sábado, 15 de marzo de 2014

BIBLIOFILIA Y CANIBALISMO

Mientras algunos se empeñan en acabar con el libro impreso, profetizando el fin del papel y el dominio –o totalitarismo– de lo que osan llamar "libro" digital, en las últimas semanas he recibido algunos ejemplares para saciar mi enfermedad bibliófila y de paso hacer la puñeta a los primeros.

Algunos creen que el coleccionismo de libros tiene que ser por fuerza una exclusividad de los que poseen grandes cantidades de dinero, y aunque resulta evidente y directamente proporcional que cuanto más dinero mayor exquisitez en los ejemplares, con mucho menos poder adquisitivo se puede cultivar el amor por el libro antiguo en un fascinante microcosmos en el que conviven multimillonarios y modestos bibliófilos, en cuyo último grupo me encuentro.



La oveja negra y demás fábulas (1969) de A. Monterroso, primera edición firmada por su autor.
Yo aprendí –algo, y casi todo lo que sé– de bilbiofilia leyendo los artículos que el escritor Juan Bonilla ha diseminado sobre el tema en diversas revistas, y reconozco que ha sido uno de los que más me ha influido –causante también de que gaste el dinero en ello. En esto del coleccionismo se dice que cada bibliófilo tiene su temática en cuanto a preferencias (literatura infantil, incunables, americana, manuscritos medievales, rarezas...), adquisiciones o filias en general; yo, en cambio –puede que por hacer la contra– no sigo criterio alguno en mi búsqueda, aunque quizá tenga inclinación por el libro raro, y mi modus operandi pueda definirse como la de un bilbliófilo ácrata con inclinación al canibalismo y poseedor de una colección en la que conviven ejemplares tan dispares como la primera edición del poemario de Bolaño (Los perros románticos) con El cementerio marino de Paul Valéry en traducción de Jorge Guillén (edición numerada y nominativa de 300 ejemplares), en regocijo con la primera edición del Larousse Gastronomique o un resumen de los escritos de gourmet del escritor de Los tres mosqueteros: Dumas on food; y todo ello con el Quijote impreso por la viuda de Ibarra en 1787 y el original de La máscara de la muerte roja de Poe aparecido en la famosa revista Graham´s Magazine en 1842, de tan sólo tres páginas amarillentas y desgastadas. Eso sí, debo reconocer que tengo predilección por los elzevieres y plantinos-moretus, lo que en la época eran ejemplares asequibles, ediciones populares cuyas características resultaban claras: precio bajo, pequeño tamaño –el bolsillo de hoy en día– y ausencia de los amplios márgenes tan codiciados por todo bibliófilo; toda una paradoja.


British Ballads (1881) recopiladas por George Barnett Smith
Aparte de la citada predilección por los citados elzevieres y plantinos-moretus, sin una línea clara de coleccionismo porque me fascina (casi) todo, y sin agradarme los facsímiles, me inclino también por las ediciones autografiadas y dedicatorias (Delibes, Cela, Monterroso, L.M. Panero...), así como por aquellas que llevan preciosos grabados o por las primeras ediciones en lengua neerlandesa (Nooteboom, Claus, Slauerhoff, Mulisch, W.F. Hermans, Bordewijk...) y muy especialmente por las rarezas: Diccionario infernal de M. Collin de Plancy; Description De la Ville D'Amsterdam En vers Burlesque de Pierre Le Jolle; un moretus de 1657 sobre el Concilio de Trento; La grande danse macabre des hommes et des femmes edición de 1862 y autor desconocido; una Historia biográfica de los Presidentes de los EE.UU. de Enrique Leopoldo de Verneuill; o el último de ellos, una traducción al neerlandés vertida desde el latín del famoso tratado médico del eminente cirujano holandés (y alcalde de Ámsterdam retratado por Rembrandt en su Lección de anatomía) Geneeskundige Waarnemingen [Observaciones médicas] de Nicolaes Tulp. 


Geneeskundige Waarnemingen (1740) de Nicolaes Tulp
Existen novelas que hablan sobre coleccionismo de libros, como El club Dumas (con más de un fake suelto) de Pérez Reverte o Todas las almas de Javier Marías, y otros como el relato de Sólo para fumadores de Ribeyro en donde su autor –hecho verídico– se ve obligado a vender parte de su deliciosa biblioteca para costearse su adicción al tabaco. En esto de la compra de libros hay muchos aspectos curiosos, como que los americanos son especialistas –a veces con motivo; otras no– en inflar la burbuja bibliófila; o que existen libros recientes en esto del coleccionismo que extrañamente cuestan –que no valen–  más que los de hace cien años, algo incomprensible; que no todo libro antiguo tiene valor bibliófilo; o que a pesar de la crisis mundial, el mercado de la bibliofilia no ha retrocedido ni un ápice, ni entre los grandes depredadores multimillonarios ni entre los pequeños bibliófilos.

Me reconozco como lector bibliófilo, mas en otras ocasiones me sucede justo lo contrario: sólo me interesa el libro como algo material, el papel sobre el que está impreso, su olor, si está en octavo mayor o menor (o en dieciseisavo o quizá en folio), acariciar los nervios del lomo o degustar si está encuadernado en holandesa con puntas o en pasta española... y entonces me siento como un caníbal, deseoso de devorar sus páginas para sentir aún más placer, tal y como sucede en la película de El dragón rojo, en donde el asesino engulle un grabado de William Blake, un impulso descontrolado y enfermizo de poseer un libro, aunque no lo lea jamás, y sueño entonces con el Birds of America de Audubon, con The Bay Psalm Book, con la Biblia de Gutenberg o con el Hypnerotomachia Poliphili de Colonna... y aún me siento más enfermo, un caníbal sangriento y desbocado, asesino en serie que sabe no podrá tenerlos jamás... pero ese estado pasa, por suerte; aunque no siempre resulta sencillo.
  

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