente la vida de esos soldados, algunos de ellos mercenarios, sus densos bigotes congelados, escondidos junto a los ríos para entrar en acción, entumecidos por el frío... pensar en sus escaramuzas me sube la moral; sé que piso las cenizas de aquellos que cayeron noblemente en combate, pero yo aún sigo en pie. Desde entonces a los niños de estas hundidas tierras, para asustarlos, les advierten que si salen solos se los llevará el Duque de Alba, algo así como un hombre del saco. Cuando el rey Felipe II envío al general a estos húmedos páramos y sus habitantes se quejaban, les respondía sin titubear: «si os disgusta mi religión marcharos a otra tierra»: Deo patrum nostrorum.

Sólo pienso en regresar a la Luz del Sur, pero cuando me marcho siento remordimiento por la ansiosa necesidad de dicho deseo, por ellas y su incomprensión, pero me encomiendo a la redención ajena porque no existe nada por lo que yo tenga que pedir perdón y nadie me podrá imputar nunca nada: si mis hijas sabrán entender y valorar en el futuro este esfuerzo lo desconozco. Rendirme no aparece en mi diccionario bilingüe body & soul.

Y así cierro otro día, observando por la ventana la lluvia centelleante contra el lienzo de obscuridad de la noche y el sonido del tic tac de mi reloj de bolsillo... hasta que dejo caer la cabeza sobre una montaña de libros. En esta ciudad mi insomnio no diagnosticado se acentúa, pero soy mitad monje y mitad soldado. Escucho tronar los reactores de un avión horadando las nubes ensangrentadas del cercano aeropuerto: creo que puede tratarse de un Boeing 737-800; es el mismo que me trae y me lleva sobre sus alas de luz eléctrica.

hay una luz en algún lugar
puede que no sea mucha luz pero
vence a la obscuridad
CH. BUKOWSKI 

Día de los Muertos. Ámsterdam, 2019.


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