sábado, 25 de enero de 2014

HABEMUS OPIUM: EL DEMONIO CELESTIAL

También es notable que durante todos los años que tomé opio no pillase (como suele decirse) un solo resfriado ni la más leve tos.

Es una de las muchas frases que tengo subrayadas en mi amarillento y desgastado ejemplar de Confesiones de un inglés comedor de opio, de Thomas de Quincey, ya que hacer referencia a las adicciones de los maestros de la literatura quedaría incompleta si no se hablase, aunque fuese de manera superficial, sobre el opio o alguno de sus derivados. Casi sería más sencillo enumerar qué escritores no consumieron opio o algún opiáceo en el siglo XIX que los que sí lo hicieron, relación literaria que queda bien inaugurada con el inglés De Quincey, que comenzó a tomarlo en forma de láudano en 1804 para aliviar ciertos dolores físicos (dolor de muelas) y de cuya sustancia jamás logró –o no quiso– prescindir por completo.


The Truth About Opium Smoking, obra publicada en Londres en 1882
No es casualidad que a la hora de establecer relaciones entre el abuso de sustancias esclavizantes aparezca nuevamente el sempiterno Poe, un consumidor habitual de opio, especialmente del ya citado láudano. Un apasionado del escritor norteamericano, el francés Baudelaire, no fue menos que éste en su habitual consumo, y es que el segundo, sifilítico, trataba de suavizar con el láudano los efectos secundarios del mercurio con el que trataba su regia enfermedad venérea. Y del francés a otros franceses, la pareja Verlaine-Rimbaud (Una temporada en el infierno es un ejemplo de la causa-efecto del opio) que tras hacerse amantes y arrastrados por su escandalosa relación huyeron a Londres con el fin de ahogar sus penas en los fumaderos de opio, a orillas del Támesis.
 
Willem Bilderdijk, abogado y poeta del romanticismo neerlandés, poseía tal grado de dependencia al opio que él mismo se recetaba sus propias recetas (era además hijo de un médico), aunque en lugar de tomar láudano encargaba píldoras revestidas de plata en cuyo interior sólo había opio en su más alta pureza. Pero la adicción del poeta neerlandés acabó en tragedia cuando uno de sus hijos falleció a causa de una sobredosis que él mismo le administró ante la imposibilidad de que el pequeño conciliase el sueño. 

Y sin salir de los Países Bajos, Eduard Douwes Dekker, conocido como Multatuli, comenzó tomando morfina para combatir la tos (de hecho, en la actualidad, es fácil encontrar en las farmacias un opiáceo como la codeína, excelente antitusígeno además de analgésico y sedante que crea similar dependencia que la morfina); a partir de ahí, Multatuli (magistral su obra Max Havelaar) pasó a tomar morfina como sedante y antidepresivo. Y terminando en los Países Bajos con “el más grande de todos los poetas en lengua neerlandesa” (según el escritor W.F. Hermans), Jan Jacob Slauerhoff, influido por Baudelaire y el resto de simbolistas franceses, también fumó opio durante una época, hasta tal punto que existe una enigmática fotografía en las que aparece con indumentaria oriental y tras él una gran pipa de opio. 

Dibujo de Cocteau en su Diario de una desintoxicación
La lista de consumidores puede ser infinita: Dickens, Wilde o Conan Doyle (además de cocaína, como su personaje Sherlock Holmes); pero de todos esos habituales del demonio celestial, uno de ellos resalta por encima del resto, el francés Jean Cocteau, en cuya obra Diario de una desintoxicación relata uno de sus muchos intentos de cura, si bien jamás fue capaz de ello. 

Como apunte, de la gran cantidad de libros, manuales, opúsculos y tratados, me parece acertado apuntar como libro ameno y sustancioso Opium: A Portrait of the Heavenly Demon, de Barbara Hodgson, que aporta gran cantidad de información amén de un interesante apartado en donde da detallada cuenta de otros escritores opiófagos.

Todo lo que se hace en la vida, mismo el amor, se hace en el tren expreso que se dirige hacia la muerte. Fumar opio es abandonar el tren en marcha; es ocuparse de otra cosa que de la vida, de la muerte.

J. Cocteau Diario de una desintoxicación

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